Chopin en el Madrid de los Austrias

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Texto: Antonio Costa Gómez
Fotos: Consuelo de Arco

 

    Un día estaba en el jardín del príncipe  Anglona,  al final de la Plaza de la Paja. Era un jardín casi secreto que estaba cerrado con un recinto, la gente casi no sospechaba que estaba allí. Había tomado la costumbre de ir de vez en cuando y  quedarme un buen rato a solas. Aunque también iban otras personas que también querían estar solas, y apenas nos mirábamos y nos dejábamos estar unos a otros. Era un jardín cerrado con una plataforma en una esquina que sujetaba una semiesfera oriental , y una fuente sin agua  en medio , y diversas especies de árboles exóticos  por aquí y allá, y unos bancos de madera  al fondo, y unas escaleras que llevaban a un palacio  todavía más secreto. Aquello parecía un refugio contra todas las distracciones,  encima de uno caían el aire y el cielo. El palacio fue del príncipe de Anglona, en el siglo XIX. Pero el jardín actual se lo encargó el marqués de la romana al pintor y paisajista Javier Whinthuysen.

      Whinthuyssen nació en Sevilla y fue muy amigo de Juan Ramón Jiménez. En París conoció a los postimpresionistas que interiorizaron el impresionismo. En Madrid se hizo muy amigo de Sorolla y de Antonio Machado. Como pintor coincidió un poco con el simbolismo sensual de Santiago Rusiñol y sus esplendores solitarios . Como diseñador de jardines arregló el parador de Ciudad Rodrigo, la finca San Segundo en Ávila (que ahora es el alojamiento alucinante Villa Whinthuyssen),  el jardín de Monforte en Valencia. Sus obras  son exquisitas como los primeros libros de Juan Ramón. Tienen el romanticismo silencioso de Chopin o el simbolismo misterioso de Bécquer. Son para ver de noche o convierten lo que uno ve en noche.

     Y también se le daban bien las palabras. En  “Memorias de un señorito sevillano”  expresa su devoción por el silencio y la noche: “¡Qué horror de charlas¡ Lo que a mí me gusta oír es El  Silencio, el divino silencio de los campos, la música callada, la soledad sonora, que dijo el místico”.  En un pasaje cuenta como le gustaba remar solo en el Guadalquivir en las noches de luna llena: “En tal época remontaba el río una especie de peces  que saltaban de las aguas y al volver a caer en las tersas aguas formaban en ellas círculos de plata, cuyas vibraciones se ensanchaban gradualmente hasta borrarse , algo así como una callada música inefable” ¿No es como el escuchar en la noche de Chopin?

       Yo estaba en el jardín descansando de todo. Y entonces ocurrió de golpe. La fiebre casi se deshizo, se convirtió en un toque levísimo, algo que acariciaba la piel, que lo adelgazaba todo, todo se hacía muy ligero como unas notas de Chopin. Era de día pero aquello parecía la noche, tenía la misma libertad y soltura que la noche,  la misma desconexión, la misma atención al instante. Estaba el Sol pero era como si tuviéramos estrellas encima, y estaba ese silencio tan espectral en el que parecía que iban a levantarse todas las voces ya pasadas. Pero todo era tan ligero y sin peso,  incluso los recuerdos que uno tenía. Veía a lo  lejos las cúpulas de la iglesia de san Andrés y apenas me tocaban. Todo se había vuelto de una materia finísima, como si la ciudad entera se hubiese puesto desnuda y me hiciese una caricia. Nada me acusaba de nada, no había ninguna inquietud y era como si las casas acercaran una boca hacia mí. De repente se habían roto todas las obturaciones, todo lo que me impedía apreciar las cosas se había apartado y la ciudad era como la risa de un niño.

      Fui a una esquina y vi una reunión de árboles amigos que tenían sus nombres delante, entre ellos el pruno que tanto me alucina desde niño. Vi una pérgola  sobre un pavimento de piedrecitas cruzadas. Vi un cenador  de hierro que llevaba a un farol en la esquina del palacio.  Miré la fuente con una columna salomónica y unas piedras zen repartidas en su hueco. Miré hacia lo alto y vi una teoría fantasiosa de torres y tejados, con las cúpulas de San Francisco, de la Almudena a lo lejos, de sabe Dios qué fantasías calladas. Todo se hacía silencioso y se adelgazaba como una imagen, se ponía de puntillas par mirarme. Era un secreto a voces pero todos los que lo sabíamos adquiríamos el encanto de un secreto. Y pese a lo que dijera Max Webber el mundo todavía conservaba su encanto. Se podría instalar un piano en el pabellón circular y entonces el mismo Chopin vendría a interpretar el Nocturno número 9.

     Y yo estaba allí en contacto con todo  y todo era  lo más sencillo  y no había nada más que decir. Me extrañaba que le hubiera puesto tantas dificultades a todo. Solo había que afinar la percepción, saber escuchar, apreciar aquel toque tan sutil de las cosas . Como si todo se volviera angélico, presente, cercano. Noté la brisa moviéndose entre los árboles y una especie de alivio gracioso. Y me llegaron algunas palabras muy lejanas,  las notas de Chopin cuando yo tenía ocho años, el crujido de los armarios en la casa de mi abuela.

 

 

 

 

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