Amanecer en Trebisonda

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Por Antonio Costa

       Nos gustaba pensar en pasar por Trebisonda. Te dije todo lo que sugería Trebisonda, incluso la mencionaba el Quijote, allí habían desembarcado los Argonautas, allí había embarcado de regreso Marco Polo, por allí habían pasado los Diez Mil de Jenofonte, allí había estado el Reino de Trebisonda, el último reino bizantino después de la caída de Constantinopla, que su reina Teodora de Trebisonda fue pintada por Pisanello y por Paolo Ucello , incluso habían querido recuperar ese reino los griegos después de la primera guerra mundial. Conseguí en la biblioteca de Carabanchel el libro de Rose Macaulay “Las torres de Trebisonda”, lleno de humor pero también de melancolía, la joven que viaja con su tía y un camello y un predicador, que se pregunta por las antiguas resonancias de Trebisonda, que se muestra sarcástica y tiene un amor secreto y se burla de los puritanismos religiosos del predicador. Pensé en cambiar Trebisonda por Amasia, para no hacer una etapa tan larga desde Estambul, y además Amasia parecía una ciudad mágica, y allí había estado la capital de los Partos, y estaban en la montaña las tumbas de Mitrídates y sus sucesores, y la ciudad parecía surrealista reflejada en el agua en medio de una garganta, y se nos había la boca agua imaginando nuestra estancia allí por la noche. Y yo intentaba encontrar evocaciones literarias, pero encontré muy pocas, tan solo que allí se situaba una historia de amor alucinante que Abbas Kiarostami puso en una película. También volvía a mi idea de los trenes y pensaba en ir en tren cuarenta horas de Estambul hasta Kerch, en las montañas más inaccesibles de Turquía, donde había una antigua fortaleza, o parar en Erzurun, una ciudad muy adusta en las montañas, con una base militar, donde descansaríamos de los calores de Anatolia mirando grandezas de nieve.

     Pero finalmente nos quedamos con Trebisonda porque estaba llena de resonancias míticas, había mucho sabor en esa palabra, incluso había encontrado titulos de novelas sobre ella que me sonaban geniales , como “Trebisonda antes del olvido”, “Antaram de Trebisonda” etc. Y buscando alojamiento por internet encontré la iglesia católica de Santa María, y que allí aceptaban huéspedes por unos días por lo que uno quisiera pagar, y que incluso un japonés se había quedado meses sin pagar nada, y ya nos veíamos refugiados allí por unas horas, hablando en el jardín con otros viajeros, o leyendo en silencio mientras descansábamos para llegar a Batumi. Llegó a contestarme la encargada de la iglesia y me dijo que aceptaba que nos quedaramos los dos, y aquello nos entusiasmó , empezamos a decir que teníamos un refugio en un monasterio en Turquía, y que podíamos contárselo a la gente, como si fuéramos vagabundos espirituales, peregrinos de alguna clase de peregrinación personal.

       Hablábamos intensamente muchas noches, señalábamos detalles, planeábamos variantes , hacíamos descubrimientos, estaríamos en Trebisonda, yo me leí la “Anábasis” de Jenofonte y la citaba, los griegos sintieron euforia cuando por fin vieron el mar Negro en Trebisonda después de un viaje infinito desde Persia, se encontraron un poco como en casa, había un templo de Santa Sofía, estaba la mansión de Mustafa Kemal en lo alto con sus colecciones arqueológicas, estaba el monasterio de Sumela colgado sobre los acantilados a pocos kilómetros.

     Pero todo se anuló en Estambul, ibamos directamente a Tiflis. En la estación de autobuses caótica muchos conductores daban vueltas y subían equipajes, la gente se despedía en el último segundo, unos tipos se tocaban con las sienes y supuse que ese era el saludo armenio en lugar de besarse, aquel autobús tenía un montón de gente que lo atendía, no sabía bien la función de cada uno, también había una chica que nos daba té y agua de vez en cuando y una especie de chocolatinas y nos sonreía, el autobús tuvo un montón de problemas, se paró en sitios solitarios, hubo que ducharlo con frecuencia, abrirle las tripas y hacerle operaciones, muchas veces creimos que nos dejaría tirados, fue un milagro que nos llevara al destino, al pasar a la parte asiática se subió una rusa que no paraba de vociferar por el móvil durante horas, era como si un insecto nos chillara en los oídos, varias veces le protestaron pero no hacía caso, siempre tenía extraños problemas que tú y yo no comprendíamos, discutía con los empleados, entraba y salía, hacía aspavientos, había un jovencito georgiano que solo sabía tres palabras en inglés, que ayudaba a todo el mundo y prestaba su móvil y se prestó a buscar agua para el coche al lado de un prado y siempre estaba alegre y nunca se desanimaba.

     Me acuerdo de cuando ibamos de noche a medias despiertos bordeando el Mar Negro, era alucinante como nos íbamos desplazando por la costa de Turquía, aunque al principio creí que el mar no llegaba nunca, y mirábamos la inmensidad y el oleaje y playas inmensas y pueblos que se reflejaban en el agua y lejanías, el autobús entró en Trebisonda un poco y el conductor se bajó para comprar una hogaza de pan, y te dije: “ESTO ES TREBISONDA, AL FINAL SÍ HEMOS ESTADO EN TREBISONDA”, y una cúpula a lo lejos me pareció que era Santa Sofía y luego bordeamos un derrumbe de la ciudad y entramos en una zona de acantilados impresionantes que nos iban acercando a Georgia, pasábamos cantidad de túneles, las montañas nos arrinconaban junto al mar.

 

 

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