Querido Diego, te abraza Quiela

Por Francisco Arbós

Querido Diego- te abraza Quiela«En el estudio todo ha quedado igual, querido Diego, tus pinceles se yerguen en el vaso, muy limpios, como a ti te gusta. Atesoro hasta el más mínimo papel en que has trazado una línea. En la mañana, como si estuvieras presente, me siento a preparar ilustraciones para Floreal. He abandonado las formas geométricas y me encuentro bien haciendo paisajes un tanto dolientes y grises, borrosos y solitarios. Siento que también yo podría borrarme con facilidad.»

Hace algo menos de un mes leí en el Diario de Sevilla un interesante artículo de Pablo Bujalance sobre Querido Diego, te abraza Quiela, una novelita epistolar escrita en 1978 por Elena Poniatowska, Premio Cervantes 2013, que acaba de recuperar la incombustible editorial Impedimenta. “Es una obra sobre el amor, pero no sobre el amor que es ciego, sino sobre el que ciega: el más funesto, el más terrible y, tal vez, el más humano”, dice para poner punto final a su reseña. La verdad, dudo que pueda definirse el libro de mejor manera. Tras leerlo de un tirón –no llega a las cien páginas– lo primero que sentí fue una extraña mezcla de compasión y rabia hacia quien escribe esas cartas tan desconsoladas. Porque, como dice Bujalance, se trata de una mujer a quien el amor ha cegado hasta convertirla, por omisión, en un grotesco amasijo de inseguridades y sentimientos inútiles, en un retrato deformado e incoloro de lo que en algún momento debió de ser una mujer con una  personalidad propia. Expliquémonos.

La mujer en cuestión es nada más y nada menos que Angelina Beloff, la pintora rusa que mantuviera una relación de casi diez años con Diego Rivera a principios del siglo XX, durante aquello que suele denominarse como su época de transición hacia la madurez artística. De hecho, Beloff fue su primera esposa e incluso llegó a concebir un hijo suyo, muerto al poco de nacer como consecuencia de una meningitis: eran duros los inviernos en el París de entreguerras, y más si vivías al céntimo en una casa sin calefacción y con un botiquín más que precario.

El texto con que iniciamos este artículo es el de la primera carta que le envía Beloff a Rivera un mes después de que éste haya regresado a México para buscar mejor fortuna. Es entonces cuando Quiela, que es como a Rivera le gustaba llamarla, inicia una salvaje correspondencia transoceánica –que de correspondencia tenía  muy poco– con la esperanza de mantener vivo un matrimonio que, a la luz de cualquiera, estaba ya finiquitado. Día sí, día también, Quiela escribe a ese marido fantasma para declararle repetidamente su amor incondicional y hacerle partícipe de sus progresos artísticos, incluso para pedirle su aprobación. Y semana tras semana espera una contestación que nunca acaba de llegar, mientras su cuerpo va marchitándose como consecuencia de ese silencio injustificado y devastador. tenemos pues a un hombre a quien solo parecen importarle sus pinceles, su trementina y su paleta de colores, y una mujer cuya personalidad ha quedado diluida en esa relación enfermiza. Porque incluso cuando esta mujer abandonada adquiere una visión más honesta de sí misma, la utiliza a modo de chantaje.  «Diego no es un niño grande, Diego solo es un hombre que no escribe porque no me quiere y me ha olvidado por completo», afirma.

La primera publicación de esta novela corta, en 1978, provocó una agria polémica en México. Los defensores de la intocable causa mexicana acusaron a Poniatowska de mancillar gratuitamente la imagen de uno de sus mayores iconos contemporáneos –hoy en día no cuesta tanto ver a Rivera como un tipo ególatra, salvaje, brutal–. A las integrantes del movimiento feminista no les gustó esa estampa de mujer grotescamente dependiente. Sin embargo, a nuestro entender, Poniatowska tuvo la delicadeza de no exponer su interpretación del asunto de una manera tan explícita. Al contrario, sabe matizar a su protagonista con todo lo bueno y malo que poseía. Sabe compadecerse de Quiela –no era para menos– sin restarle un ápice de responsabilidad en su propia desgracia, y repartir a partes iguales la culpa de esa muerte prematura, la del niño que pudo llevar el apellido de uno de los mayores genios de la pintura latinoamericana.

Es entonces cuando nos hacemos la gran pregunta: ¿era el amor de ella tan cegador, o sencillamente una manera inconsciente de sacudirse la culpa? Querido Diego, te abraza Quiela es una de esas lecturas deliciosas que, además, se prestan al debate.

 

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