Las bodas de Camacho

Por Alcaraván

Bodas de Camacho. Aguafuerte y buril de MIGUEL SANTOS

Bodas de Camacho.
Aguafuerte y buril de MIGUEL SANTOS

Hace unos días, releyendo el Quijote y después de concluido el capítulo XX de la segunda parte; el que habla de las famosa bodas de Camacho y lo que allí aconteció, no me quedó otra alternativa que pensar en la vigente actualidad que guardan las actitudes que se muestran en unos hechos acaecidos hace casi cinco siglos.

De todos es sabido que la alimentación es básica y fundamental para nuestra supervivencia lo que convierte a cualquier elemento nutriente, elaborado o no, que exista en la naturaleza en objeto deseado y a su ingesta en un fin inexcusable de todo ser vivo. Este axioma nos acompaña durante toda nuestra animal existencia.

La naturaleza en su proceso evolutivo, y el ser humano con su manufacturación, crean y almacenan una cantidad ingente de nutrientes animales, vegetales y minerales, que garantizan nuestra  supervivencia. La naturaleza los almacena en los elementos aire, tierra, agua y el hombre en mastodónticos silos para graneles y en naves industriales construidas con cerchas metálicas y con enormes cámaras frigoríficas capaces de alterar, incluso, la relación natural del producto con las estaciones.

Hasta aquí todo obedece, más o menos, a un orden natural (tómese como ejemplo simple a una ardilla almacenando y custodiando sus nueces) únicamente alterado por los nuevos conocimientos tecnológicos que van adquiriendo los seres humanos, las catástrofes naturales y las mutaciones climáticas.

Esta cadena natural se infecta y enferma hasta oxidarse cuando alguien, alguna vez y en algún sitio decide poner valor monetario y comercial a un tubérculo (patata por ejemplo) amparándose en la necesidad imperiosa e ineludible que tenemos de comprársela. Aquí se va a establecer la primera diferenciación entre los humanos que pueden y los que no pueden pagar esa patata. Aquí es cuando podemos hablar de hambre provocada por el hombre y de acumulación de desfavorecidos que asisten pasivos a la adquisición e ingesta de patatas por parte de los que sí pueden pagar el valor establecido.

Es  esta boda, vuelvo al capítulo del Quijote cuya lectura ocasionó este relato, un montaje teatral y un escenario real en el que se nos muestra  la representación de la misma “guerra económica”, unos cuantos siglos atrás y con otros personajes. Lo que da que pensar en que, según qué cosas, no evolucionamos tanto como nos creemos y presumimos. Con mayor motivo en estos tiempos en los que la distancia con los desfavorecidos se hace cada vez mayor y convierte en opulenta y ostentosa cualquier muestra o asomo de billetera. No me refiero a coches buenos ni a relojes; sino simplemente al hecho de tener garantizada la alimentación todos los días; aunque sea gracias a un trabajo remunerado. Hay gente, seguramente que sin ser su pretensión, que con su irresponsable ostentación insulta y provoca constantemente  a los que buscan en los contenedores de las grandes superficies algún nutriente que le permita volver a sufrir el día siguiente.

El rico Camacho convierte el episodio de sus bodas en un espectáculo de la riqueza y la exageración. A día de hoy, y eso que ha llovido, cuando nos referimos  a una celebración con productos culinarios caracterizada por la desproporción y la desmesura en las viandas, el servicio, los músicos, los agasajos etc., lo hacemos como si fuesen las mismísimas bodas de Camacho dando la sensación de que es un hombre popular y conocido de todos.

Lo primero que vio el buen Sancho, glotón sí; pero no tan desfavorecido como los que hay ahora, según cuenta el autor fue:  “…espetado en un asador de un olmo entero, un entero novillo; y en el fuego donde se había de asar ardía un mediano monte de leña, y seis ollas que alrededor de la hoguera estaban no se habían hecho en la común turquesa de las demás ollas, porque eran seis medias tinajas, que cada una cabía un rastro de carne: así embebían y encerraban en sí carneros enteros, sin echarse de ver, como si fueran palominos; las liebres ya sin pellejo y las gallinas sin pluma que estaban colgadas por los árboles para sepultarlas en las ollas no tenían número; los pájaros y caza de diversos géneros eran infinitos, colgados de los árboles para que el aire los enfriase.”

En aquellos tiempos la ostentación era mayor y más intencionada pues dada la magnitud de las viandas, los manjares se elaboraban en la calle, a la vista de cualquiera tal y como se hace ahora en ciertas revistas y programas de TV que muestran machaconamente lo bien que comen, el  cutis que tienen y los lujosos adornos que engalanan las muñecas y orejas de los que pueden comprar la patata.

Soy consciente de que la sección gastronómica de una revista no es el lugar más indicado para analizar la actual situación social, ni tampoco lo pretendo (ni siquiera he mentado la palabra crisis); pero sí me gustaría decir y lo voy a hacer, qué carajo, que este tipo de espectáculos diarios que tenemos que presenciar aunque no hayamos sacado la entrada son obscenos, máxime cuando cada vez hay más desfavorecidos que han agotado sus últimas prestaciones económicas. Ni qué decir de las involuciones en lo social, cultural y sindical. Bueno, ya lo he dicho.

El propio Don Miguel relata, más adelante, incidiendo en la grandiosidad: “Contó Sancho más de sesenta zaques de más de a dos arrobas cada uno, y todos llenos, según después pareció, de generosos vinos; así había rimeros de pan blanquísimo, como los suele haber de montones de trigo en las eras; los quesos, puestos como ladrillos enrejados, formaban una muralla, y dos calderas de aceite, mayores que las de un tinte, servían de freír cosas de masa, que con dos valientes palas las sacaban fritas y las zabullían en otra caldera de preparada miel que allí junto estaba.

Los cocineros y cocineras pasaban de cincuenta: todos limpios, todos diligentes y todos contentos. En el dilatado vientre del novillo estaban doce tiernos y pequeños lechones, que, cosidos por encima, servían de darle sabor y enternecerle. Las especias de diversas suertes no parecía haberlas comprado por libras, sino por arrobas, y todas estaban de manifiesto en una grande arca. Finalmente, el aparato de la boda era rústico, pero tan abundante que podía sustentar a un ejército.”

Camacho representaba el poder económico y así se lo hacía ver a los demás en su alarde de cocineros, manjares, coros y bailes. Demostración de su materialismo estentóreo y generoso con los desasistidos; aunque solamente fuese una vez.

La que iba a ser su esposa, Quiteria, el objeto de deseo, representaba la belleza ornada con ricos metales y vidriosas piedras que prendió de su cuello y de sus orejas su adinerado pre marido.

La pobreza del desfavorecido la representaba Basilio que, únicamente, movido por su amor a Quiteria dejó de hurgar en los contenedores de las grandes superficies, para con otro gran alarde, esta vez de ingenio y teatralización, burlar los intereses del rico Camacho y desposeerle de su casi esposa.

Parece ser que a Camacho no le importó demasiado; pues el valor de lo perdido a causa del ingenio y sentimiento de Basilio era muy fácil de reponer buscando en cualquier cámara frigorífica de alguno de sus múltiples almacenes.

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