Irina, de Empar Fernández

Los niños de Rusia, esos que tuvieron que salir de España dejando atrás su familia y su patria para ser salvados de una guerra fratricida, merecían una novela y ya la tienen. Irina de Empar Fernández (Barcelona, 1962) es, en opinión del que esto escribe, su mejor novela, y esa afirmación es doblemente laudatoria porque la escritora catalana, que alterna la literatura con la docencia, se ha puesto ella misma el listón muy alto con Maldita verdad, La última llamada o La mujer que no bajó del avión, por citar tres novelas que se aproximan, sin cumplir con los cánones, a lo que llamamos novela negra. Empar Fernández escapa de categorías reduccionistas en las que algunos se sienten muy cómodos repitiendo clichés manidos. La escritora barcelonesa es una muy buena y rigurosa escritora que arma a conciencia sus novelas y mima la psicología de sus personajes.

Irina no es una novela negra (aunque tampoco son estrictamente negras las anteriores de su autora) y quizá por esa razón ha sido publicada en la colección Narrativa de Versátil y no en Off. Dos historias de considerable tensión emocional y emotiva se entrecruzan a lo largo de sus 300 páginas, la de las memorias de Asunción Cadavieco, o Irina Korovin, que narra su odisea personal de salir de una España desangrada en guerra fratricida para ir a parar a un país desconocido, Rusia, y la de su pariente Santiago Cadavieco, tipo que está de vuelta de todo, envejecido prematuramente, que recibe ese texto familiar de manos de una bella y misteriosa rusa llamada Oxana que le cambia la vida, la sacude. Y esas dos narraciones, la del pasado y la del presente, se funden con maestría y se retroalimentan.

Irina /Asunción reflexiona sobre su odisea particular y la de tantos niños que sufrieron ese éxodo traumático.  —No podíamos saber que muchos de nosotros permaneceríamos allí hasta que acabara aquel fatídico veranos del 37 bajo la tutela del gobierno de la República en calidad de huérfanos de combatientes. Sabíamos en qué consistía combatir, pero muchos de nosotros nos teníamos ni idea de que fuéramos huérfanos. Narra Empar Fernández, sin cargar las tintas, el dolor de la despedida. —Recuerdo un dolor infinito al separarme de mi madre para subir al barco tirando de Araceli. No pude despedirme ni agitar la mano desde la borda. Educadoras y auxiliares nos condujeron directamente a la bodega repleta de criaturas asustadas. —y las vicisitudes de ese largo e incierto viaje. —La tempestad en el mar fue un verdadero infierno y su recuerdo, pasados sesenta años, todavía me estremece. A lo largo de mi vida he esquivado los barcos tanto como he podido. No siempre lo he conseguido.

 

La vida en una Rusia empobrecida, a pesar de que los reciben casi como a unos héroes, es dura. —Con el tiempo, nos dimos cuenta de que la miseria económica y moral anidaba en nosotros y que nuestros hábitos no habían escapado a ellos. —Y la derrota definitiva de la República los desmoraliza porque retrasa sine die el regreso. —Recuerdo el día, a principios de abril de 1939, que llegó a Leningrado la desoladora noticia de que el ejército nacional había derrotado definitivamente al republicano. Aquel día retiraron las banderitas. Todo había acabado.

 

La situación empeora cuando la URSS entra en guerra con la Alemania nazi. Asunción debe someterse a privaciones, asiste a la muerte, por el hambre y la enfermedad, de sus compañeras: la niña se convierte en mujer, madura en un entorno adverso y hostil. —Como había ocurrido meses atrás, se multiplicaron los robos en las tiendas, los asaltos, el comercio con el propio cuerpo. Nadie se libraba. Todo cuanto no se podía comer ni servía para abrigarse acababa en el fuego. La gente enfermaba y moría sin que la vida en el hospital y en el aula se viera interrumpida. — De esa miseria emocional y material le saca un buen hombre ruso, Grigory Korovin, y aparca su nombre español. —Entre mis nuevos amigos pasé a ser Irina Korovin. Asunción Cadavieco solo continuó siendo el nombre que figuraba en la documentación y el que seguían utilizando los dirigentes del PCE y de la Cruz Roja Internacional a los que había dejado de frecuentar.

Empar Fernández aborda en su novela la crónica de un desarraigo dramático por forzado. —El hecho indiscutible es que estábamos por todas partes y que no teníamos patria. En la URSS, en México, en Venezuela, en Francia, en Bélgica…Una verdadera diáspora. — Un desarraigo que ya se instala en la mente de Irina / Asunción definitivamente y no desaparece con el regreso a la madre patria que ya es un territorio extraño y hostil que no reconoce como propio. — Habían pasado demasiados años. Me marché de allí siendo una niña, ya no lo era. Tampoco yo conocía a los hombres y mujeres con los que me cruzaba. Las caras hoscas, las miradas bajas, la pobreza instalada en las gentes, en las casas…Todo me resultaba extraño.

 

Domina Empar Fernández tanto los diálogos como las someras descripciones de sus personajes. —Sabina me recordaba. Se había convertido en una mujer muy guapa de caderas anchas y pechos llamativos. Peinaba una melena castaña recogida por una cinta de espuma azul cielo y sus labios, de un rojo natural, me parecieron especialmente hermosos—e introduce la novelista una tierna historia de amor entre el correo de Irina, la bella rusa Oxana, y su destinatario, Santiago Cadavieco, hermosa y apasionada a pesar de la diferencia de edad. —Si se hubiera dejado llevar por los impulsos recibidos directamente desde su cerebro reptiliano hubiera procedido a besar los labios de aquella mujer y a palpar sus pechos sin pedir permiso ni conformidad. Evitó pensar en lo que hubiera hecho a continuación para no aumentar el apuro.

 

Lo negro irrumpe en la narración hacia su final. El pasado de Oxana, su relación con el mafioso Alexei  y el hijo que tiene de él, Nikolay, parecen inclinar la historia hacia el drama sórdido. —Un hombre alto y fornido, de unos cincuenta y muchos y con el cuello cubierto de tatuajes fumaba un pitillo apoyado en una farola mientras consultaba la pantalla de su móvil. La lluvia había amainado. Peinaba el pelo muy corto y tenía la barbilla afilada y los pómulos breves y altos, justo bajo las bolsas de sus ojos.

 

Irina no es solo una buena novela, es una pieza necesaria para completar ese rompecabezas emocional de nuestra guerra civil que todavía hoy nos pasa factura.  Hubo muchas más víctimas que las que cayeron en el campo de batalla o fueron enterradas en las cunetas. Empar Fernández les da voz en esta novela espléndida.

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