Viviendo bajo el cobijo del mineral

Que la defensa de la ecología haya sido puesta sobre la montura de varios partidos de izquierda, no quiere decir que la anti contaminación minera sea tema exclusivo del espectro político progresista. Menos en un país minero como lo es el Perú. Primero, porque no son pocos los partidos políticos de centro derecha —incluso conservadores a rajatabla— que rescatan también la lucha contra la contaminación ambiental. Y segundo, porque —más allá de la política— la degradación por extracción de minerales de las tierras que cultivamos y aguas que bebemos es un tema que nos pone a los humanos en la encrucijada de decidir entre comprar productos orgánicos de regiones impolutas (sí, los más caros en las góndolas del mercado) o seguir comiendo los alimentos que encontramos a precios más razonables (que fueron cosechados de tierras bañadas de metales pesados en mayor o menor grado). Si no necesitas pensártelo y decides ir por la alternativa costosa, es probable que seas creyente involuntario de la gran mentira del control ideológico y político del debate sobre la reducción-supresión de los efectos contaminantes que conllevan los procesos cuasiobsoletos de extracción de minerales de bajo costo que se permiten en el Perú.

      Mi mantra sobre la minería ilegal, y su megahermana formal, se inició durante un viaje de retorno temporal a los paisajes serranos que han acicateado mis nostalgias desde que dejé atrás a Cajabamba, la provincia al extremo sureste de la Cajamarca donde me crié. Conocí la minería en su versión más dura, la ilegal, la que se trepó a los campos con un pico entre los dientes para bañar de químicos tóxicos las laderas que se levantan sobre uno de los costados del Valle de Condebamba, una de las despensas de Cajabamba. Las manchas de campamentos hechos de casitas de plástico azul sobresalían en el paisaje color tierra muerta, otrora verde. El choque emocional de ver a la tierra que conservaba idílica en mis recuerdos me llevó a escribir varias catarsis frustradas. No he dejado de desarrollar el tema, pasando de la primigenia extracción mercuriosa e ilegal hasta la actual formalidad minera del oro epitermal operado en tajo abierto por una operadora en portafolio financiero: Stracon GyM, por encargo de una principal minera de plata: Panamerican Silver. No llegué a este tema empresarial-ecológico con ideas preconcebidas, sino por pura nostalgia, por lo del cualquier tiempo pasado fue mejor, y seguirá siendo mejor ese tiempo en mi mente mientra tenga que añorar los paisajes de mi pueblo hasta pasado el 2028, que es hasta cuando dizque habrá oro en la mina-cráter; si no amplían la extracción con flotación de sulfuros, al estilo Yanacocha en Cajamarca.

      Por si esta afrenta al pasado fuera poco, vivo desde hace mucho en el borde Este de la Gran Lima; naturalmente consideraba al igual que muchísimos residentes de la capital del Perú que la contaminación minera era un problema lejano, rural, provinciano. Hasta que en un corto viaje en taxi a Chosica (ciudad algo más al Este de mi urbanización cerreña), me enteré de que la minería ilegal de oro florecía en una zona llamada Quebrada California, en Chaclacayo, y otros lugares cercanos. El taxista informante lo sabía porque él mismo había trabajado temporalmente en uno de los «emprendimientos» extractivos ilegales de la zona. No pude llegar al lugar de los delitos, para ser testigo in situ, por los resguardos que suelen apostarse en las inmediaciones de los asientos mineros informales (no les place las miradas curiosas, menos las cámaras), pero sí hay registro de múltiples intervenciones fiscales y policiales. Pueden ver una muestra en el video del enlace https://www.youtube.com/watch?v=iKxgJKdQNrY (cortesía de Willax Televisión).

      Y otro caso, más grande aún: a 70 kilómetros de casa (así entre paréntesis: los limeños recorren 98 kilómetros para relajarse en las playas del sur, y 98 kilómetros de regreso a casa, el mismo día), a 70 kilómetros decía, puedes encontrar uno de los 17 puntos de acumulación de relaves mineros (según RAE, «Relave: Ingen. En minería, partículas de mineral que el agua del lave arrastra y mezcla con el barro estéril, y que para ser aprovechadas necesitan un nuevo lave.»), uno de los 17 relaves que existen al borde del Río Rímac, el mismo río del que Lima acopia mucha de su agua potable acopiándola en la Planta de Tratamiento de la Atarjea. El relave fue retirado parcialmente gracias a una orden resolutiva ministerial del 2012— por la entonces empresa propietaria de la Mina Coricancha en la falda del Cerro Tamboraque (la empresa belga-australiana Nyrstar, que ya vendió a la canadiense Great Panther Mining). Aún quedan 300,000 toneladas de relave en el mismo lugar colgadas a la vera del río, puedes verlas como atractivo turístico cualquier día, de paso que me visitas. O puedes descargar el Informe Técnico del caso en: https://bit.ly/3CT7HyK.

      Y permíteme la del estribo: la empresa proveedora de agua potable para Lima Metropolitana tiene proceso judicial en curso para lograr la suspensión del proyecto minero Ariana, propiedad de Southern Peaks Mining. El proyecto, aún en construcción, está ubicado en las alturas de la Región Junín, al lado de la bocatoma del Túnel Transandino: el único que trasvasa agua de la cuenca del Atlántico hacia la costa del Pacífico y que aporta el 62% de la reserva de agua de Lima para potabilización durante épocas de estiaje. Las gerencias de Minera Ariana anunciaron hace poco que aumentarán su inversión en unos milloncitos más para acelerar la construcción de su mina justo al borde de la laguna que da de beber a gran parte de la capital del Perú.

      Es muy probable que en cualquier urbe peruana —aún sin ser producto de la actividad minera— también haya asientos mineros metálicos que vienen siendo explorados o explotados a la diabla o a la maquinaria de los que los vecinos no tienen ni la más remota idea de su existencia. Peor todavía, no les importa. Y es probable que a nadie le importe, aunque debería. Y es que he aquí una nueva encrucijada: o nos metemos todos a trabajar en minería y anexos (al fin y al cabo, todas las otras industrias que colinden con el asiento minero que nos reclute colapsará por efectos de los procesos extractivos baratos y anticuados de muchísimas minas). O —grande y excluyente O—  aceptamos sin chistar el perjuicio minero sin hablar de él —que a los tabúes hay que mantenerlos en claustros oscuros— y accedemos a vivir con el problema latente por obligación auto impuesta a cambio del progreso idealizado.

     Y no es que en el Perú vivamos en dictadura, o que haya una fuerza física o moral que nos obligue a aceptar dosis de veneno metálico a diario. No es que haya algún llamado de la madre patria ni de ninguna raza ancestral. Sólo somos nosotros, nosotros solos. Nosotros somos los que autoejercemos una autocracia tácita y callada dejando hacer, dejando pasar los daños que la minería de bajo costo hace con anuencia legal de nuestro país. Nosotros somos los que miramos con aburrida indiferencia cómo los gobiernos se turnan en la promulgación de nuevas leyes que ablandan las exigencias ambientales que solían protegernos parcialmente (como la ley de promoción y dinamización de la inversión Nº 30230 del 2014 en el Perú). Nosotros somos los que nos enlodamos en interminables discusiones sobre las supuestas coloraciones políticas de los defensores y los detractores de la minería. Nosotros somos los que hacemos nada por detener el flujo de metales pesados sobre nuestras cosechas y aguas. Nosotros somos los embobados.

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