Billy Lynn, de Ang Lee

Apología del quiebro y el requiebro a cargo del taiwanés Ang Lee (Pintung, 1954), o cómo vender un mensaje ambiguo e ir desconcertando al espectador en todos y cada uno de los tramos de una película desconcertante en lo técnico (3D y altísima definición) como en lo ideológico (¿pre o post-Trump?)

El director de El banquete de boda es un tipo inteligente y versátil, un director eficaz al que nunca le falla el oficio. Lo ha demostrado a lo largo de una carrera trufada de éxitos en la que se ha enfrentado a un sinfín de géneros y ha salido casi siempre airoso de ellos. El costumbrismo taiwanés de su primera época de Comer, beber y amar; el drama romántico y victoriano de Sentido y sensibilidad, en el que se sintió inmensamente cómodo y por el que fue recompensado; la agria radiografía social de Tormenta de hielo, uno de sus mejores filmes; el western insustancial de Cabalga con el diablo, una película olvidable; el virtuosismo de Tigre y dragón, en plena eclosión del wusia;   Hulck, un cómic sobre superhéroes; Brokevack Mountain, el film sobre amores homosexuales entre vaqueros;  el film romántico de espionaje en tiempos de guerra de la notable Deseo  y peligro; y la fábula naif La vida de Pi retratan a un director seducido por los desafíos genéricos y la tecnología.

Billy Lynn, drama sobre soldados que combaten en la invasión de Irak (la guerra fue un paseo; la postguerra una pesadilla que todavía dura) es un film desconcertante que uno no sabe  si encuadrarlo como apología del militarismo norteamericano o crítica a la estupidez de un país con rasgos infantiloides. Quizá Billy Lynn, cuyo subtítulo es inquietante, Honor  y sentimiento, la haya rodado el taiwanés cogido por el pescuezo por los estudios que no querían un film demasiado crítico, y eso explicaría  ese final conformista y adocenado.

Billy Lynn (Joe Alwyn), el protagonista, es un soldado de 19 años virgen en el sentido más amplio de la palabra (sexual y militarmente), que se convierte en improvisado héroe cuando un cámara de televisión recoge su gesta por salvar al sargento de su pelotón Shroon (Vin Diesel), un musculoso militar budista que anda filosofando antes de entrar en combate, en una misión en Irak. El escuadrón Bravo, del que forma parte el joven soldado, el sargento fallecido, el sargento Dime (Garrett Hedlund), el afroamericano Lodis (Bruan Bradley), el hispano Holliday (Ismael Cruz Córdova), el asiático Foo (Mason Lee, el hijo del realizador),  en representación del país multiétnico que es Estados Unidos, y otros colegas, recibe un permiso especial para explicar en platós y otros foros—rasgos de humor en esa rueda de prensa en lo que todos dicen exactamente lo contrario de lo que piensan porque se pliegan a lo que quieren oír los periodistas— su gesta en un intento de que esa guerra impopular y nefasta suba algunos enteros en la popularidad del pueblo americano.

Si en los primeros minutos el espectador tiene la sensación de hallarse ante un panfleto militarista made in USA rodado para que se produzcan alistamientos masivos al cuerpo de marines—los jóvenes soldados son recibidos en olor de multitudes allá adónde vayan; viven una especie de cuento de hadas irreal agasajados por todo el mundo y recorren las calles en limusina; la gente se les acerca como si fueran astros de la pantalla para solicitar sus autógrafos— porque son los soldados del imperio—en Europa ese entusiasmo por los uniformes, de momento, ni lo compartimos ni lo comprendemos—y el pueblo patriotero agradece su sacrificio—nos están librando de los terroristas que nosotros mismos fabricamos; de Saddan Hussein que no derribó las Torres Gemelas y era un muro contra el yihadismo; de las armas de destrucción masiva que jamás se encontraron—, adquiere tintes de denuncia pura y dura cuando los militares se dan cuenta de que son meras piezas del show business—la actuación en el estadio, tras el partido de futbol americano, de los aguerridos soldados en traje de campaña, como teloneros de las contorsiones de Beyoncé—y de que ni siquiera se les toma en consideración—el empresario deportivo Norm Oglesby,  encarnado por un Steve Martin inexpresivo por exceso de botox, quiere llevar su gesta al cine pero les ofrece una miseria por ello, así es que no san valiosos como creían—. Para que asiente más los pies en la tierra el protagonista,  la supuestamente embobada cheerleader Faison (Makenzie Leigh), con la que cree ligar el bisoño Billy Lynn—un amor testosterónico a primera vista y al primer roce tras unas cortinas—no es otra cosa que una ensoñación más, como esa hortera limusina Hummer (la marca de los blindados artillados de Irak) que los pasea, porque la simpática y cariñosa animadora besa al Billy Lynn héroe, el que vuelve al frente a jugarse el físico, y sólo al héroe (en cuanto él le plantea licenciarse para vivir esa falsa historia de amor, ella se retira, no le interesa el ser humano sino el falso mito).

Cuando parece que Ang Lee ha ganado el pulso a los estudios, ha criticado a la sociedad norteamericana, aquejada por el síndrome de Peter Pan, niños peligrosos que se niegan a madurar y se tragan todo lo que les dicen, hasta lo más inverosímil, se produce el quiebro final, y los chicos soldado, tras ese recreo que les debiera haber abierto los ojos sobre lo estúpidos que son por jugarse el físico por intereses ajenos y no por ideales nacionales, en el caso de que valga la pena jugárselos por ellos, vuelven mansamente al redil, es decir a Irak, al matadero, incapaces de sublevarse y cambiar su destino.

Es más fácil ser un héroe allí que aquí, le dice al soldado Lynn su hermana antibelicista Kathryn (Kristen Stewart), una de las frases para el recuerdo de esa película, cuando no consigue convencerle para que pida la licencia y se ponga en manos de un psicólogo que cura shocks postraumáticos. Pero los chicos marchan marcialmente, predestinados a ser héroes y a ser devueltos en ataúdes de plomo, con un claro comportamiento gregario.    

Buen pulso cinematográfico, eso sí, el del taiwanés, a la hora de confeccionar escenas potentes; escenas bélicas de cierto impacto—a Billy Lynn le repugna que le pregunten siempre sobre lo mismo, porque no se siente en absoluto orgulloso de ello: cómo mató al insurgente que quería acabar con la vida de su sargento, y esa es una escena sucia y recurrente que le viene in mente, junto a ese allanamiento de vivienda de una familia iraquí en la que se siente traspasado por las mirada de un niño—; y una secuencia catártica, la del show en el estadio, que parece clonado—la liturgia y la coreografía es similar—del de las conejitas de Playboy de Apocalipse now.

La película de Ang Lee podría subtitularse la estupidez norteamericana; una estupidez que da miedo, porque contando chistes, desdramatizando el sufrimiento y el dolor ajeno hasta reconvertirlo en parte del show business, pueden acabar con medio planeta, y precisamente a Irak remite la película del taiwanés afincado en Estados Unidos, la madre de nuestras presentes desdichas.

 

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