¿Qué significa jugar? Deporte, actitud laboral y actitud lúdica
Por Juan Cruz Cruz
Estructura fenomenológica del deporte
No es raro encontrarse aún en nuestros días con la opinión de que el deporte es básicamente un cultivo progresivo de la actividad muscular. Quizá esta opinión ha sido avivada también por las frecuentes llamadas que los ciudadanos sienten desde organismos oficiales a la práctica del deporte, llamadas que la mayoría de las veces van acompañadas con la imagen de un atleta en pleno esfuerzo muscular. Para deshacer esta opinión baste recordar que hay deportes que apenas requieren actividad muscular y que muchas actividades físicas no entran en el ámbito del deporte.
Importa, pues, establecer en su significado estricto la estructura fenomenológica del deporte. Esta engloba dos grupos básicos de notas: el primero está formado por las notas que afectan al contenido del deporte; el segundo lo integran las notas propias del sentido del mismo. O sea, en la estructura fenomenológica del deporte —en su definición— es necesario que aparezcan un contenido y un sentido.
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El contenido del deporte: competición y reglamentación
Por lo que atañe al contenido, es imprescindible observar que no hay deporte sin competición y sin reglamentación. Ambas notas, competición y reglamentación, configuran el contenido del deporte.
Sin competición no hay deporte. Competición significa aquí el esfuerzo que un hombre realiza para vencer el obstáculo o la dificultad que un contrario o adversario establece. El esfuerzo, de un lado, es siempre esfuerzo humano y, por lo tanto, de índole física y psíquica a la vez; pero en unos casos privará el momento físico (como en el boxeo o el fútbol) y en otros el momento psíquico (como en el caso del ajedrez). La dificultad o el obstáculo, de otro lado, pueden ser impuestos por tres factores: bien por la misma naturaleza (ya sea la propia naturaleza de un sujeto, en cuyo caso se tratará de superar la propia marca; ya sea la naturaleza exterior, como en el caso del alpinismo); bien por la libre iniciativa del hombre (y de ahí surgen todos los deportes «inventados»); bien por el simple azar.
Asimismo, sin reglamentación no hay deporte. La competición tiene que organizarse según unas reglas que afecten de modo uniforme a todos los que compiten, de suerte que atendiendo o desatendiendo esas reglas haya una responsabilidad de los participantes ante organismos, comités o federaciones que requieren a su cumplimiento.
Así, pues, la competición regulada es el «contenido» mismo del deporte.
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El sentido del deporte: desinterés lúdico y deportividad
Mas el deporte adquiere «sentido» por el desinterés lúdico y por la deportividad con que se hace. Sin estos ingredientes el deporte se vacía y se anula.
Para ponernos en situación de comprender el desinterés —o la ausencia de móviles utilitarios— del deporte es oportuno recordar lo que ocurrió en el ejército persa de Jerjes, cuando por el año 480 a. C. se dirigió a una Grecia aparentemente desprevenida para invadirla. Jerjes preguntó por qué los griegos no le presentaban batalla; le respondieron que en aquel momento estaban ocupados celebrando las Olimpiadas. Al oír esto, uno de los príncipes persas exclamó: «¡Ay de nosotros si vamos contra hombres que no luchan por oro o por plata, sino por las virtudes viriles!». Este temor profético fue certero, pues diez años más tarde los persas eran vencidos en la batalla de Maratón por un ejército griego muy inferior en número.
Este desinterés lúdico del deporte potencia, por superabundancia y regalo, la actividad del hombre: lo hace ser plenamente. Por eso dice el gran poeta alemán Schiller que «el hombre sólo es verdaderamente allí donde juega».
Es cierto que no siempre se ha comprendido el verdadero significado del juego para la vida humana: unas veces se lo ha tenido por un hecho periférico y marginal de la existencia; otras veces se ha acentuado su importancia y carácter fundamental, aunque manteniéndolo como un aditamento de la vida; pero pocas veces se ha subrayado que el juego es algo no meramente adicional —por importante que sea—, sino algo constitutivo nuclear en la vida humana.
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El juego no es un hecho periférico del hombre
El juego es un hecho periférico o una actividad marginal de la vida humana para muchas teorías que hacen recaer el acento verdadero de la existencia en otras dimensiones humanas. Concretamente, las teorías que ven en el juego el mero desgaste del superávit y de la plétora de energías vitales de un individuo. Una vez producido el desgaste o la descarga, se dejaría de jugar. A mediados del siglo XIX J. Schaller sostenía que el juego no es más que una actividad compensatoria; el cansancio total de todo el cuerpo se aliviaría con el sueño; el cansancio parcial de algunos órganos se aliviaría con el juego, por cuanto que éste activaría compensatoriamente la parte del organismo cansado. También H. Spencer explicó el juego por una energía biológica sobrante, justo aquella que no se emplea para mantener la existencia, de modo que se dispararía o se descargaría lúdicamente (deporte y arte). Pero incluso dentro de este mismo planteamiento, ninguna de tales teorías puede explicarnos por qué se juega a veces hasta el agotamiento, quedando el hombre exhausto. El juego aparece aquí como una pausa dentro de una actividad más fundamental y determinante, como un flirteo inconsistente con las cosas, como una travesura anodina que se opone a la seriedad y obligatoriedad de momentos y actividades más importantes de la existencia.
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El juego no es una preparación para la vida seria
Para otro grupo de teorías, el juego es un hecho capital y fundamental, ya que es expresión de la misma trayectoria esencial de la vida. La existencia humana es futurista, se tensa en un presente desde un pasado hacia un porvenir, proyectando una serie de medios que conduzcan al fin. El juego expresa, representa o prepara para esa vida. En definitiva, lo importante aquí es la misma vida horizontalmente abierta hacia fines y medios que se alcanzan en el futuro; el juego es de este modo un aditamento útil, pero inesencial. Así, para K. Gross el juego es una preparación para la vida; por ejemplo, el niño «fantasea» (juega) allí donde el adulto «piensa» (trabaja). Parece, pues, que cuando el hombre se hace adulto el juego deja de tener vigencia: lo importante ya se ha conseguido, a saber, el trabajo. También para Wundt hay juego cuando el término final de una actividad se divorcia de su origen. Del mismo modo, para Freud el juego es en la mayoría de los casos el intento de satisfacer deseos prohibidos o reprimidos mediante acciones figuradas. El juego sólo sería realidad insatisfecha. En cualquier caso, tales teorías dan pie para considerar el juego como un factor angular, en la medida en que puede ser encauzado para preparar una vida seria.
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El juego pertenece a la constitución del hombre
Más próximas a la verdad del juego están aquellas teorías que, como las de Huizinga, Buytendijk y E. Fink, intentan hacer ver que el juego pertenece esencialmente a la constitución existencial del hombre. En ellas tiene su cabal intelección la frase de Schiller anteriormente citada: «El hombre sólo es verdaderamente allí donde juega».
El hombre tiene así dos tareas fundamentales. Por una parte, la apropiación horizontal del mundo, tendiéndose con preocupación y anhelo hacia el futuro; en este caso el presente es una mera estación de paso, un compás de espera en la marcha hacia adelante: es la vida cuotidiana de la seriedad y del trabajo. Por otra parte, y además, desarrolla el hombre la actividad del juego, que no se encuadra en la arquitectura de medios y fines compuesta por la anterior tarea; el juego es así quiescencia en el presente, un corte vertical del quehacer laboral en que la existencia humana descansa, porque el presente no es ya un compás de espera, una estación, sino una mansión. El juego es, con palabras de E. Fink, «el oasis de la felicidad» en el desierto de la vida laboral. Nos arrebata a una nueva dimensión de la existencia, en que la vida se muestra más ligera y profunda. El juego es, pues, una actividad no-finalista, en tanto que no se tiende en horizontal hacia un fin futuro; es fin en sí mismo (aunque por otro concepto se den fines en el juego).
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La transfiguración lúdica de la realidad
En el juego se opera la transfiguración de la realidad, pues el desinterés que lo define da lugar a que tanto la realidad objetiva como la subjetiva queden de algún modo transformadas: la realidad objetiva, las cosas que nos rodean, quedan en el juego transfiguradas, revestidas de una dimensión que en otras tareas no tienen. Como caso límite puede apreciarse esto en el «juguete» : un trozo de madera, por ejemplo, funciona en la vida corriente como sostén, como instrumento de defensa, como material de construcción, etc.; pero en la vida del juego se puede mostrar como «muñeco» o como « cochecito» más o menos idóneo para la actividad lúdica de un niño.
Y es que en cualquier tipo de juego la realidad objetiva entera queda transformada. Pero también se transfigura la realidad subjetiva, el hombre mismo que juega; como caso límite puede recordarse que muchas veces el hombre que juega se «disfraza»; en el teatro clásico antiguo y en algunas fiestas modernas el hombre realiza a limine lo que normalmente ejecuta en cualquier actividad lúdica. De ahí arranca el gozo profundo, la exaltación alegre del juego sobre la vida corriente; el que juega se abandona gozosamente al juego. El hombre vive subjetivamente libre, pues en el juego se elimina el constreñimiento de lo mandado: lo mandado no es juego. Ello no quiere decir que el juego rechace el orden y la regla; todo lo contrario: el «aguafiestas» del juego rompe precisamente con las reglas establecidas en el mismo, pero tal orden regulado es querido libremente justo para «seguir el juego». Es incluso posible que no exista actividad humana en que el orden y la regla sean más imperiosos que en el juego: éste es un paradigma insuperable de actividades ordenadas, aunque tal orden sea libremente querido.
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Deportividad es magnanimidad y autodominio
Completando al juego está la segunda nota que integra el sentido del deporte: la deportividad. Esta se expresa en el deseo de que haya igualdad de condiciones (no propiamente de fuerzas) entre los competidores. Un futbolista puede aprovecharse del imprevisible desmayo del guardameta contrincante para marcarle un tanto: con ello no vulnera ninguna regla, pues se atiene a la letra del reglamento. Pero si al percatarse del incidente por propia iniciativa arroja la pelota fuera del campo, diremos que obra con deportividad: ésta le impide aprovecharse de las desventajas accidentales de su contrincante. La deportividad da sentido al deporte y está más allá de la observación del reglamento.
Deportividad es, en última instancia, magnanimidad y autodominio. La magnanimidad exige al deportista jugar con largueza, no hacer trampas en el juego (o juego sucio), dar una oportunidad al débil y no aprovecharse de las desventajas ocasionales del contrincante. El autodominio se expresa en la obediencia sin protesta a las decisiones arbitrales, en el acto de encajar la derrota con la sonrisa en los labios y en la disposición externa de felicitar al vencedor.
Atendiendo, pues, al contenido y al sentido del deporte, diremos que éste es una competición reglamentada, realizada lúdicamente con magnanimidad y autodominio (con deportividad).
De aquí se comprende con qué facilidad pueden algunos slogans «deportivos» ocultar el sentido auténtico del deporte; sobre todo, aquellos que hacen hincapié en el carácter higiénico del mismo. El «higienismo» puede ser no un aliado, sino uno de los mayores enemigos del deporte si se pretende con exclusividad. El deporte fomenta una higiene tanto fisiológica como psicológica. Desde el punto de vista fisiológico, con el deporte se ejercitan los músculos, se oxigenan los pulmones, se fortalece el corazón, se logra mayor resistencia a la fatiga y rapidez de reflejos. Desde el punto de vista psicológico, el deporte afina la inteligencia, desarrolla la iniciativa de motivos, fomenta la perseverancia y la abnegación e incrementa el valor. Pero la higiene misma no constituye el sentido del juego, puesto que el enclenque puede vigorizarse sin hacer estrictamente deporte.
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Significado social del deporte: profesionalización y competitividad
Cuando el deporte se hace multitudinario, es decir, cuando se convierte en espectáculo de masas, los deportistas normalmente se profesionalizan. El jugador queda entonces incrustado en un sistema al servicio del deporte de masas. Al profesionalizarse, el deportista utiliza su actividad como medio de lucro; el deporte es su profesión, o sea, la actividad que le sirve de medio de vida, por la cual ingresa en un grupo: el de «los profesionales del deporte». Es entonces retribuido por practicar el deporte, bien en encuentros, bien en exhibiciones o bien simplemente como monitor. Del deporte se hace un «acto laboral».
Y justamente cuando el deporte se hace por deportistas a sueldo que actúan ante una multitud surge un fenómeno global, muy característico: el competitivismo espectacular, que pone también en peligro el sentido mismo del deporte. Aunque no toda competición es espectáculo, ni todo espectáculo se hace por deportistas a sueldo, es obvio que muchos deportes congregan multitudes de espectadores interesados en el triunfo de su equipo (local, regional o nacional). Entonces comienza a perder importancia el buen juego, pretendiéndose con exclusividad el tanteo favorable al propio equipo; la derrota lleva consigo la pérdida de una «prima» o de un incentivo. Por ese competitivismo espectacular el deporte corre el riesgo de orientarse por quienes lo practican a fines crematísticos; se pedalea en bicicleta o se juega al fútbol con una intención lucrativa. A veces falta incluso una de las notas del contenido mismo del deporte, la competición; en ciertos espectáculos de lucha libre o de boxeo sólo se conserva la reglamentación, pero no la competición (dándose el tongo o amaño) ni el sentido del deporte (juego y deportividad).
Ahora bien, aunque una «labor» deportiva condicione muchas veces que se pierda el sentido del deporte, no por eso lleva necesariamente a esa situación. Esto se comprenderá mejor atendiendo a la índole laboral humana y a su relación con la índole del ocio.
Si en la Antigüedad y el Medievo por «labor» se consideraba una actividad fatigosa y penosa dirigida hacia la Naturaleza, hoy no se puede considerar ya como «labor» una actividad por su carácter meramente subjetivo (penoso, fatigoso). Una actividad es «labor» al entrar en un proceso o estructura, al insertarse en una «situación laboral». Se da «situación laboral» cuando la actividad humana queda incluida en un sistema de provisiones; este sistema puede ser educativo (el educador «trabaja»), artístico (el artista «trabaja»), fabril… o deportivo. En verdad, casi todas las acciones humanas pueden realizarse en situación laboral, pero también de otra manera, por ejemplo, como juego. «Trabajador» es, pues, aquel individuo que está en «situación laboral», desempeñando un cargo y percibiendo un salario.
También el deportista profesionalizado puede distinguir entre su «oficio» y su «tiempo libre»; porque mientras está sometido a un sistema de provisión hace una labor. En cambio, si sólo hace deporte por placer, su actividad trasciende la situación de labor. Una actividad es laboral cuando no se ejecuta con plena libertad, sino requerida por deberes y derechos. Así, pues, en la situación laboral la actividad se ejercita según ciertas reglas establecidas dentro de un sistema social aceptado de derechos y deberes y es remunerada legalmente según la función (rol) y el status o la categoría social de cada individuo. Hay labor cuando la actividad del hombre se incorpora a un sistema de servicios; en esta incorporación la actividad podrá ser fatigosa o penosa, pero también puede ser fácil y descansada.
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Situación laboral y situación de ocio
Es obvio que si el deportista se reduce al papel de simple operario, su vida quedará empobrecida. En muchos sectores deportivos el jugador está hoy en situación laboral; pero si juega sólo para la competición oficial remunerada, está en falta consigo mismo, porque el sentido propio del deporte (el juego y la deportividad) corre peligro de extinguirse. Para que ello no ocurra el deportista debe aplicarse a la urgente tarea de convertir su «labor» en «ocio».
Si la situación laboral se define como un sistema de reglas que constriñen al hombre, la situación de ocio se expresa como el despliegue de la libertad propia del hombre; si en el trabajo se busca una ganancia, en el ocio desarrolla el hombre una disponibilidad interna y externa para motivaciones y fines más personales; si en el trabajo la acción se cumple transitivamente, en tanto que la situación de trabajo queda afectada de una dimensión material desde la que se parte y a la que vuelve, la situación de ocio se cumple perfectamente en la acción inmanente, o sea, en la contemplación, en tanto que el ocio perfecto es el ejercicio de la actividad especulativa libremente poseída; si en el trabajo el hombre está sometido a un rol y a un status social, en el ocio el hombre se abre en franquía —no supeditado ya a una función determinada—, cumpliendo las exigencias más íntimas de su vocación.
Es cierto que muchas veces el status social de un hombre no responde a su vocación, dándose el desajuste psicológico —casi siempre dramático— de un ejercicio profesional vivido con repugnancia vocacional. Los esfuerzos de toda política educativa y laboral deben encaminarse a ajustar el status laboral a la vocación individual. El deportista —al igual que el filósofo y el artista— puede ejercer una profesión magníficamente adaptada para integrar en unidad el status y
la vocación, labor y ocio, ganancia crematística y disponibilidad vocacional. Ocio es la disposición en la que el hombre se entrega a sí mismo, se autodispone; labor, en cambio, es lo planeado, lo calculado y conquistado desde un proyecto social previo. Labor y ocio no deben ser enjuiciados como dos períodos temporales de la vida humana, sino como dos momentos existenciales: si labor es una horizontal que se tiende a un futuro, ocio es una vertical que debe cortar a la labor en cada instante, porque si dejara de cortarlo la labort quedaría sin sentido, no sería plenamente humana y libre. Es verdad, por otra parte, que la índole también temporal del hombre condiciona la separación de ambos constitutivos existenciales, dándose en la vida humana un tiempo en que predomina lo servil y atado (la labor) y otro tiempo en que predomina lo acogedor, lo intuitivo, lo libertario y creador (el ocio); pero sólo debe ser un predominio, nunca una exclusión rotunda. El tiempo predominante de labor alcanza su pleno sentido humano por el corte perpendicular del ocio. Ya Aristóteles subraya que «la felicidad perfecta consiste en el ocio» (Ética a Nicómaco, X, 7, 1177 b 4–6). «El ocio —dice en otra parte— parece contener por sí mismo el placer, la felicidad y la dicha de la vida. Y esta dicha no es poseída por el que está ocupado en negocios, sino por el que está ocioso; en efecto, el hombre que trabaja se ocupa a sí mismo con la mira puesta en algún fin, que no está en su posesión, mientras que la felicidad es un fin perfecto, que todos los hombres creen está acompañado de placer y no de dolor» (Política, VIII, 3, 1338 a 1–6).
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Actitudes de Ilustración y actitudes de Romanticismo
La polaridad existente entre lo laboral y el ocio tiene su expresión histórica en las respectivas épocas de la Ilustración y del Romanticismo.
La Ilustración combate insistentemente el ocio que degenera en holgazanería. «Es una particular desgracia —dice Kant— que el hombre tenga una inclinación tan grande a la inactividad. Cuanto más se empereza un hombre, tanto más difícil le es trabajar.» Este enérgico rechazo de la «ociosidad» en su sentido peyorativo está completamente justificado, porque en tanto que implica holgazanería y abulia es causa de aburrimiento y de hastío vitales. El holgazán muestra cansancio en todo, tiñe su conducta con un mal humor básico que quita la alegría de vivir, quedando la existencia empobrecida sin disciplina y sin orden. Pero la lucha contra la indisciplina y la holgazanería no está reñida con la defensa del auténtico ocio, que es el complemento liberador y supremo de la vida humana. Por lo mismo, tampoco tiene nada de extraño que el Romanticismo, con otro interés, promoviera la actitud del ocio, en su sentido profundo. Así, Fr. Schegel en Lucinde ensalza el «semidivino» arte de la ociosidad, expresando provocadoramente que «no se debe pasar por alto, de un modo tan imperdonable, el estudio del ocio; más bien hay que hacer de él un arte y una ciencia e incluso una religión». También el Romanticismo tiene razón al desenmascarar la disposición de ánimo mezquina que llevan consigo la diligencia y la laboriosidad, queridas como fines supremos. La meticulosidad diligente degenera en mezquindad despreciable, que se obnubila para distinguir lo importante de lo accesorio, tomando el trabajo como el valor más alto. Es verdad que el holgazán viene a parar en pícaro, viviendo del mero placer del presente y mostrando una insolencia irónica ante todo lo que signifique esfuerzo y disciplina. Pero no es éste el tipo de ocio defendido por el Romanticismo, sino aquel que dispone al ánimo para un acogimiento más directo de los valores profundos.
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Ocio no es pereza, sino magnanimidad
Para aclarar aún más la relación del deporte con el ocio y el trabajo, conviene reducir a su verdadero sentido el dicho: «La ociosidad es la madre de todos los vicios». Como en esta sentencia ociosidad equivale a pereza, es a su vez preciso distinguir dos planos de la pereza. Uno, superficial, en el sentido de dejadez y desaplicación, cuyo opuesto sería la diligencia y la laboriosidad. Otro, profundo, en el sentido de tristeza, apatía o angustia respecto del bien más alto del hombre; su opuesto no es propiamente la laboriosidad o la diligencia, sino la magnanimidad, la grandeza de ánimo, que es —como antes se dijo— un ingrediente necesario de la deportividad. Si la pereza, en su sentido más profundo, es una tristeza que paraliza al hombre, la magnanimidad implica la alegría que el hombre siente ante su bien supremo, alcanzable en el ocio auténtico. La magnanimidad es una extensión del ánimo hacia las grandes cosas y tiene su raíz en la confianza en las más elevadas posibilidades humanas. El magnánimo se exige lo más grande y digno de sí mismo, y con ello se dignifica. Al estar en situación de exigencia respecto de sí mismo, reconoce que todavía no ha hecho lo mejor de sí y que eso, por ende, merece una conquista audaz. El magnánimo siempre se está conquistando en su mejor ser, es decir, siempre se está remozando o rejuveneciendo. No en vano la mocedad o la juventud es el símbolo plástico de la esperanza propia de la magnanimidad.
Con ello se pone de manifiesto que la pereza profunda —la tristeza apática— puede muy bien coexistir con la diligencia y la laboriosidad. Es más, éstas son la mayoría de las veces simples coberturas o tapaderas de la pereza profunda. Se puede trabajar para ahogar la apatía de la pereza, que es entristecimiento sombrío por el mejor bien del hombre: el cumplimiento y el dominio perfecto de las facultades más altas, el entendimiento y la voluntad libre. Por eso, la pereza profunda se opone al ocio auténtico, al descanso del hombre en su más alto bien. No hay ocio sin magnanimidad, pues el ocio sólo es posible cuando el hombre ejecuta su verdadero sentido: la libre posesión de sí mismo. La pereza profunda, en cambio, carece de magnanimidad, pues hace que el hombre rehúya la empresa suprema de disponer libremente de sí mismo. El perezoso profundo rechaza la tarea de ser tan grande como realmente es: no quiere ser lo que debe ser, o mejor, no quiere ser lo que es. Si el ocio verdadero está vivificado por la magnanimidad, la pereza profunda está corroída por la pusilanimidad; el perezoso prefiere empequeñecerse para sacudirse la obligación de la grandeza, pues los mejores bienes del hombre acarrean la exigencia imperiosa de su cumplimiento. El perezoso se parece al neurótico, que en el plano superficial muestra un deseo de curarse, pero en el plano profundo teme las exigencias o las obligaciones del estado de salud.
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La actitud laboral del mundo moderno: el pesimismo
Justo nuestra época muestra esos rasgos neuróticos: en la superficie se dispara con un desmesurado talante laboral, con una excesiva actitud diligente, pero en un plano profundo la pereza está herida de tristeza por los más altos ideales humanos. Por eso su primer brote interior es el pesimismo, la desesperación. Ni el pesimismo ni la desesperación se conjugan en el ocio, puesto que niegan la posibilidad de la autoconquista. Con tal negación contradicen, no obstante, a la realidad humana, orientada ineludiblemente hacia su propia plenitud. Desesperar es, por tanto, contradecirse, o sea, afirmar la grandeza humana y negar a la vez la posibilidad de su posesión. Desesperar es desgarrarse por dentro. Cubrir este desgarro con el velo de la actitud laboral no es anular la pereza. Es más, lo laboral puesto y querido con exclusividad condiciona la expulsión de la magnanimidad clarividente, dando paso a la mezquindad meticulosa, tan justamente criticada por el Romanticismo.
Heidegger ha analizado finamente esta distorsión básica del hombre moderno, cuyos frutos inauténticos son la dispersión, la charlatanería, la curiosidad insaciable, el desasosiego interno, la inestabilidad psíquica, el embotamiento e indiferencia ante todo lo necesario para la conquista del hombre.
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El juego es libertad y promoción de libertad
Por eso el deporte, en su sentido más radical, a saber, como juego liberador y como deportividad magnánima, es la llave más cercana, sencilla y eficiente para abrir el núcleo supremo del hombre, y es también el camino más simple y asequible de promoción humana. Por ser expresión de magnanimidad, el deporte sólo se puede desarrollar en el ocio, o sea, en la actitud por la que el hombre se conquista libremente y se autodispone. Al convertirlo en mero asunto laboral, se corre el peligro de hacerlo una supurante emanación de la pereza profunda a la que el hombre está expuesto. Sólo deportivamente la vida merece la pena de ser jugada.