«Jim y Andy»: Amargo elogio de la locura

Andy Kaufman fue, desde sus inicios, más un personaje que una persona real. Su muerte a los 35 años dejó por concretar una propuesta artística que, por esa terrible ausencia, se fue llenando de historias en torno a su vida y a su obra, ambas de culto, y que apenas permitían ver algo de su verdadera identidad tras tanta algarabía sobre sus radicales planteamientos como artista y como persona. En 1999, Milos Forman trató de forjar una biografía que pusiera cerco a tanta anécdota, apócrifa o no, y destiló «Man in the Moon», una obra tan extraña como hermosa, la cual, aunque incapaz de resistirse al influjo inaprensible del cómico, terminaba de un modo sorprendente que de nuevo devolvía a Kaufman al misterio que generalmente cobija a esos creadores que no caben dentro de un adjetivo que no sea uno acuñado especialmente para referirse a ellos. Jim Carrey fue el elegido para interpretar al actor. Y cual si fuera otro enigma más en torno a Kaufman, el rodaje adquirió una fama no menos desconcertante al conocerse que el comportamiento de Carrey había estado muy lejos de lo que se esperaba. Pero nada más trascendió. Sólo rumores sobre la obsesiva y probablemente muy destructiva relación entre un actor y un personaje real que siempre prefirió vivir en su propia ficción.
Ahora, casi 20 años después, Netflix estrena el documental «Andy y Jim», que contiene el material rodado por amigos del propio Carrey, muy consciente de que ese papel le ofrecía una oportunidad que ninguna otra obra le había proporcionado y quiso rodar lo vertiginoso y arriesgado de esa radical metamorfosis. Quizás esas más de 100 horas de vídeo hubieran derivado en una exégesis demasiado personalizada de Carrey. Pero con Spike Jonze en la producción y Chris Smith en la dirección (autor de un contundente documental titulado «Collapse»), el resultado roza lo magistral, y nos permite atisbar un territorio del que no se suele hablar con frecuencia.
Al menos no en voz alta.
Aquí no se muestra al actor que una vez que acaba el día de rodaje, deja a su personaje en el plató y regresa siendo quien siempre es, y al día siguiente retoma su papel justo donde lo había dejado sin ni siquiera despeinarse. Ni menos aún es eco de los estragos a los que se someten otros actores, sean del método o no, con tal de aportar realidad y altas dosis de verosimilitud a sus creaciones, engordando, adelgazando o pasándose dos días sin dormir sólo para parecer cansados de verdad. Carrey se transformó literalmente en Andy Kaufman (y lo que es aún más alucinante, en su alter ego, el temible Tony Clifton, soez hasta la nausea o la hilaridad). Día y noche. Exterior e interiormente. Fuera y dentro del set de rodaje. De un modo obsesivo y enfermizo, obligando a todo el mundo a participar en su farsa (impagable ese plano en el que Milos Forman le ruega a Andy, aunque intenta dirigirse a Carrey, un poco de clemencia porque él tiene que hacer SU película), rozando el cataclismo al que suelen verse abocados los histriones sin alma, cometiendo todo tipo de sinsentidos mientras ya hacía equilibrios en una cuerda floja. Más allá de que el resultado fuese incontestable para crítica y público, «Andy y Jim» es el escalofriante muestrario de lo que algunos actores pueden llegar a poner en juego cuando se despojan de la cordura y llegan a donde los demás ni siquiera se acercan.
Tanto Andy Kaufman como Jim Carrey (o el genial Robin Williams, el gran gurú de la disciplina) crecieron y se hicieron adictos a explorar la realidad utilizando como únicas herramientas el humor y la improvisación. De infancias solitarias, menos de patio y más de muchas horas de encierro en sus dormitorios, socialmente complicados, casi inadaptados, ambos fueron convergiendo en sendas carreras que eclosionaron finalmente en clubs para principiantes, excelso lugar de nacimiento de una raza de cómicos en las antípodas de lo común o conocido. Nada de monólogos calculados silaba a silaba, o números donde todo está previsto al milímetro. Y menos todavía algún catálogo de chistes o «gags» que pueden ser intercambiados sin problema al comprobar que no funcionan. Hicieron lo que muy pocos se atreven a hacer, puesto que el precio suele ser desorbitado en términos de fracaso: salir a un escenario sin tener la menor idea de lo que hacer o decir, ni una sola pista, y pese a ello, improvisar, y hablar, y actuar sin red de seguridad, en todo momento dinamitando sus propias esencias y buscando hacer añicos las expectativas de un público, por lo general, demasiado cautivo de las conveniencias de lo conocido. Era su único dogma: de dejar atrás todos los límites y arrojarse al vacío en busca de algo que no se parezca a nada que hayamos visto. Sin importar las veces que hiciesen el ridículo o que les mirasen con el desprecio propio de la incomprensión, al que quizás ya estuviesen acostumbrados.
La idea consiste en extraviarse en la locura.
En la locura total.
Y volver, relativamente a salvo (ninguno lo ha logrado), para contarlo.
Hay algo amargo en esta extraordinaria entrega que no siempre es recompensada o bien recibida. Amargo e imprescindible. Porque qué insulsos seríamos sin estos creadores que partiendo de su tristeza son capaces de entregar sus vidas en la tarea de diluir la tristeza de los demás. Y con sus añagazas y delirios, además de hacernos reír (que sigue siendo la mejor manera de reflexionar, por mucho que le pese a los sesudos), demostrar que, incluso pese la innegable tragedia que conlleva la existencia, vivir puede ser por momentos la más extraordinaria de las aventuras.
«Andy y Jim» era un testimonio necesario.
Y si en algún momento desconcierta o descoloca, es sólo por su incómoda honestidad.
Porque como dijo otro actor, Edmundo Kean, en su lecho de muerte: «Morir es fácil. Lo difícil es la comedia».
Y hay creadores que prefieren morir antes que renunciar a ella.

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