«El cómputo de los días», de Sam Shepard

JOSÉ LUIS MUÑOZ

Fascinante la miscelánea que recoge el último libro publicado de Sam Shepard (1943-2017) El cómputo de los días (Hojas de hierba, 2024). El escritor, poeta, dramaturgo y actor de cine que ganó el premio Pulitzer era un viajero incansable y todo hace prever, leyendo esta compilación de relatos, algunos micros y otros simplemente pequeños apuntes, que están escritos en moteles o en las áreas de servicio de las autopistas de su país y son retratos sociológicos. Literatura de carretera (hay una mención a Jack Kerouac: No me acaba de convencer, pero como hombre, como persona seguramente nunca te acabará de convencer alguien que supuestamente ha escrito un libro importante que tanta gente dice que le ha cambiado la vida) y de frontera, porque la frontera sur es siempre una tentación: Encontré un trozo de mantel de cuadros limpio y seco. Delante una pareja de chavales mexicanos flacos tan perdidamente enamorados que tenían las manos pegadas con cola de impacto. Ojos negros, aztecas, vueltos del revés, ciegos a la fealdad del mundo, devorándose mutuamente las bocas mientras se les enfriaban los panqueques.

Reivindica esos viajes en solitario, que quizá no lleven a ninguna parte (recuerdo Los autonautas de la cosmopista de Julio Cortázar y Carol Dunlop), sean simplemente una huida de sí mismo en unas anotaciones a vuelapluma sin embargo tan extraordinariamente literarias: El largo trayecto de Rock Springs a Gran Island, Nebraska, arranca con un tiempo pésimo. Después de dos huevos poco hechos y un trozo de jamón procesado me echo a la carretera sobre las siete. Viajar y pernoctar en esos moteles infames es parte de trayectos vagabundos: El retrete de la habitación no para de gemir y berrear como una ambulancia lejana que no va a llegar nunca a la escena de la destrucción. Moteles que comparte con los desheredados del huracán Katrina: Aquí no hay nada dulce. Lo único que hay es gente desplazada de Nueva Orleans. Familias enteras viviendo a mi alrededor. En la habitación de al lado. Debe de haber unas diez personas en ella. De todas las edades, supongo. Se las oye. Son demasiadas para apiñarse en un solo cuarto. Se oye como intentan llevarse bien. Porque en los relatos de Sam Shepard siempre pivota el compromiso social, ponerse en el lugar de los parias de la tierra, asumir sus penurias, gritar por ellos: Por ejemplo, a esa gente de ahí al lado hay alguno al que se le nota que su vida entera ha sido una cadena de catástrofes. Una encima de la otra, como cuentas malignas de un collar. El huracán es simplemente una más. Mete el filo de su pluma en describir esos barrios en donde no debería vivir nadie: Unas casitas de mierda con tejado a dos aguas construidas por el gobierno y dispersas por las Sandhills. Ni un ser humano a la vista, únicamente indicios. Montañas de basura maloliente, agujeros de bala en todas las ventanas. Plástico negro ondeando. Tablones de contrachapado de tres cuartos de pulgada clavados sobre las puertas como si fueran protección contra huracanes cuando aquí solo hay un océano de arena. Aullando.

Es obvio que la noche anterior me había imaginado cómo podría ser. Proyecciones. Imágenes, supongo. En la cabeza. De cómo podría ser mi cabeza. Decapitada. Cegada de repente. Separada del cuerpo. Está claro que nadie más te podrá contar la experiencia. Pasar por el cadalso y volver para contarlo, salvo yo. El cómputo de los días podría haberse titulado perfectamente Cabezas cortadas, como la película del brasileño Glauber Rocha, por la obsesión del norteamericano de incluir en sus relatos descabezados: Acero reluciente y antiguo, descendiendo como un mensaje de los cielos sobre nuestros cuellos blancos y desnudos. La clase de separación que más me aterra. Perder la cabeza. El shock absoluto de la separación repentina. El cuerpo por un lado y la cabeza por el otro. La cercanía de la frontera y las costumbres de los narcos fomenta esa obsesión: 12 de septiembre. La policía encuentra veinticuatro cadáveres, quince de ellos decapitados y muchos con indicios de tortura, en un campo situado al oeste de Laredo. La mayoría con disparos en la cabeza. También hay referentes históricos en la que se sustenta: O como cuando vieron que la cabeza de la Reina María de Escocia seguía parloteando un cuarto de hora largo después de que el verdugo se paseara de un lado a otro por el cadalso, presentándola a la multitud, agarrándola por la mata de pelo rojo y rizado, los ojos muy abiertos y el mentón subiendo y bajando sin articular palabras. Y no falta el surrealismo maridado con humor: Es una lástima, pero a la vez he estado yo entero de no haber estado completamente decapitado. Tal como había encontrado él en la zanja, nos podríamos haber hecho buenos amigos. Presume uno que esa obsesión a perder la cabeza, real o metafórica, tiene raíces cinéfilas y que el culpable es el director de Apocalipse Now: En la máquina de discos suena el tema de “El padrino”. Es muy inquietante y siempre me recuerda la escena aquella de la cabeza cortada del caballo. ¿Qué le pasa por la cabeza a Coppola? ¿Cómo se le puede ocurrir algo así a alguien? ¿Hay que ser siciliano o algo parecido?

Muchos de sus relatos se inscriben dentro del género negro, yo diría que todos entran en ese cajón por su raigambre social. Hay reflexiones de sicarios en la soledad de sus mugrientos moteles, antes de efectuar su trabajo, como el de que se queja de que se le exija arrancar la piel de la cara de su víctima para dar fe de su trabajo cumplido: Les dije que, si le arrancas la cara a alguien, lo más seguro es que esa cara experimente toda clase de alteraciones, encogimiento, desintegración en los bordes, distorsiones de la boca y de los orificios oculares. Incluso el color, el tono de la piel se puede alterar. Hace hincapié el autor en lo bien pagada que está esa profesión: Nada pega tan bien como pegarle un tiro a un desgraciado en toda la cabeza y escalar posiciones. Créeme. Nada. Con un cheque así me puedo perder varios meses en el Yucatán. Puedo vivir como un puñetero potentado. Rodeado de bellezas de piel tostada. De tequila hasta las cejas. Flotando boca arriba en el verde mar Caribe. También los sicarios pierden su cabeza, metafóricamente hablando: Perdió la cabeza por completo. No sé qué lo provocó. Se puso a disparar y a disparar. En círculos. Surtidores de gasolina explotando, gente abatida. Gente corriendo para ponerse a cubierto.

 

 

Se recogen en esa miscelánea en nada ajena a una sociedad violenta como la estadounidense unos cuantos suicidios perfectamente orquestados: Su padre tenía una ferretería en Oregón y parece que una noche después de cerrar se las apañó para construirse una especie de polea, atando cordón de nylon y sedal a los gatillos de un par de pistolas Browning puestas una encima de la otra, lo cual le permitió poner la frente directamente delante de los cañones y apretar ambos gatillos a la vez. O este otro del que es testigo un portero de noche, puede que una de las profesiones más literarias del mundo por las historias que conocen: Cuando eres portero de hotel ves muchas idas y venidas, ves de todo. Putas con cuchilladas en la cara. Suicidios. Una vez se metió por una ventana una pareja de chavales desde la octava planta. Se tiraron por la puñetera ventana cogidos de la mano. Chico y chica.

El libro no tiene desperdicio, Sam Shepard demuestra (me cuesta hablar en pasado, sobre todo de un escritor) dominio de la narración, escoge las palabras justas, recrea un universo duro, traslada al lector a esos escenarios descarnados y describe con pinceladas precisas a sus personajes como lo haría un pintor expresionista: La nariz se le ensanchó y se la aplanó y se le puso un poco como a Rocky Marciano. Los labios se le inflaron y le quedaron un poco caídos y desarrolló la costumbre de no cerrarlos nunca del todo. Sus ojos adoptaron esa pátina negra e intensa de los gitanos italianos y el pelo le empezó a colgar en unos bucles desmañados que carecían de elasticidad. Une la anécdota al aspecto físico del implicado en ella: Conocí a un hombre en Montana al que le había caído un rayo en toda la coronilla. Me enseñó la cicatriz. Era de un marrón intenso, color hígado de ternera frito, del tamaño de una moneda de cuarto de dólar y con un puntito negro en el centro. Describe, haciendo gala del humor, a un invidente: No puedo evitar mirar directamente al ciego a los ojos. Nunca lleva gafas oscuras y tiene unos ojos muy abiertos que no parpadean. Está claro que son ojos sintéticos, como aceitunas grandes en un Martini pálido.

El alter ego de Sam Shepard recorre el país, busca y encuentra vestigios cinematográficos allá por donde vaya: De golpe, Denis nos sale con la revelación absoluta de que éste tiene que ser el pueblo donde Alfred Hitchcock rodó “Vértigo”. ¿Os acordáis de la torre? Pues la estamos viendo a través del ventanal. Se acuerda de que Jimmy Stewart subía las escaleras y la mujer se caía. ¿O era el hombre? Se lamenta de la destrucción del medio ambiente, él que era medio vaquero e interpretó a un Butch Cassidy bien maduro en un western ejemplar made in Spain: Dicen que hoy en día, si te plantas al borde del Gran Cañón, las luces más potentes que velas en el cielo nocturno ya no son las estrellas sino el resplandor del neón de los casinos de Las Vegas que queda a ciento setenta y cinco millas de distancia.

Hay párrafos, descarnados, blasfemos y provocativos, escritos con una inusitada rabia que enlazan religión, canibalismo y sexo en un totum revolutum: Las hostias y el vino. La carne y la sangre de Nuestro Señor. Congregación caníbal. Sexo en manada. Sumergidos. Fiebre. Traseros abultados entre piernas duras como la roca. Cristo claro, clavado en un palo. Con sangre. Los pies. Clavos goteando. Madres de amigos. Hermanas. Traseros de chica. Sexo. Chavalas latinas. Los labios tan repintados que les caían grumos sobre los regatos negros humeantes. Uñas de la Virgen María. Olor acre a coño. O cuando habla de un caballo que murió de una erección terrible: “Buque de guerra” murió con una erección enorme que no se le iba. Y la muerte, claro, la que ve, de la que es testigo: Hoy desde la ventanilla veo el cuerpo del muerto, sacudiéndose espasmódicamente cuando lo enchufan al desfibrilador eléctrico. Los brazos se agitan impotentes sobre el asfalto negro. Luego le cubren la cara con las mantas. El médico rodea los hombros de la viuda con el brazo. Se apartan un paso del cuerpo. Y los muertos: Es una experiencia que no se olvida cambiarle la ropa a un muerto, te lo aseguro que era como un muñeco. Y la enfermedad que conduce a la muerte, y el cuerpo que, poco a poco, según avanza el mal, va perdiendo la poca dignidad que le queda: Recordaba que había asentido con la cabeza, como dándole permiso al enfermero, y luego había sentido que alguien le cogía los órganos sexuales como quien coge ciruelas en una tienda de alimentación y las mete en una bolsa para pesarlas.

El hombre llega por fin a orillas del lago con la cabeza cortada tambaleándose sobre la suya todo el tiempo. Se muere de ganas de deshacerse de ella. De escapar de toda esta situación. Del dolor lacerante que se siente en la nuca. Pero Sam Shepard no pierde en ningún momento la suya, narra como lo haría John Steinbeck sobre un país de desheredados que carece de sueños, escarba en esa América profunda, ahora enloquecida, que le ha dado la presidencia a un paranoico supremacista en su desesperación. Palmó el de Illinois antes de tener que exiliarse de una sociedad que lo habría perseguido y se ha instalado en la literatura del tuit. Nos lega su prosa magnífica que parece empapada de bourbon y tabaco, amarga, crítica y tierna a la vez, de fraseado corto y conciso como puñetazo en la boca del estómago. Una lección magistral de buen narrar este libro que podría servir de manual de escritura.