Lejos del mar, de Imanol Uribe

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Imanol Uribe (San Salvador, 1950) vuelve a la temática etarra, que ya abordó en algunos de sus anteriores trabajos como La muerte de Mikel, La fuga de Segovia y, sobre todo, Días contados, sin duda su mejor película y uno de los thrillers más impactantes del cine español, pero Lejos del mar, la última película del director vasco que fue proyectada fuera de competición en el pasado festival de San Sebastián, está muy alejada de esa trayectoria impecable que  hizo de él uno de los directores más potentes del cine español.

 

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La expiación de la culpa y el perdón están en el núcleo del film, pero el problema es que las situaciones, por rocambolescas, no son creíbles, y la película naufraga a poco de saberse quien es realmente ese tipo que llega a un pueblo andaluz, Santi (Eduard Fernández), para establecerse en una solitaria casita de pescadores del Cabo de Gata: un etarra que ha cumplido condena. Lo que ocurre a continuación algo tiene que ver con el síndrome de Estocolmo, pero más con algún tipo de patología sexual de la protagonista femenina, la doctora Marina (Elena Anaya), cuya relación con el extarra carece de toda verosimilitud. Falla el dibujo de los personajes; falla la tensión dramática; y alguna de sus secuencias (la del marido cornudo con la escopeta de caza) produce vergüenza ajena.

 

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No es una buena película, y podría haber sido por el tema tratado que Luis Marías abordó con mejor fortuna en Fuego, por ejemplo, con un policía que quiere saldar cuentas con una etarra. Los dos protagonistas de Lejos del mar, Elena Anaya y Eduard Fernández, aparecen completamente desubicados y fuera de juego tratando de hacer creíbles unos personajes que nadie se cree y son pura fachada. Y, además, para colmo, no hay buen feeling entre ellos, lo que es muy grave en una película en donde el sexo es medular, y eso lo nota el espectador.

 

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¿Es posible una relación sexual apasionada entre víctima y victimario? Evidentemente sí. El problema es cómo hacerlo creíble, y en la película de Imanol Uribe, que chirría muchas veces y provoca sonrisas no buscadas, lo único creíble es el previsible final aplazado. Los protagonistas son dos muertos vivientes.

 

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