En Minas Gerais nos llaman los profetas

Texto:  Antonio Costa
Fotos: Consuelo de Arco

 

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Cuántos tesoros se escondían en Minas Gerais, Brasil.

En Ouro Preto nos alojábamos en el Pouso do Chico Rei. Se llamaba así por un rey africano al que llevaron como esclavo en el siglo XVIII y acabó consiguiendo su libertad. Parecía que uno estaba en un palacio fantástico de otra época en mitad de la montaña. En la habitación que ocupábamos había estado Pablo Neruda, escondido con una novia. Pensábamos que allí había hecho el amor Neruda, que teníamos que esmerarnos. En la pared había uno de sus poemas. En otra habitación había dormido Vinicius de Morais. Por las noches abríamos el portalón con una llave enorme de hierro y caminábamos por las estancias silenciosas con suelo de madera y parecía que éramos fantasmas entrañables. Desayunábamos con mantequilla del campo y con pan de los hornos de montaña. De madrugada me tiraba en un sofá principesco y me ponía ver películas de Jacques Tati.

Bajábamos por las calles que descendían en escaleras por las montañas y se derramaban en laberintos hasta la estación de tren y el río Funil. En la parte baja estaban las calles más históricas con casas de azulejos y ventanas tapadas por visillos. A medio camino había una fuente enorme llena de figuras y dibujos que convertían el beber en arte. Me recordaban las fuentes de la Alfama en Lisboa y para ella fueron el primer atisbo de Lisboa. Fuente en portugués se llama chafarís y nos gustaba esa palabra y desde entonces a todas las fuentes en todas partes  les llamamos chafarís.

En la plaza Tiradentes estaba san Francisco con su barroco americano que se deshace en alturas y curvas. Los óculos, las altas columnas, los entablamentos curvos se abrían en entusiasmos y humedades. Era el barroco lanzado al cosmos, que pierde las solemnidades de la metrópoli. Pero que conserva esa saudade y ese lirismo de Portugal. El Pelouriño o columna central latía en mitad de la plaza como en las ciudades portuguesas.

Entrábamos en las tiendas y mirábamos piedras de todos los colores, de imaginaciones locas, de brillos raros, que salían de todos los montes. Minas Gerais estaba repleta de minerales y tesoros ocultos. Era famosa por eso y la tierra daba entrañas alucinantes. Nos compramos unas piedras locas que no sé donde acabaron.

Nos metíamos en un cine extraño, yo tenía que ir al cine en todos los lugares del mundo. Aquel estaba en un edificio antiguo y un poco lírico que había sido otra cosa, había un porche donde uno esperaba como si lloviese. Dentro ponían cualquier película, pero la historia estaba también en los bancos desiguales, en los niños que jugaban, en el hecho de esperar por cualquier historia rara. Me parece que vimos una película fantástica llena de dragones y de cuevas.

Fuimos al cementerio que también tenía sus coqueterías y encontramos de casualidad la tumba de Bernardo Guimaraes, el autor de la novela romántica “Esclava Isaura”. Habían hecho una telenovela basada en esa obra y se vio en medio mundo. Ella se puso entusiasmada por encontrar allí una referencia a aquella mujer de película. Nos quedamos alucinados por aquella coincidencia.

La ciudad se desplegaba sobre escaleras y riachuelos, haciendo curvas extrañas, dando sorpresas a cada momento, mostrando casas con escudos, cafeterías con vistas oníricas detrás de los cristales, precipicios y espesuras extrañas. Se volvía sobre sí misma, se escondía, coqueteaba, hacía fiestas secretas.

En un pub de la parte alta poníamos por la noche a Leonard Cohen. Yo he querido escuchar a Leonard Cohen en locales de medio mundo y ver como se desgarran los sentimientos en las paredes rotas de todas partes. Y había otros locales increíbles para escuchar música, uno con una galería en medio de la espesura con vistas a un río,  otros en las calles bajas, otros escondidos en calles laterales. Allí uno se sentía como si ser humano fuera lo más fantástico e inagotable del universo. Uno daba vueltas y se perdía y sabía que encerraba cien mil cosas.

Una vez comimos en la taberna  Chafariz que parecía un museo. Nos servían en porcelanas lujosas y bebíamos en copas de color esmeralda hechas con no sé qué piedras. Mientras comíamos platos saudosos nos reflejábamos en espejos enormes y parecíamos personajes de otra época. Comer se volvía fantástico y literario en mitad de muebles de ébano, de antiguas joyas, de otomanas escarlatas.

Fuimos a Mariana, que estaba muy cerca, y escuchamos en la iglesia un concierto del viejo órgano rococó traído de Europa en el año 1701. Nos sentamos en una sala intimista y nos convertimos en seres de música durante minutos larguísimos. Uno veía que la música y la arquitectura europea se podían llevar a todas partes, como Fitzcarraldo en la película de Werner Herzog  llevó un teatro de ópera al Amazonas, y  suenan de un modo inalcanzable en aquellas latitudes ardientes.

Cogimos el tren que lleva de San Joao a Tiradentes con una locomotora Winston a veinte por hora. Estábamos en la estación esperando unos cuantos como si perteneciésemos a una viñeta encantada.  Parecíamos personajes de Henry  James o del “Retrato de una dama” de Jane Campion. Nos subíamos a los vagones forrados de terciopelo y nos volvíamos más íntimos y  el paisaje se asomaba susurrante a nuestras ventanas con cortinas y los minutos se convertían en cuentos.

Pero lo más asombroso eran los profetas del Aleijadiño  en Congoñas do Campo. El Aleijadiño (el Tullido) , Antonio Francisco Lisboa,  fue un genio de la escultura del siglo XVIII que se quedó sin dedos a causa de la lepra. Tenía que sujetar las herramientas a los muñones y a pesar de eso  tenía una delicadeza increíble con sus manos, arrancaba las expresiones más sutiles, los más peregrinos grados de la melancolía, los tonemas más escondidos de la saudade. Lo han comparado con Miguel Angel, con los más grandes. Sus obras se pueden apreciar en todo el estado de Minas Gerais.  Pero la culminación es el conjunto de Doce Profetas en la escalinata de acceso a la iglesia del Buen Jesús en  Congoñas. Están todos, cada uno con su personalidad, con su estado de ánimo, con su visión especial. Isaías parece apesadumbrado y comprensivo.  Oseas nos avisa con elegancia.  Jonás parece clamar a lo alto desde su ballena. Todos llamándonos a la visión, a salir de nuestro marasmo, a que nos enteremos de que estamos vivos sobre la Tierra. Todos queriendo sacudirnos de verdad, enseñarnos que existe el tiempo,   hacer un Apocalipsis con nosotros. Cada uno de ellos con su desgarramiento, con su agonía, con su proximidad exasperada, llamándonos, arrancándonos del despiste como quería Heidegger, arrebatándonos a lo divino en la Tierra.

Es una de las obras cumbres que pueden verse sobre el planeta Tierra. Yo  estudiaba esos profetas en Historia del Arte y me quedaba obsesionado contemplándolos durante horas. Y muchas veces me decía que yo tenía que estar junto a ellos en carne y hueso, que pisaría aquellas losas algún día . Y entonces me vi de verdad allí, concretamente a su lado, tocándolos, como si estuviera en mitad de la  película “Antonio das Mortes” de Glauber Rocha y ellos me hablaran místicamente con sangre en mitad de las montañas arrebatadas.

Todos deberían ir allí alguna vez, a escuchar a aquellos profetas que intentan decirnos que estamos vivos, que viven encarnizadamente para nosotros, con toda su humanidad, con toda su exaltación.

 

 

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