Rendición, de Ray Loriga

Ray Loriga (Madrid, 1967) ha escrito y dirigido las películas La pistola de mi hermano, Teresa y El cuerpo de Cristo y ha sido el guionista de Carne trémula de Pedro Almodóvar y de El séptimo día de Carlos Saura. Lo peor de todo, Caídos del cielo, Héroes, Tokio ya no nos quiere, Trífero, El hombre que inventó Manhattan, Ya solo habla de amor, El bebedor de lágrimas, Za Za, emperador de Ibiza son las novelas que preceden a Rendición, flamante premio Alfaguara 2017.

Una comarca  desolada por la destrucción. Una guerra que nadie sabe quién la ha declarado ni por qué. Ella y yo sabíamos que nuestros hijos serían soldados si la guerra se alargaba, y por eso veíamos a escondidas las noticias con la esperanza de un armisticio que nunca llegó. Unos personajes que siguen como autómatas las directrices de los que mueven los hilos sin pestañear y han ofrecido a sus hijos, una ausencia siempre presente en la novela, a una batalla que nos les atañe. Cada bomba en esta guerra abre un agujero que no vamos a ser capaces de rellenar. Un mundo sediento de agua, sometido a sequías, en el que la escasez del líquido elemento será fuente de negocio. Los dueños del agua, que son los que nos venden el agua en cisterna cuando hay sequía.

Los protagonistas de Rendición son una pareja sin nombre que suple la ausencia de sus hijos enviados al frente de guerra con un niño que llena ese vacío. Nos despertó el llanto de Julio. A veces llora como un bebé, cuando tiene pesadillas. No sabemos con qué sueña porque sigue callado, pero cuando se abraza contra ella se tranquiliza. Los niños y los animales se inquietan con los cambios, él intuye que nos vamos, ha visto su maleta, también ha visto los bidones de gasolina en el salón aunque no sé si sabe lo que tenemos que hacer con ellos. La pareja, que sigue disciplinadamente órdenes que no cuestiona,  abandona su hogar ―De quemar la casa me encargo yo, que no quiero por nada del mundo que ella se haga daño, lo haré según me ha dicho y utilizando los bidones de gasolina que me han dado. ― y es reubicada en una ciudad de cristal en la que él trabaja acarreando mierda inodora.

 

Ray Loriga construye una fábula sobre un mundo más posible cada vez, a la vuelta de la esquina, visible por cada uno de nosotros en cuanto abrimos el televisor y vemos imágenes absurdas de destrucción y odio lejanas hasta que, de pronto, se instalan en nuestro entorno. Ya no hay ladrones a los que azuzar con la escopeta, ni extranjero a quien colgar. Lo malo de las distopías, lo terrible de esas pesadillas siempre pesimistas sobre el futuro, lo contrario de las utopías, es que las primeras se cumplen mientras que las segundas nunca se alcanzan.

Estamos en el mundo de pesadilla que George Orwell previó en su 1984,  controlados absolutamente por el Gran Hermano, un gran ojo que nos escruta, lo sabe todo acerca de cada uno de nosotros  y nos ubica al instante, y eso, impensable años atrás, lo aceptamos de buen grado (Twitter, Facebook, WhatsApp). En la ciudad transparente casi todo tiene que empezar de nuevo. Vivimos en una ciudad de cristal en la que la privacidad ha desaparecido y en donde el pensamiento es dirigido por unos medios de comunicación que desinforman con un aluvión de información de la que es imposible deslindar lo cierto de lo falso. En la ciudad transparente de Rendición la ley se aplica con un rigor inflexible. Dos muertos que no conocía, dos más de los muchos que no llegaban a poner un pie bajo la cúpula de cristal, condenados sin duda por sus crímenes durante la guerra, por sus traiciones, por su apego a la vieja tierra o por su desconfianza hacia esta vida transparente.

A pesar de sus baches narrativos, de que su primera parte es mucho mejor que las sucesivas que componen esta novela, Ray Loriga construye un mundo de pesadilla muy real y plausible. Hemos llegado al mediodía sin aviones ni más ataques, pero hemos visto por las ventanas tierra quemada como para acabar con el mundo entero y tantos agujeros de bomba y tantas tumbas marcadas con fusiles clavados en el campo que podríamos jurar que ya nadie más que nosotros sigue vivo.

Habría que preguntarse por qué la literatura, y el cine, abrazan estos géneros; habría que analizar el porqué del auge  del universo zombi, por ejemplo, más allá de una moda rentable y si ese es el reflejo de un futuro inquietante que en muchos casos ya es presente rabioso. ¿No son zombis los refugiados que se arrastran entre ese laberinto de alambradas que impiden su paso por Europa después de un viaje terrorífico por África y cruzar un mar que es una fosa? ¿No eran zombis los judíos masacrados por los nazis que se movían por los campos de exterminio como fantasmas hasta que un tiro en la nuca los detenía para siempre o la chimenea de un horno los eliminaba?

Hay mucho de Franz Kafka,  George Orwell, aromas de La carretera de Cormac McCarthy, del mejor J. M. Coetzee, el sudafricano no el posterior que ha perdido todo su fuelle, en Rendición, buen título, que habla de una humanidad rendida y sumisa que ya no tiene capacidad alguna de reacción ni para alzar la cabeza un instante ante las atrocidades que se cometen a su alrededor. Rendición es una distopía amarga y desoladora sobre un futurible que vemos que se acerca. Hay refugiados que malviven sin casa décadas, que nacen y mueren en tiendas de campaña sin esperanza de tener otro hogar. Hay millones de reubicados en China, por ejemplo, por un régimen totalitario que los expulsa de donde nacieron para realizar obras faraónicas en las tierras de sus ancestros. El agua es uno de los mayores negocios de África, precisamente, que la tiene en cantidad pero insalubre y paga el agua potable a precio de oro a compañías como Coca-Cola o Pepsi-Cola.

Totalitarismo, refugiados, guerras que sufre la población de forma inexplicable, destrucción gratuita, necesidades vitales convertidas en fuente de especulación  es el trasfondo social de esta novela seca  habitada por personajes gélidos que parecen haber perdido la capacidad de sentir y razonar. La novela que ha ganado el premio Alfagura, al margen de valores literarios discutibles, de cierta morosidad narrativa que puede lastrar su lectura, es, sobre todo, necesaria, como lo ha sido la muy  cercana en el tiempo Madrid-Frontera de David Llorente.

El jurado del premio Alfaguara en su acta dijo de ella: Una historia kafkiana y orwelliana sobre la autoridad y la manipulación colectiva, una parábola de nuestras sociedades expuestas a la mirada y juicio de todos. A través de una voz humilde y reflexiva con inesperados golpes de humor, el autor construye una fábula luminosa sobre el destierro, la pérdida, la paternidad y los afectos. Julio me besó en la frente y se marchó. Le vi irse confiando y seguro de sí mismo, todo un hombre. Le vi caminar a través de las paredes transparentes, como antes vi irse a mis hijos verdaderos por el bosque camino de la guerra.

 

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