«La muerte de Luis XIV», de Albert Serra
JOSÉ LUIS MUÑOZ
Solo alguien embebido de sí mismo puede ser capaz de hacer películas como las del realizador catalán, o francés, Albert Serra (Banyolas, 1975). Filmar, casi en tiempo real, la agonía de Luis XIV —tenía que ser una performance en el Centro Pompidou— es toda una heroicidad y un desafió al posible espectador. Hacer la película sin salir del aposento real y mediante una serie de planos secuencias a cámara fija en cuyo escenario panorámico van entrando los distintos componentes de este drama suntuoso de época, es un ejercicio de estilo al que nos tiene acostumbrado el director de Pacifiction. Radicalidad absoluta la de este director que hace sus películas sin pensar en el espectador.
No sé si la taquilla de sus filmes es suficiente para que se embarque en nuevos proyectos o bien se sirve de su prestigio de enfant terrible ganado a pulso, sobre todo en el país vecino, para llevarlos a cabo. El cine de Albert Serra, moroso, lento, inmensamente aburrido para un espectador convencional, tiene, sin embargo, algo de hipnótico una vez que se acepta el juego y uno se deja llevar por él sin ofrecer resistencia. ¿Genio, como el mismo llega a definirse en algunas de las entrevistas boutade, o impostor?
El director catalán, o francés, filma con absoluto rigor en esta ocasión la agonía de Luis XIV, el ocaso del Rey Sol, que ya en los primeros minutos muestra una movilidad reducida. El monarca, envejecido y cansado bajo una aparatosa peluca, no se levanta de su lecho mortuorio, solo ingiere agua y es atendido en todo momento por el servicio y los camareros puestos a su disposición las veinticuatro horas del día que lo velan. Por su aposento pasan médicos, que se interesan por su estado de salud —una pierna que le duele—, profesores de la facultad de medicina de la Sorbona y hasta un charlatán de feria que ofrece un elixir a base de semen y sangre de toro para revitalizarlo. La pierna del rey, a pesar de los ungüentos y vendas que le ponen, se gangrena y el fin es ya irreversible cuando acuden, en sustitución de los médicos, sacerdotes, obispos y cardenales que lo reconfortan espiritualmente para pasar a mejor vida.
Albert Serra arma un discurso mortuorio sobre la degradación física del monarca. ¿Está filmando, por extensión, la decadencia de una institución inútil y obsoleta como es la monarquía? Puede. La corte, que rodea la cama, aplaude al Rey Sol en su ocaso absoluto cuando consigue injerir algún alimento, un pequeño sorbo de caldo; unas damas le piden que las acompañe fuera de la habitación y él, desde la cama, pide un sombrero para ponérselo y, a continuación, quitárselo y saludar educadamente a ese grupo femenino. Una comedia grotesca lo que sucede en esa cama-escenario mientras los nobles cuchichean entre ellos sobre el futuro del reino y el rey, que sabe que se está muriendo, se desentiende de las cuestiones de estado y pide que su corazón repose junto al de su padre.
El yacente, desde el minuto uno de La muerte de Luis XIV, carece de vida, de expresión, es una simple máscara cerúlea su rostro y su cuerpo, torpe y deforme, una envoltura molesta que poco a poco va siendo devastado por la enfermedad. En un momento determinado Luis XIV reivindica el cerebro sobre ese cuerpo inútil que no sirve para nada ya salvo proporcionarle dolor. Asistimos en directo a una muerte en primer plano y Albert Serra nos adjudica ese papel de voyeur para el que está hecho el cine.
Mientras somos testigos de esa agonía aburrida y lenta, tan lenta como el ritmo inexistente de la película, del que el director prescinde a conciencia como seña autoral, no podemos evitar en pensar en la nuestra y en desear que sea mucho más rápida que la del empelucado monarca francés. A veces, el mundo exterior se filtra en esa cámara claustrofóbica en forma de marcha militar que llega desde el jardín del palacio, o conciertos que los músicos reales dan fuera de la cámara para que le lleguen los acordes y hagan más plácida el tránsito, pero el rey no les presta mucha atención, como tampoco a una tormenta cuyos truenos se escuchan. No pasa nada absolutamente en pantalla más que esa morosa marcha hacia la nada de un cuerpo agotado y falto de toda sensibilidad en el que se mete ese icono de la nouvelle vague que fue Jean Pierre Leaud en un papel que no exige de él más esfuerzo físico que el de poner cara de premuerto y finalmente de muerto en una cama que es su escenario único. La película termina con la evisceración del cadáver, perdonen el espóiler. Somos simple y perecedera materia y no queda nada que trascienda aunque se trate de un rey salvo el legado político o artístico que haya dejado.
¿Tomadura de pelo o genialidad absoluta esa sucesión de secuencias a cámara fija fotografiadas como si una persistente bruma invadiera el aposento real y faltara iluminación? Pues no lo sé, pero me ha mantenido enganchado.