Ana Alvea y la catapulta de los sueños

La poesía no es un lujo, sino una necesidad. ¿Qué, si no la poesía, puede llevarnos a través de estos tiempos de populismo ferozmente prosaico? Necesitamos gritos de guerra. Necesitamos recordatorios de la dignidad humana. En Púrpura de cristal (Torremozas, 2017) Ana Isabel Alvea Sánchez (Sevilla, 1969) teje el mito de su propia existencia en un tapiz de compromiso, hila una suerte de mitopoética de la identidad corporal que explora el envejecimiento a través de ella y su madre, a quien se dirige en elegías emotivamente conciliatorias.

Su poesía confesional, sin embargo, trasciende lo confesionario. Al describir la intimidad, sus poemas se leen como la narración continua de un social desasosiego, como un calendario de dolor comunal. El poema “El lugar”, en la primera sección del libro (“Púrpura”) es el equivalente verbal de dividir el átomo: “Escribo con mayúscula en la arena: / HEMOS LLEGADO/ Por fin”. La identidad se multiplica exponencialmente a través de una reacción en cadena. Sin embargo, hay dolor en la raíz de esta saturnalia. En el poema da título a la sección, y, por ende, al libro, el término libera el malestar: el presente no es habitable: “Se extiende púrpura un fondo marino / bajo la bahía de nuestras manos”. Nuestra entidad física: un cuerpo o una habitación: la curiosidad que coexiste con el duelo.

En “Negros misiles”, del apartado “Cristales”, se habla de “un corazón atropellado en la negra autopista”, del “desconsuelo [que] se enreda en una tela negra y se tira por el puente”. Retrocede la voz con disgusto a lo que la edad le hace al cuerpo, hecho más complejo porque el cuerpo en cuestión pertenece a la madre de la poeta. De hecho, es la cuestión de cómo ser hija la que más consume a Ana Alvea en este volumen. Gran parte del discurso se emplea en idear estrategias de liberación del vínculo opresivo madre-hija. En “Radioterapia” la palabra no estabiliza el conjunto: es una oportunidad para dejarlo volar. Se evoca “un frente polar/ o el Valle de la Muerte” en la habitación donde todo termina. No hay anunciación posible. Todo es renuncia. No son los cuidados paliativos: es el tiempo, en su papel agonizante.

La composición “Monólogo”, en la última sección, “Después de ti”, nos muestra la instantánea de una obsesión: “Retumba/ el mismo dolor. /Inagotable/ su monólogo”. El aliado del espíritu en esta empresa de auto-liberación es, como siempre, la carne. Su gozo animal incontrolable, lo que disfrutamos con deleite libertino. La luz. La escritura. La composición “Vivir” enuncia lo mismo el declive que los poderes de la empatía. Como Diana Cazadora, la poeta de Hallarme yo en el mundo (Ediciones en Huida, Poesía, 2013) aparece en ella feliz, rodeada del bestiario de su propio ser, “el verano y su fogata frente al mar/ la catapulta de los sueños”.

Todo poeta forcejea con la relación entre la poesía y la acción, con la cuestión de la relevancia de la lírica en tiempos de crisis. Adrienne Rich escribe: “Un poema no puede liberarnos de la lucha por la existencia, pero puede descubrir deseos y apetitos enterrados bajo las emergencias acumuladas de la vida”. Este libro, porque ilumina lo que es vivir dentro de un cuerpo y sobrevivir a sus ultrajes, es útil. Ana Alvea ha elegido las palabras no para solazarse, sino para fortalecerse, en poemas que se sumergen en los depósitos de literatura para encontrar combustible con el que remontar el día, señales de que el bien existe, de que alguien está despierto y escucha.

 

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