La exuberancia de la Florida

El mejor atuendo para andar por Miami Beach es el que lleva el viajero que visita por cuarta vez la ciudad más grande de Florida. Un traje de baño, que no se vea que es bien un traje de baño, una camiseta blanca, porque en las negras las manchas de sal del sudor son muy escandalosas, y unas sandalias. Aunque no se bañe, el agua turbia y casi blanca por el fondo de arena de coral se le antoja traicionera, habitada por feroces escualos, y él sería la víctima apetecible, por única, se moja. Se moja porque diluvia. Y lo va a hacer un montón de veces a lo largo del día para mantener esa exuberancia natural de una vegetación salvaje, de manglar, que crece en las dunas de la playa.

Colores. El mar es de azul pastel, verde esmeralda o simplemente blanco. Las plantas. Las hojas de las plantas, de todas, de un verde exuberante, son gruesas y pesadas como cartón, están hechas para resistir tormentas caribeñas, nada que ver con las frágiles e inanes del viejo continente. EL baile otoñal de las hojas cayendo de los árboles aquí no se produce, porque no hay otoño, porque pesan como piedras en el caso de caer y porque son todas perennes.

Miami es exuberante, por naturaleza. Las palmeras oceánicas crecen de simples cocos caídos y en su afán de alcanzar el cielo se retuercen a veces como interrogantes. Mientras camina por el paseo entarimado paralelo a la playa que cruza toda esa vegetación insólita que está  protegida y brota del arenal, se apoya en el tronco de un cocotero y lo encuentra tan duro y resistente como la columna de un templo griego. Vuelve a llover, esta vez diluvia, se moja con estoicismo, soporta la lluvia precisamente por ese traje de baño que, en cuanto se abre en el cielo una brecha de sol, se seca lo mismo que su cabello empapado.

Está dudando si alquilar una bicicleta, porque las distancias en Miami Beach son tan gigantescas como los cochazos o terrenos que tragan chorros de gasolina y cruzan las avenidas, y se detiene a leer las instrucciones de uso en castellano de las bicis municipales cuyos precios están a la altura del habitante medio de Miami, por las nubes. Diluvia a mares mientras lee las instrucciones cuando uno de esos coches se detiene, el conductor baja la ventanilla y emprende bajo La lluvia una conversación surrealista.

Hola, ¿cómo estamos?le dice en español con música italiana.
El viajero, teniendo que le pida alguna indicación le advierte: Acabo de llegar a Miami, no soy de aquí.
Vero, vero. ¿Tiene algo contra los italianos?
Por no tener no tiene ni contra los yanquis
Estoy ayudando a un amigo. No le quiero vender nada. Tome ese perfume.
La caja que le alarga marca el precio de 160 dólares. El viajero la suelta como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
No quiero venderladice quien ha empezado esa delirante conversación bajo la lluvia.
Pues si no quieres venderla no sé qué haces con ese caro perfume de marras, piensa el viajero.
No tengo dinero se excusa.
Pero ¿no tiene nada contra los italianos?
No.
Y arranca y se larga.
Negocio es la verdadera Biblia de este país. Los negocios los hace cualquiera y en cualquier sitio como ese italiano que a bordo de su coche recorre bajo la lluvia las calles de Miami Beach en busca de incautos.

El viajero avanza con sus sandalias y su cámara de fotos por la interminable Miami, evita, por cansancio, los ruidosos locales de Ocean Drive y cruza la ancha avenida, que conecta el gigantesco cayo de Miami Beach con Miami de tierra firme, y tropieza, sin buscarlo, con uno de los más emblemáticos edificios del art nouveau de la ciudad, colores pastel en su fachada y torreones kitsch mirando el cielo.

Recuerda un parque junto a la desembocadura del canal que comunica el puerto de Miami y mar abierto, y hacia él dirige sus pasos, alternando lluvia y sol, lluvia cada vez que un nubarrón negro se posa en su cabeza. Agradece la lluvia, que le refresca, y el aire cálido del secador, a continuación.

Cuando divisa el exuberante parque lleno de palmeras, curiosos helechos que crecen a ras de mar y un sinfín de aves tropicales que aturde con sus cantos, está desfondado y a punto de caer en la tentación de sentarse en la terraza del restaurante exclusivo Smith Wollisnky, un edificio elegante y acogedor de madera pintada de blanco que tiene una ubicación extraordinaria y ninguna competencia, pero los precios de la carta le disuaden y sigue camino hacia la punta del canal, y ese muelle de madera que se adentra en el mar y permite ver como las olas rompen contra la cercana escollera levantando muros de espuma o como un carguero enfila el canal hacia el puerto de Miami a una velocidad lentísima.

Debe comer ya que no ha desayunado en el hotel por dos razones básicas: no está incluido en el paquete y no es apetitoso el desayuno. Busca un lugar en donde comer fuera del exclusivo Smith Wollinsky. La búsqueda lo lleva a La Marina de Miami Beach, el puerto deportivo en el que se balancean una enorme variedad de lanchones lujosos. Ha soñado que allí había restaurantes de pescado. Se habrá confundido de ciudad. Pasa por debajo de uno de esos árboles frondosos de gigantescas raíces que rompen el asfalto y que luchan y vencen la parasitación de otras especies. Entre su frondosa copa y un nutrido de enormes aves negras ponen la banda sonora de una película ambientada en la jungla. Y eso es Miami Beach, el enorme cayo arenoso que preserva la ciudad de Miami, actúa como muro de contención: jungla al lado del asfalto.

En su paseo por la Marina de Miami se detiene a leer un cartel en el que alertan que por ese paraje anda suelto un acosador sexual que ha atacado a varias mujeres. A nuestro viajero le recuerdan los avisos que encontraba en Yellowstone en senderos cerrados porque hacía un año un oso había merendado un humano. Sigue y ve sangre en el asfalto, considerable, y asiste en directo a la actuación de los servicios de emergencia que recogen del suelo a un tipo que ha resbalado con su bici y se ha dado un cabezazo contra el suelo. Lo levantan los enfermeros del servicio de bomberos utilizando guantes de látex, según manda el protocolo, y todo queda en nada porque el tipo, aparte de tener un enorme chichón en la cara, responde y se puede mover.

Sin ver nada que se parezca a un restaurante sale al puente que une la isla se Miami Beach a la península pasa de nuevo por ese emblemático edificio noucentista de colores pastel y recala en un restaurante italiano que vio cuando se dirigía al parque. La cocina italiana es fiable y una pizza siempre entra máxime cuando se desmaya de hambre.

Quizá sea a causa de una alucinación provocada por el hambre, pero el italiano que regenta el local, seco para ser italiano, así es que a lo mejor es del norte, le recuerda, y mucho, al que en la mañana lluviosa no le quería vender ese frasco de perfume. Pide una pizza cuatro quesos, que le sirven al instante, una Coronas, que puede allí beber en la calle porque las leyes de Florida son más permisivas (un vecino se mesa habla por el móvil y paladea un Riesling) pero agradece más que la cerveza los tres vasos de agua con hielo, mucho hielo, que le sirven antes y durante la comida. Con el expreso minúsculo, e incluyendo una propina que ya es el 15% de la cuenta, le sale por 35 $, como el taxi del día anterior.

Sale el sol y llueve. Hora de hacer la siesta, piensa, mientras se moja, se seca, se moja y se seca. En el parque marino ha creído ver, mientras pasaba antes, unas camas ergonómicas de piedra ideales para echar una cabezada. Reza para que nadie tenga ganas de hacer la siesta con ese tiempo inestable. Sus rezos son oídos. Dos de las camas de piedra están libres y alrededor de ellas una chica rubia y atlética hace ejercicios gimnásticos con un entrenador personal que se parece a Matthew McConaughey. Se tumba y los observa. Han colocado sobre la hierba del parque unos conos de plástico amarillos en fila que les sirven como pauta de sus ejercicios. Los saltan, los saltan con las piernas juntas, hacen flexiones entre ellos, dan volteretas y todo eso le produce sueño a nuestro viajero que opta por tumbarse sobre la funda de su cámara como almohada y echar un sueño detrás de otro. Mientras, llueve. Pero esa fina lluvia no impide que uno siga durmiendo plácidamente y los atletas sigan sudando y quemando calorías.

Espera a la puesta de sol. Son cerca de las 18 horas y no debe de faltar mucho tiempo. Contempla como un enorme carguero enfila el canal y a toda marcha se dirige a mar abierto, cómo en sentido contrario entran lanchas de lujo fuera borda y veleros. Observa el vuelo zigzagueante de pequeñas gaviotas llevadas por el viento. Observa a un equipo de cine amateur que hace alguna toma. Luego vienen rangers del parque sobre sus bicis a cerrar el acceso al muelle. Y empieza a caer esa luz mágica sobre Miami y el viajero a disparar su cámara para captar esos efectos de luz hasta que está se va y reina la oscuridad.

Emprende a ciegas, la iluminación pública es prácticamente inexistente en Miami Beach, el camino de regreso al hotel. Se detiene un instante a captar de nuevo las luces de neón de Ocean Drive y cuando está a una calle de su hotel una rubia atlética y hermosa le coge del brazo, se enrolla con él, le enseña su moto aparcada y con gestos le dice que monte con ella. Se excusa diciendo que no entiende ni papa y la muchacha marcha. No sabe el viajero si a causa de su escaso dominio del inglés se acaba de perder una sesión de sexo memorable o se ha ahorrado de pagar una factura también memorable a una scort de lujo. Claro que también podría tratarse de una trampa para llevarlo a un apartamento insonorizado y descuartizado en la bañera con una motosierra. EL cine y su deformación profesional.

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