“Isla perdida”, de Fernando Trueba
JOSÉ LUIS MUÑOZ
Responsable de grandes éxitos (La niña de tus ojos, Belle epoque, El año de las luces), grandes fracasos (Two Much, El embrujo de Shanghái), rarezas internacionales (El sueño del mono loco) y una de sus películas más inquietantes, y exquisiteces varias (El artista y la modelo, Chico y Rita) es Fernando Trueba (Madrid, 1955), un director todoterreno que le gusta ir cambiando de registro, aunque en donde mejor se desenvuelve sea en el género de la comedia.
En Isla perdida traslada su casting a una luminosa isla griega en donde un enigmático norteamericano llamado Max (Matt Dillon) regenta un pequeño restaurante a donde va a parar como empleada Alex (Aida Folch), una chica que hace el viaje desde Barcelona buscando ese trabajo de camarera. Entre la chica y el misterioso dueño nace una tensión sexual y erótica que deriva finalmente hacia una historia negra en donde se desvela oscuro pasado que oculta Max.
El problema de Isla perdida, que lanza guiños evidentes a Patricia Highsmith, son los bandazos que va dando la embarcación de Fernando Trueba en su aventura por el Egeo. Empieza como película costumbrista y luminosa, con especial atención por la exquisita gastronomía del establecimiento, deriva luego hacia la comedia de enredo romántico que no cuaja por la escasa química entre Matt Dillon y Aida Folch, y termina siendo, de forma abrupta, un film negro. Me quedo con las dos primeras terceras partes de la película, que parecen un film de Richard Linklater porque en la última se produce el naufragio.
Mientras Aida Folch, nuestra Mónica Bellucci que ya había brillado con creces en El artista y la modelo del mismo Trueba, está fresca y natural en su papel de joven que se enamora de su misterioso patrón, Matt Dillon se muestra en todo momento acartonado y poco creíble en su papel de hombre atormentado que arrastra un turbio pasado. Tampoco ayuda mucho el secundario Chico (Juan Pablo Urrego) en su papel de empleado díscolo del restaurante que husmea en donde no le llaman. La película de Fernando Trueba se frustra precisamente en el último tramo, en su último quiebro genérico, en el que el director de Belle epoque quiere rendir, sin mucho éxito, un homenaje al cine clásico negro que admira como buen cinéfilo que es. Una lástima.