«Perfect Days», de Wim Wenders
JOSÉ LUIS MUÑOZ
Es Wim Wenders (Dusseldorf, 1945) el cineasta más activo de esa eclosión del nuevo cine alemán en el que estaban Rainer Werner Fassbinder, Werner Herzog, Volker Schlöndorff, Alexandre Kluge, Peter Fleischmann, Reinhard Hauff, Edgar Reitz, entre otros, y, sin lugar a duda, el más internacional de todos ellos y diría que el más lírico cuya carrera se ha diversificado entre películas de ficción y documentales. El director de Alicia en las ciudades, después de haber estado en Estados Unidos con París-Texas, adaptado a Patricia Highsmith y haber rodado una serie de documentales sobre el papa Francisco El papa Francisco, un hombre de palabra, o el fotógrafo Sebastiao Salgado La sal de la tierra en Brasil, viaja a Japón para realizar un homenaje nada velado al cine de Yasujiro Ozu, del que ya había rodado el documental Tokio-Ga en 1985, del que dijo que había sido el director del cine del que más había aprendido.
¿Qué es la felicidad? se pregunta el espectador después de haber visto esta película minimalista y contemplativa en donde prácticamente no sucede nada. Hirayama (Koji Yakusho, actor magnético y extraordinario que llena la pantalla) es una empleado de la limpieza de los lavabos de la ciudad de Tokio que vive muy modestamente en un barrio periférico de la ciudad y se limita a cuidar de sus bonsáis, hacer muy bien su trabajo de limpiador, contemplar la luz entre las ramas de los árboles, hacer fotos de naturaleza con una cámara analógica que luego revela, escuchar música occidental de los años ochenta en casete en su furgoneta cuando acude al trabajo, porque se niega a ser digital, ir a comer siempre al mismo restaurante y comprar buena literatura (Patricia Highsmith, un guiño del director de El amigo americano a la gran dama de la novela negra) para leer por la noche antes de que le venza el sueño. Y con esta vida tan anodina Hirayama, que sabe sacar partido a las pequeñas cosas que le rodean, es inmensamente feliz.
El menos es más Wim Wenders lo aplica no solo a la experiencia vital de su protagonista absoluto, un actor extraordinario que interpreta sin prácticamente decir palabra en dos horas de metraje, sino también a la forma de rodar, minimalista y atenta a los más mínimos detalles sensoriales como cuando recoge con cuidado una flor silvestre que crece en el alcorque de un árbol y la lleva a su casa para trasplantarla a un tiesto. Perfect Days hace de la rutina diaria de su personaje, con un día calcado al anterior, sin sobresaltos, una forma de vida y también una expresión narrativa. Wim Wenders dota a su personaje de un exquisito gusto musical por los años setenta cuando escucha sus casetes en la furgoneta (Beatles, Lou Reed, The Velvet Underground, Otis Reding, Nina Simone, The Animals…) y literario que contrasta con la escasa enjundia de su trabajo. ¿Puede un trabajador de la limpieza ser un exquisito melómano y lector? Sin duda.
Extraordinariamente fotografiada por Frank Lustig, de principio a fin la película posee un cromatismo suntuoso, incluidas esas imágenes oníricas en blanco y negro que sirven para separar los días del protagonista, muy especialmente en la iluminación de las escenas nocturnas de un Tokio que huye deliberadamente del de los neones y las enormes pantallas de plasma y las aglomeraciones al que estamos acostumbrados, porque Wim Wenders y el protagonista de su película se mueven en otra esfera urbana muy alejada del ajetreo febril de esa gran urbe. La película tiene dos secuencias que perfectamente podía haber obviado el director: la relación del protagonista con su estúpido compañero de trabajo, un joven descerebrado que necesita dinero para salir con su novia teñida de rubio y quiere vender sus casetes, y el encuentro con el ejecutivo víctima de metástasis con el que el protagonista comparte una cerveza acodados a la barandilla de un río. Por lo demás una película perfecta este Perfect Days, aunque no suceda nada, y esa es la magia de este haiku de dos horas. ¿La felicidad es no tener nada y no necesitar nada? Pues puede que sí, que sea eso.