¿Qué significa jugar? Deporte, actitud laboral y actitud lúdica

Por Juan Cruz Cruz

Pieter Brueghel (1525– 1569) ”Juego de niños”. El pin­tor des­cribe con gran sen­si­bi­li­dad y humor los diver­sos jue­gos que en el siglo XVI gus­ta­ban entre las fami­lias cam­pe­si­nas: la payana, los aros, el caba­llito, la piñata, las car­tas, las escon­di­das, mar­tín pes­ca­dor, el tejo; y muchos más.

 

Estructura feno­me­no­ló­gica del deporte

No es raro encon­trarse aún en nues­tros días con la opi­nión de que el deporte es bási­ca­mente un cul­tivo pro­gre­sivo de la acti­vi­dad mus­cu­lar. Quizá esta opi­nión ha sido avi­vada tam­bién por las fre­cuentes lla­ma­das que los ciu­da­da­nos sien­ten desde orga­nis­mos ofi­ciales a la prác­tica del deporte, lla­ma­das que la mayo­ría de las veces van acom­pa­ña­das con la ima­gen de un atleta en pleno esfuerzo mus­cu­lar. Para des­ha­cer esta opi­nión baste recor­dar que hay de­portes que ape­nas requie­ren acti­vi­dad mus­cu­lar y que muchas ac­tividades físi­cas no entran en el ámbito del deporte.

Importa, pues, esta­ble­cer en su sig­ni­fi­cado estricto la estruc­tura feno­me­no­ló­gica del deporte. Esta engloba dos gru­pos bási­cos de notas: el pri­mero está for­mado por las notas que afec­tan al con­tenido del deporte; el segundo lo inte­gran las notas pro­pias del sen­tido del mismo. O sea, en la estruc­tura feno­me­no­ló­gica del deporte —en su defi­ni­ción— es nece­sa­rio que apa­rez­can un con­te­nido y un sentido.

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El con­te­nido del deporte: com­pe­ti­ción y reglamentación

Por lo que atañe al con­te­nido, es impres­cin­di­ble obser­var que no hay deporte sin com­pe­ti­ción y sin regla­men­ta­ción. Ambas notas, com­pe­ti­ción y regla­men­ta­ción, con­fi­gu­ran el con­te­nido del deporte.

Sin com­pe­ti­ción no hay deporte. Competición sig­ni­fica aquí el esfuerzo que un hom­bre rea­liza para ven­cer el obs­táculo o la difi­cultad que un con­tra­rio o adver­sa­rio esta­blece. El esfuerzo, de un lado, es siem­pre esfuerzo humano y, por lo tanto, de índole física y psí­quica a la vez; pero en unos casos pri­vará el momento físico (como en el boxeo o el fút­bol) y en otros el momento psí­quico (como en el caso del aje­drez). La difi­cul­tad o el obs­táculo, de otro lado, pue­den ser impues­tos por tres fac­to­res: bien por la misma natu­raleza (ya sea la pro­pia natu­ra­leza de un sujeto, en cuyo caso se tra­tará de superar la pro­pia marca; ya sea la natu­ra­leza exte­rior, como en el caso del alpi­nismo); bien por la libre ini­cia­tiva del hom­bre (y de ahí sur­gen todos los depor­tes «inven­ta­dos»); bien por el sim­ple azar.

Asimismo, sin regla­men­ta­ción no hay deporte. La com­pe­ti­ción tiene que orga­ni­zarse según unas reglas que afec­ten de modo uni­forme a todos los que com­pi­ten, de suerte que aten­diendo o des­atendiendo esas reglas haya una res­pon­sa­bi­li­dad de los par­ti­ci­pan­tes ante orga­nis­mos, comi­tés o fede­ra­cio­nes que requie­ren a su cumplimiento.

Así, pues, la com­pe­ti­ción regu­lada es el «con­te­nido» mismo del deporte.

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El sen­tido del deporte: desin­te­rés lúdico y deportividad

Mas el deporte adquiere «sen­tido» por el desin­te­rés lúdico y por la depor­ti­vi­dad con que se hace. Sin estos ingre­dien­tes el depor­te se vacía y se anula.

Para poner­nos en situa­ción de com­pren­der el desin­te­rés —o la ausen­cia de móvi­les uti­li­ta­rios— del deporte es opor­tuno recor­dar lo que ocu­rrió en el ejér­cito persa de Jerjes, cuando por el año 480 a. C. se diri­gió a una Grecia apa­ren­te­mente des­pre­ve­nida para inva­dirla. Jerjes pre­guntó por qué los grie­gos no le presen­taban bata­lla; le res­pon­die­ron que en aquel momento esta­ban ocu­pados cele­brando las Olimpiadas. Al oír esto, uno de los prín­ci­pes per­sas exclamó: «¡Ay de noso­tros si vamos con­tra hom­bres que no luchan por oro o por plata, sino por las vir­tu­des viri­les!». Este temor pro­fé­tico fue cer­tero, pues diez años más tarde los per­sas eran ven­ci­dos en la bata­lla de Maratón por un ejér­cito griego muy infe­rior en número.

Este desin­te­rés lúdico del deporte poten­cia, por superabundan­cia y regalo, la acti­vi­dad del hom­bre: lo hace ser ple­na­mente. Por eso dice el gran poeta ale­mán Schiller que «el hom­bre sólo es ver­da­de­ra­mente allí donde juega».

Es cierto que no siem­pre se ha com­pren­dido el ver­da­dero sig­nificado del juego para la vida humana: unas veces se lo ha tenido por un hecho peri­fé­rico y mar­gi­nal de la exis­ten­cia; otras veces se ha acen­tuado su impor­tan­cia y carác­ter fun­da­men­tal, aun­que man­teniéndolo como un adi­ta­mento de la vida; pero pocas veces se ha sub­ra­yado que el juego es algo no mera­mente adi­cio­nal —por im­portante que sea—, sino algo cons­ti­tu­tivo nuclear en la vida humana.

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El juego no es un hecho peri­fé­rico del hombre

 El juego es un hecho peri­fé­rico o una acti­vi­dad mar­gi­nal de la vida humana para muchas teo­rías que hacen recaer el acento ver­da­dero de la exis­ten­cia en otras dimen­sio­nes huma­nas. Concre­tamente, las teo­rías que ven en el juego el mero des­gaste del su­perávit y de la plé­tora de ener­gías vita­les de un indi­vi­duo. Una vez pro­du­cido el des­gaste o la des­carga, se deja­ría de jugar. A media­dos del siglo XIX J. Schaller sos­te­nía que el juego no es más que una acti­vi­dad com­pen­sa­to­ria; el can­san­cio total de todo el cuer­po se ali­via­ría con el sueño; el can­san­cio par­cial de algu­nos órga­nos se ali­via­ría con el juego, por cuanto que éste acti­va­ría compensa­toriamente la parte del orga­nismo can­sado. También H. Spencer explicó el juego por una ener­gía bio­ló­gica sobrante, justo aque­lla que no se emplea para man­te­ner la exis­ten­cia, de modo que se dis­pararía o se des­car­ga­ría lúdi­ca­mente (deporte y arte). Pero incluso den­tro de este mismo plan­tea­miento, nin­guna de tales teo­rías puede expli­car­nos por qué se juega a veces hasta el ago­ta­miento, que­dando el hom­bre exhausto. El juego apa­rece aquí como una pausa den­tro de una acti­vi­dad más fun­da­men­tal y deter­mi­nante, como un flir­teo incon­sis­tente con las cosas, como una tra­ve­sura ano­dina que se opo­ne a la serie­dad y obli­ga­to­rie­dad de momen­tos y acti­vi­da­des más impor­tan­tes de la existencia.

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El juego no es una pre­pa­ra­ción para la vida seria

Para otro grupo de teo­rías, el juego es un hecho capi­tal y fun­da­men­tal, ya que es expre­sión de la misma tra­yec­to­ria esen­cial de la vida. La exis­ten­cia humana es futu­rista, se tensa en un pre­sente desde un pasado hacia un por­ve­nir, pro­yec­tando una serie de medios que con­duz­can al fin. El juego expresa, repre­senta o pre­para para esa vida. En defi­ni­tiva, lo impor­tante aquí es la misma vida hori­zon­tal­mente abierta hacia fines y medios que se alcan­zan en el futuro; el juego es de este modo un adi­ta­mento útil, pero inesen­cial. Así, para K. Gross el juego es una pre­pa­ra­ción para la vida; por ejem­plo, el niño «fan­ta­sea» (juega) allí donde el adulto «piensa» (tra­baja). Parece, pues, que cuando el hom­bre se hace adulto el juego deja de tener vigen­cia: lo impor­tante ya se ha con­seguido, a saber, el tra­bajo. También para Wundt hay juego cuando el tér­mino final de una acti­vi­dad se divor­cia de su ori­gen. Del mis­mo modo, para Freud el juego es en la mayo­ría de los casos el in­tento de satis­fa­cer deseos prohi­bi­dos o repri­mi­dos mediante accio­nes figu­ra­das. El juego sólo sería reali­dad insa­tis­fe­cha. En cual­quier caso, tales teo­rías dan pie para con­si­de­rar el juego como un fac­tor angu­lar, en la medida en que puede ser encau­zado para pre­pa­rar una vida seria.

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El juego per­te­nece a la cons­ti­tu­ción del hombre

Más pró­xi­mas a la ver­dad del juego están aque­llas teo­rías que, como las de Huizinga, Buytendijk y E. Fink, inten­tan hacer ver que el juego per­te­nece esen­cial­mente a la cons­ti­tu­ción exis­ten­cial del hom­bre. En ellas tiene su cabal inte­lec­ción la frase de Schiller ante­rior­mente citada: «El hom­bre sólo es ver­da­de­ra­mente allí donde juega».

El hom­bre tiene así dos tareas fun­da­men­ta­les. Por una parte, la apro­pia­ción hori­zon­tal del mundo, ten­dién­dose con preo­cu­pa­ción y anhelo hacia el futuro; en este caso el pre­sente es una mera es­tación de paso, un com­pás de espera en la mar­cha hacia ade­lante: es la vida cuo­ti­diana de la serie­dad y del tra­bajo. Por otra parte, y ade­más, desa­rro­lla el hom­bre la acti­vi­dad del juego, que no se encua­dra en la arqui­tec­tura de medios y fines com­puesta por la ante­rior tarea; el juego es así quies­cen­cia en el pre­sente, un corte ver­ti­cal del queha­cer labo­ral en que la exis­ten­cia humana des­cansa, por­que el pre­sente no es ya un com­pás de espera, una esta­ción, sino una man­sión. El juego es, con pala­bras de E. Fink, «el oasis de la feli­ci­dad» en el desierto de la vida labo­ral. Nos arre­bata a una nueva dimen­sión de la exis­ten­cia, en que la vida se mues­tra más ligera y pro­funda. El juego es, pues, una acti­vi­dad no-finalista, en tanto que no se tiende en hori­zon­tal hacia un fin futuro; es fin en sí mismo (aun­que por otro con­cepto se den fines en el juego).

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La trans­fi­gu­ra­ción lúdica de la realidad

En el juego se opera la trans­fi­gu­ra­ción de la reali­dad, pues el desin­te­rés que lo define da lugar a que tanto la reali­dad obje­tiva como la sub­je­tiva que­den de algún modo trans­for­ma­das: la reali­dad obje­tiva, las cosas que nos rodean, que­dan en el juego transfigu­radas, reves­ti­das de una dimen­sión que en otras tareas no tie­nen. Como caso límite puede apre­ciarse esto en el «juguete» : un trozo de madera, por ejem­plo, fun­ciona en la vida corriente como sos­tén, como ins­tru­mento de defensa, como mate­rial de cons­truc­ción, etc.; pero en la vida del juego se puede mos­trar como «muñeco» o como « coche­cito» más o menos idó­neo para la acti­vi­dad lúdica de un niño.

Y es que en cual­quier tipo de juego la reali­dad obje­tiva entera queda trans­for­mada. Pero tam­bién se trans­fi­gura la reali­dad sub­jetiva, el hom­bre mismo que juega; como caso límite puede re­cordarse que muchas veces el hom­bre que juega se «dis­fraza»; en el tea­tro clá­sico anti­guo y en algu­nas fies­tas moder­nas el hom­bre rea­liza a limine lo que nor­mal­mente eje­cuta en cual­quier acti­vi­dad lúdica. De ahí arranca el gozo pro­fundo, la exal­ta­ción ale­gre del juego sobre la vida corriente; el que juega se aban­dona gozosa­mente al juego. El hom­bre vive sub­je­ti­va­mente libre, pues en el juego se eli­mina el cons­tre­ñi­miento de lo man­dado: lo man­dado no es juego. Ello no quiere decir que el juego rechace el orden y la regla; todo lo con­tra­rio: el «agua­fies­tas» del juego rompe pre­cisamente con las reglas esta­ble­ci­das en el mismo, pero tal orden regu­lado es que­rido libre­mente justo para «seguir el juego». Es incluso posi­ble que no exista acti­vi­dad humana en que el orden y la regla sean más impe­rio­sos que en el juego: éste es un para­digma insu­pe­ra­ble de acti­vi­da­des orde­na­das, aun­que tal orden sea libre­mente querido.

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Deportividad es mag­na­ni­mi­dad y autodominio

Completando al juego está la segunda nota que inte­gra el sen­tido del deporte: la depor­ti­vi­dad. Esta se expresa en el deseo de que haya igual­dad de con­di­cio­nes (no pro­pia­mente de fuer­zas) entre los com­pe­ti­do­res. Un fut­bo­lista puede apro­ve­charse del impre­vi­si­ble des­mayo del guar­da­meta con­trin­cante para mar­carle un tanto: con ello no vul­nera nin­guna regla, pues se atiene a la letra del regla­mento. Pero si al per­ca­tarse del inci­dente por pro­pia ini­cia­tiva arro­ja la pelota fuera del campo, dire­mos que obra con depor­ti­vi­dad: ésta le impide apro­ve­charse de las des­ven­ta­jas acci­den­ta­les de su con­trin­cante. La depor­ti­vi­dad da sen­tido al deporte y está más allá de la obser­va­ción del reglamento.

Deportividad es, en última ins­tan­cia, mag­na­ni­mi­dad y auto­dominio. La mag­na­ni­mi­dad exige al depor­tista jugar con lar­gueza, no hacer tram­pas en el juego (o juego sucio), dar una opor­tu­ni­dad al débil y no apro­ve­charse de las des­ven­ta­jas oca­sio­na­les del con­trincante. El auto­do­mi­nio se expresa en la obe­dien­cia sin pro­testa a las deci­sio­nes arbi­tra­les, en el acto de enca­jar la derrota con la son­risa en los labios y en la dis­po­si­ción externa de feli­ci­tar al vencedor.

Atendiendo, pues, al con­te­nido y al sen­tido del deporte, dire­mos que éste es una com­pe­ti­ción regla­men­tada, rea­li­zada lúdica­mente con mag­na­ni­mi­dad y auto­do­mi­nio (con deportividad).

De aquí se com­prende con qué faci­li­dad pue­den algu­nos slo­gans «depor­ti­vos» ocul­tar el sen­tido autén­tico del deporte; sobre todo, aque­llos que hacen hin­ca­pié en el carác­ter higié­nico del mismo. El «higie­nismo» puede ser no un aliado, sino uno de los mayo­res enemi­gos del deporte si se pre­tende con exclu­si­vi­dad. El deporte fomenta una higiene tanto fisio­ló­gica como psi­co­ló­gica. Desde el pun­to de vista fisio­ló­gico, con el deporte se ejer­ci­tan los múscu­los, se oxi­ge­nan los pul­mo­nes, se for­ta­lece el cora­zón, se logra mayor re­sistencia a la fatiga y rapi­dez de refle­jos. Desde el punto de vista psi­co­ló­gico, el deporte afina la inte­li­gen­cia, desa­rro­lla la ini­cia­tiva de moti­vos, fomenta la per­se­ve­ran­cia y la abne­ga­ción e incre­menta el valor. Pero la higiene misma no cons­ti­tuye el sen­tido del juego, puesto que el enclen­que puede vigo­ri­zarse sin hacer estric­ta­mente deporte.

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Significado social del deporte: pro­fe­sio­na­li­za­ción y competitividad

Cuando el deporte se hace mul­ti­tu­di­na­rio, es decir, cuando se con­vierte en espec­táculo de masas, los depor­tis­tas nor­mal­mente se pro­fe­sio­na­li­zan. El juga­dor queda enton­ces incrus­tado en un siste­ma al ser­vi­cio del deporte de masas. Al pro­fe­sio­na­li­zarse, el depor­tista uti­liza su acti­vi­dad como medio de lucro; el deporte es su pro­fe­sión, o sea, la acti­vi­dad que le sirve de medio de vida, por la cual ingresa en un grupo: el de «los pro­fe­sio­na­les del deporte». Es enton­ces retri­buido por prac­ti­car el deporte, bien en encuen­tros, bien en exhi­bi­cio­nes o bien sim­ple­mente como moni­tor. Del depor­te se hace un «acto laboral».

Y jus­ta­mente cuando el deporte se hace por depor­tis­tas a sueldo que actúan ante una mul­ti­tud surge un fenó­meno glo­bal, muy carac­te­rís­tico: el com­pe­ti­ti­vismo espec­ta­cu­lar, que pone tam­bién en peli­gro el sen­tido mismo del deporte. Aunque no toda com­pe­ti­ción es espec­táculo, ni todo espec­táculo se hace por depor­tis­tas a sueldo, es obvio que muchos depor­tes con­gre­gan mul­ti­tu­des de espec­ta­do­res intere­sa­dos en el triunfo de su equipo (local, regio­nal o nacio­nal). Entonces comienza a per­der impor­tan­cia el buen juego, pretendién­dose con exclu­si­vi­dad el tan­teo favo­ra­ble al pro­pio equipo; la derrota lleva con­sigo la pér­dida de una «prima» o de un incen­tivo. Por ese com­pe­ti­ti­vismo espec­ta­cu­lar el deporte corre el riesgo de orien­tarse por quie­nes lo prac­ti­can a fines cre­ma­tís­ti­cos; se peda­lea en bici­cleta o se juega al fút­bol con una inten­ción lucra­tiva. A veces falta incluso una de las notas del con­te­nido mismo del deporte, la com­pe­ti­ción; en cier­tos espec­tácu­los de lucha libre o de boxeo sólo se con­serva la regla­men­ta­ción, pero no la com­pe­ti­ción (dán­dose el tongo o amaño) ni el sen­tido del deporte (juego y deportividad).

Ahora bien, aun­que una «labor» depor­tiva con­di­cione muchas veces que se pierda el sen­tido del deporte, no por eso lleva necesa­riamente a esa situa­ción. Esto se com­pren­derá mejor aten­diendo a la índole labo­ral humana y a su rela­ción con la índole del ocio.

Si en la Antigüedad y el Medievo por «labor» se con­si­de­raba una acti­vi­dad fati­gosa y penosa diri­gida hacia la Naturaleza, hoy no se puede con­si­de­rar ya como «labor» una acti­vi­dad por su ca­rácter mera­mente sub­je­tivo (penoso, fati­goso). Una acti­vi­dad es «labor» al entrar en un pro­ceso o estruc­tura, al inser­tarse en una «si­tuación labo­ral». Se da «situa­ción labo­ral» cuando la acti­vi­dad humana queda incluida en un sis­tema de pro­vi­sio­nes; este sis­tema puede ser edu­ca­tivo (el edu­ca­dor «tra­baja»), artís­tico (el artista «tra­baja»), fabril… o depor­tivo. En ver­dad, casi todas las accio­nes hu­manas pue­den rea­li­zarse en situa­ción labo­ral, pero tam­bién de otra manera, por ejem­plo, como juego. «Trabajador» es, pues, aquel indi­vi­duo que está en «situa­ción labo­ral», desem­pe­ñando un car­go y per­ci­biendo un salario.

También el depor­tista pro­fe­sio­na­li­zado puede dis­tin­guir entre su «ofi­cio» y su «tiempo libre»; por­que mien­tras está some­tido a un sis­tema de pro­vi­sión hace una labor. En cam­bio, si sólo hace deporte por pla­cer, su acti­vi­dad tras­ciende la situa­ción de labor. Una acti­vi­dad es labo­ral cuando no se eje­cuta con plena liber­tad, sino reque­rida por debe­res y dere­chos. Así, pues, en la situa­ción labo­ral la acti­vi­dad se ejer­cita según cier­tas reglas esta­ble­ci­das den­tro de un sis­tema social acep­tado de dere­chos y debe­res y es remu­ne­rada legal­mente según la fun­ción (rol) y el sta­tus o la ca­tegoría social de cada indi­vi­duo. Hay labor cuando la acti­vi­dad del hom­bre se incor­pora a un sis­tema de ser­vi­cios; en esta incor­poración la acti­vi­dad podrá ser fati­gosa o penosa, pero tam­bién puede ser fácil y descansada.

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Situación labo­ral y situa­ción de ocio

Es obvio que si el depor­tista se reduce al papel de sim­ple ope­ra­rio, su vida que­dará empo­bre­cida. En muchos sec­to­res depor­tivos el juga­dor está hoy en situa­ción labo­ral; pero si juega sólo para la com­pe­ti­ción ofi­cial remu­ne­rada, está en falta con­sigo mismo, por­que el sen­tido pro­pio del deporte (el juego y la depor­ti­vi­dad) corre peli­gro de extin­guirse. Para que ello no ocu­rra el depor­tista debe apli­carse a la urgente tarea de con­ver­tir su «labor» en «ocio».

Si la situa­ción labo­ral se define como un sis­tema de reglas que cons­tri­ñen al hom­bre, la situa­ción de ocio se expresa como el des­plie­gue de la liber­tad pro­pia del hom­bre; si en el tra­bajo se busca una ganan­cia, en el ocio desa­rro­lla el hom­bre una dis­po­ni­bi­li­dad in­terna y externa para moti­va­cio­nes y fines más per­so­na­les; si en el tra­bajo la acción se cum­ple tran­si­ti­va­mente, en tanto que la situa­ción de tra­bajo queda afec­tada de una dimen­sión mate­rial desde la que se parte y a la que vuelve, la situa­ción de ocio se cum­ple per­fectamente en la acción inma­nente, o sea, en la con­tem­pla­ción, en tanto que el ocio per­fecto es el ejer­ci­cio de la acti­vi­dad espe­cu­la­tiva libre­mente poseída; si en el tra­bajo el hom­bre está some­tido a un rol y a un sta­tus social, en el ocio el hom­bre se abre en fran­quía —no supe­di­tado ya a una fun­ción deter­mi­nada—, cum­pliendo las exi­gen­cias más ínti­mas de su vocación.

Es cierto que muchas veces el sta­tus social de un hom­bre no res­ponde a su voca­ción, dán­dose el des­ajuste psi­co­ló­gico —casi siem­pre dra­má­tico— de un ejer­ci­cio pro­fe­sio­nal vivido con repug­nan­cia voca­cio­nal. Los esfuer­zos de toda polí­tica edu­ca­tiva y labo­ral deben enca­mi­narse a ajus­tar el sta­tus labo­ral a la voca­ción indi­vi­dual. El depor­tista —al igual que el filó­sofo y el artista— puede ejer­cer una pro­fe­sión mag­ní­fi­ca­mente adap­tada para inte­grar en uni­dad el sta­tus y
la voca­ción, labor y ocio, ganan­cia cre­ma­tís­tica y dis­ponibilidad voca­cio­nal. Ocio es la dis­po­si­ción en la que el hom­bre se entrega a sí mismo, se auto­dis­pone; labor, en cam­bio, es lo pla­neado, lo cal­cu­lado y con­quis­tado desde un pro­yecto social pre­vio. Labor y ocio no deben ser enjui­cia­dos como dos perío­dos tempo­rales de la vida humana, sino como dos momen­tos exis­ten­cia­les: si labor es una hori­zon­tal que se tiende a un futuro, ocio es una ver­ti­cal que debe cor­tar a la labor en cada ins­tante, por­que si dejara de cor­tarlo la labort que­da­ría sin sen­tido, no sería ple­na­mente humana y libre. Es ver­dad, por otra parte, que la índole tam­bién tem­po­ral del hom­bre con­di­ciona la sepa­ra­ción de ambos cons­titutivos exis­ten­cia­les, dán­dose en la vida humana un tiempo en que pre­do­mina lo ser­vil y atado (la labor) y otro tiempo en que pre­do­mina lo aco­ge­dor, lo intui­tivo, lo liber­ta­rio y crea­dor (el ocio); pero sólo debe ser un pre­do­mi­nio, nunca una exclu­sión rotunda. El tiempo pre­do­mi­nante de labor alcanza su pleno sen­tido humano por el corte per­pen­di­cu­lar del ocio. Ya Aristóteles sub­raya que «la feli­ci­dad per­fecta con­siste en el ocio» (Ética a Nicómaco, X, 7, 1177 b 4–6). «El ocio —dice en otra parte— parece con­te­ner por sí mismo el pla­cer, la feli­ci­dad y la dicha de la vida. Y esta dicha no es poseída por el que está ocu­pado en nego­cios, sino por el que está ocioso; en efecto, el hom­bre que tra­baja se ocupa a sí mismo con la mira puesta en algún fin, que no está en su pose­sión, mien­tras que la feli­ci­dad es un fin per­fecto, que todos los hom­bres creen está acom­pañado de pla­cer y no de dolor» (Política, VIII, 3, 1338 a 1–6).

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Actitudes de Ilustración y acti­tu­des de Romanticismo

La pola­ri­dad exis­tente entre lo labo­ral y el ocio tiene su expre­sión his­tó­rica en las res­pec­ti­vas épo­cas de la Ilustración y del Romanticismo.

La Ilustración com­bate insis­ten­te­mente el ocio que dege­nera en hol­ga­za­ne­ría. «Es una par­ti­cu­lar des­gra­cia —dice Kant— que el hom­bre tenga una incli­na­ción tan grande a la inac­ti­vi­dad. Cuanto más se empe­reza un hom­bre, tanto más difí­cil le es tra­ba­jar.» Este enér­gico rechazo de la «ocio­si­dad» en su sen­tido peyo­ra­tivo está com­ple­ta­mente jus­ti­fi­cado, por­que en tanto que implica holgaza­nería y abu­lia es causa de abu­rri­miento y de has­tío vita­les. El hol­gazán mues­tra can­san­cio en todo, tiñe su con­ducta con un mal hu­mor básico que quita la ale­gría de vivir, que­dando la exis­ten­cia empo­bre­cida sin dis­ci­plina y sin orden. Pero la lucha con­tra la in­disciplina y la hol­ga­za­ne­ría no está reñida con la defensa del autén­tico ocio, que es el com­ple­mento libe­ra­dor y supremo de la vida humana. Por lo mismo, tam­poco tiene nada de extraño que el Ro­manticismo, con otro inte­rés, pro­mo­viera la acti­tud del ocio, en su sen­tido pro­fundo. Así, Fr. Schegel en Lucinde ensalza el «semi­di­vino» arte de la ocio­si­dad, expre­sando pro­vo­ca­do­ra­mente que «no se debe pasar por alto, de un modo tan imper­do­na­ble, el estu­dio del ocio; más bien hay que hacer de él un arte y una cien­cia e in­cluso una reli­gión». También el Romanticismo tiene razón al des­enmascarar la dis­po­si­ción de ánimo mez­quina que lle­van con­sigo la dili­gen­cia y la labo­rio­si­dad, que­ri­das como fines supre­mos. La me­ticulosidad dili­gente dege­nera en mez­quin­dad des­pre­cia­ble, que se obnu­bila para dis­tin­guir lo impor­tante de lo acce­so­rio, tomando el tra­bajo como el valor más alto. Es ver­dad que el hol­ga­zán viene a parar en pícaro, viviendo del mero pla­cer del pre­sente y mos­trando una inso­len­cia iró­nica ante todo lo que sig­ni­fi­que esfuerzo y disci­plina. Pero no es éste el tipo de ocio defen­dido por el Romanticismo, sino aquel que dis­pone al ánimo para un aco­gi­miento más directo de los valo­res profundos.

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Ocio no es pereza, sino magnanimidad

Para acla­rar aún más la rela­ción del de­porte con el ocio y el tra­bajo, con­viene redu­cir a su ver­da­dero sen­tido el dicho: «La ocio­si­dad es la madre de todos los vicios». Como en esta sen­ten­cia ocio­si­dad equi­vale a pereza, es a su vez pre­ciso dis­tin­guir dos pla­nos de la pereza. Uno, super­fi­cial, en el sen­tido de deja­dez y des­apli­ca­ción, cuyo opuesto sería la dili­gen­cia y la labo­riosidad. Otro, pro­fundo, en el sen­tido de tris­teza, apa­tía o angus­tia res­pecto del bien más alto del hom­bre; su opuesto no es propia­mente la labo­rio­si­dad o la dili­gen­cia, sino la mag­na­ni­mi­dad, la gran­deza de ánimo, que es —como antes se dijo— un ingre­diente ne­cesario de la depor­ti­vi­dad. Si la pereza, en su sen­tido más pro­fundo, es una tris­teza que para­liza al hom­bre, la mag­na­ni­mi­dad implica la ale­gría que el hom­bre siente ante su bien supremo, alcan­za­ble en el ocio autén­tico. La mag­na­ni­mi­dad es una exten­sión del ánimo hacia las gran­des cosas y tiene su raíz en la con­fianza en las más ele­va­das posi­bi­li­da­des huma­nas. El mag­ná­nimo se exige lo más gran­de y digno de sí mismo, y con ello se dig­ni­fica. Al estar en situa­ción de exi­gen­cia res­pecto de sí mismo, reco­noce que toda­vía no ha hecho lo mejor de sí y que eso, por ende, merece una con­quista audaz. El mag­ná­nimo siem­pre se está con­quis­tando en su mejor ser, es de­cir, siem­pre se está remo­zando o reju­ve­ne­ciendo. No en vano la moce­dad o la juven­tud es el sím­bolo plás­tico de la espe­ranza pro­pia de la magnanimidad.

Con ello se pone de mani­fiesto que la pereza pro­funda —la tris­teza apá­tica— puede muy bien coexis­tir con la dili­gen­cia y la labo­rio­si­dad. Es más, éstas son la mayo­ría de las veces sim­ples co­berturas o tapa­de­ras de la pereza pro­funda. Se puede tra­ba­jar para aho­gar la apa­tía de la pereza, que es entris­te­ci­miento som­brío por el mejor bien del hom­bre: el cum­pli­miento y el domi­nio per­fecto de las facul­ta­des más altas, el enten­di­miento y la volun­tad libre. Por eso, la pereza pro­funda se opone al ocio autén­tico, al des­canso del hom­bre en su más alto bien. No hay ocio sin mag­na­ni­mi­dad, pues el ocio sólo es posi­ble cuando el hom­bre eje­cuta su ver­da­dero sen­tido: la libre pose­sión de sí mismo. La pereza pro­funda, en cam­bio, carece de mag­na­ni­mi­dad, pues hace que el hom­bre rehúya la empresa suprema de dis­po­ner libre­mente de sí mismo. El pere­zoso pro­fundo rechaza la tarea de ser tan grande como real­mente es: no quiere ser lo que debe ser, o mejor, no quiere ser lo que es. Si el ocio ver­da­dero está vivi­fi­cado por la mag­na­ni­mi­dad, la pereza pro­funda está corroída por la pusi­la­ni­mi­dad; el pere­zoso pre­fiere empe­que­ñe­cerse para sacu­dirse la obli­ga­ción de la gran­deza, pues los mejo­res bie­nes del hom­bre aca­rrean la exi­gen­cia impe­riosa de su cum­pli­miento. El pere­zoso se parece al neu­ró­tico, que en el plano super­fi­cial mues­tra un deseo de curarse, pero en el plano pro­fundo teme las exi­gen­cias o las obli­ga­cio­nes del estado de salud.

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La acti­tud labo­ral del mundo moderno: el pesimismo

Justo nues­tra época mues­tra esos ras­gos neu­ró­ti­cos: en la su­perficie se dis­para con un des­me­su­rado talante labo­ral, con una exce­siva acti­tud dili­gente, pero en un plano pro­fundo la pereza está herida de tris­teza por los más altos idea­les huma­nos. Por eso su pri­mer brote inte­rior es el pesi­mismo, la deses­pe­ra­ción. Ni el pesi­mismo ni la deses­pe­ra­ción se con­ju­gan en el ocio, puesto que nie­gan la posi­bi­li­dad de la auto­con­quista. Con tal nega­ción con­tra­di­cen, no obs­tante, a la reali­dad humana, orien­tada inelu­di­ble­mente hacia su pro­pia ple­ni­tud. Desesperar es, por tanto, con­tra­de­cirse, o sea, afir­mar la gran­deza humana y negar a la vez la posi­bi­li­dad de su pose­sión. Desesperar es des­ga­rrarse por den­tro. Cubrir este des­ga­rro con el velo de la acti­tud labo­ral no es anu­lar la pereza. Es más, lo labo­ral puesto y que­rido con exclu­si­vi­dad con­di­ciona la expul­sión de la mag­nanimidad cla­ri­vi­dente, dando paso a la mez­quin­dad meticu­losa, tan jus­ta­mente cri­ti­cada por el Romanticismo.

Heidegger ha ana­li­zado fina­mente esta dis­tor­sión básica del hom­bre moderno, cuyos fru­tos inau­tén­ti­cos son la dis­per­sión, la char­latanería, la curio­si­dad insa­cia­ble, el desa­so­siego interno, la inesta­bilidad psí­quica, el embo­ta­miento e indi­fe­ren­cia ante todo lo ne­cesario para la con­quista del hombre.

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El juego es liber­tad y pro­mo­ción de libertad

Por eso el deporte, en su sen­tido más radi­cal, a saber, como juego libe­ra­dor y como depor­ti­vi­dad mag­ná­nima, es la llave más cer­cana, sen­ci­lla y efi­ciente para abrir el núcleo supremo del hom­bre, y es tam­bién el camino más sim­ple y ase­qui­ble de pro­mo­ción humana. Por ser expre­sión de mag­na­ni­mi­dad, el deporte sólo se pue­de desa­rro­llar en el ocio, o sea, en la acti­tud por la que el hom­bre se con­quista libre­mente y se auto­dis­pone. Al con­ver­tirlo en mero asunto labo­ral, se corre el peli­gro de hacerlo una supu­rante ema­na­ción de la pereza pro­funda a la que el hom­bre está expuesto. Sólo deporti­vamente la vida merece la pena de ser jugada.

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