«La ignorancia», de Milan Kundera
JOSÉ LUIS MUÑOZ
Es Milan Kundera (Brno, 1929-Paris, 2023), y lo digo en presente porque los escritores, algunos, sobre todo él, no mueren, pieza clave de la literatura centroeuropea del pasado siglo y de este al que conviene releer muy detenidamente o descubrir los que no lo conozcan. Son sus libros de lectura lenta, no porque sean farragosos, todo lo contrario, sino por la multitud de significados insertos en sus textos de apariencia sencilla. Su estilo literario se caracteriza por cierta aridez formal, la huida de las florituras, por ir a lo sustancial, y por tanto huir de la adjetivación, e incitar a la reflexión. Leerlo, en cierta forma, es escucharlo.
La ignorancia se centra en el concepto de exilio y tener el corazón partido entre dos países: Chequia y Francia. Su exilio forzado en Francia y escribir buena parte de su obra en francés, le supuso una especie de bicefalia de la que este libro, La ignorancia, es buena prueba. Porque la noción misma de patria, en el sentido noble y sentimental de la palabra, va vinculada a la relativa brevedad de nuestra vida, que nos brinda demasiado poco tiempo para que sintamos apego por otro país, por otros países, por otras lenguas. En checo escribió La broma, La vida está en otra parte, El libro de la risa y el olvido, La insoportable levedad del ser, La despedida, El libro de los amores ridículos, La inmortalidad, la obra de teatro Max y su amo; en francés los ensayos, El arte de la novela y Los testamentos traicionados, además de las novelas La lentitud, La identidad y La ignorancia, que forman un tríptico.
Kundera propone con La ignorancia, un tema que deriva de un fenómeno que en el siglo XX alcanza una dimensión hasta ahora desconocida: la inmigración voluntaria o impuesta, pero él es un emigrante de primera clase, un intelectual que es recibido con los brazos abiertos y todos los honores en Francia, no un pobre refugiado político o económico. Según quiere hacer creer a los demás y a sí mismo, abandonó su país porque ya no soportaba verlo sometido y humillado. Lo que dice es cierto, pero los checos, en su mayoría, se sentían como él, sometidos y humillados, y no por ello se fueron corriendo al extranjero. Parece un reproche que se dirige a sí mismo. Las referencias en el texto, de La Odisea son constantes. El protagonista masculino, Josef, regresa a Ítaca tras muchos años y eso le da pie para hablar de la ausencia, la amistad, la memoria, el olvido, la ignorancia y el regreso: Cuanto mayor es el tiempo que hemos dejado atrás, más irresistible es la voz que nos incita al regreso. Esta sentencia parece un lugar común. Sin embargo, es falsa. El ser humano envejece, el final se acerca, cada instante pasa a ser siempre más apreciado y ya no queda tiempo que perder con recuerdos. Pero solemos vivir de recuerdos en nuestra última etapa.
En esta novela que es eminentemente reflexiva más que narrativa, como buena parte de su obra, carga Kundera sobre el expansionismo ruso, causante de su huida del país, y el comunismo, causante, según él, de infinidad de males: Por horrible que sea, una dictadura fascista desaparecerá con su dictador. Así que la gente puede seguir teniendo esperanza. Por el contrario, el comunismo, apoyado por la inmensa civilización rusa, es para un país como Polonia o como Hungría, por no hablar de Estonia, un túnel sin fin. Los dictadores son mortales, Rusia es eterna. Rusia que se imponía culturalmente y emocionalmente, mediante una publicidad engañosa que hablaba siempre de la amistad entre el pueblo dominador y el sometido: ¡Cuántas veces no habrá visto Josef carteles con manos entrelazadas! ¡El obrero checo estrechando la mano de un soldado ruso! Pero eso no le impide criticar la perdida de las esencias nacionales que lleva la pertenencia a la Unión Europea: El imperio soviético se desmoronó porque ya no podía tener bajo control naciones que querían ser soberanos. Pero esas naciones son ahora menos soberanas que nunca. No pueden elegir ni su economía ni su política exterior, ni siquiera los eslóganes publicitarios.
Josef, es Ulises, un alter ego de Kundera, que regresa a Ítaca después de ese largo exilio forzado, navegando por Francia —En agosto de 1968, el ejército ruso invadió el país. Durante una semana, las calles de todas las ciudades aullaron de indignación. Nunca el país había sido hasta tal punto patria ni los checos hasta tal punto checo—, reflexiona, mientras emprende el retorno, sobre el sentimiento de nostalgia que le invade, sobre la etimología de la misma palabra —En griego, regreso, se dice “nostos”. “Algos” significa sufrimiento. La nostalgia es, pues, el sufrimiento causado por el deseo incumplido de regresar—, y sobre acontecimientos capitales que sacudieron Europa —1936, año de la guerra Civil en España. 1948, año en que los yugoslavos se rebelaron contra Stalin. Y 1991, año en que se pusieron todos a asesinarse entre sí. Habla de la descomposición de Yugoeslavia. Curiosamente se olvida de la Segunda Guerra Mundial y del horror del nazismo.
En su país de exilio llega a perder la percepción del de su origen: Mi país queda lejos, y no sé qué ocurre en él. El cerebro se empeña en borrar ese pasado: Los recuerdos se van si dejan de evocarse una y otra vez en las conversaciones entre amigos. Y la vida de sus familiares que quedaron allí tampoco es plácida: El régimen no les hacía la vida fácil a los parientes de los emigrados. Pero hay una reivindicación de la patria, heredera del romanticismo que la exaltó: Los checos amaban su patria, no porque fuera gloriosa, sino porque era desconocida. No porque fuera grande, sino porque era pequeña y estaba continuamente en peligro. Y de la conducta personal de cada uno hacia la patria, que él no compartió porque se exilió: Estar dispuesto a dar la vida por su país. Todas las naciones han conocido la tentación del sacrificio.
Ulises / Kundera encontró en la Francia del exilio, que lo hizo suyo, algo fundamental para subsistir: el amor. Efectivamente se casó en Francia. Y sobre todo en el extranjero, Josef se enamoró, y el amor es la exaltación del tiempo presente. Su apego al presente ahuyentó los recuerdos, lo protegió contra sus interferencias. Su memoria no pasó a ser más malévola, sino más descuidada como desprendida y perdió poder sobre él. Y esto le da pie al autor para hablar de la fidelidad: ¿Qué agotadora es la fidelidad cuando no brota de una verdadera pasión?
Ironiza Milan Kundera sobre su país, el que encuentra de regreso convertido en otro (salió de Checoslovaquia, regresó a Chequia), que se le antoja impostado, un decorado: Adormilada y descuidada durante el periodo comunista, Praga se despertó ante sus ojos, se pobló de turistas, se engalanó de casas barrocas restauradas y repintadas. Describe, no sin cierta crueldad, esa capital embellecida para recibir la plaga bíblica del turismo: Allí empieza la Praga de las postales, la Praga sobre la que la historia imprimió sus múltiples estigmas, la Praga de los turistas y de las putas, la Praga de esos restaurantes tan caros que no pueden frecuentar sus amigos checos, la Praga danzarina que se contonea ante los proyectores, la Praga de Gustaf.
Reflexiona sobre la muerte, más leve para un adolescente que para un adulto, y la argumenta: Morir; decidirse a morir; es más fácil para un adolescente que para un adulto. ¿Qué? ¿Acaso la muerte no priva al adolescente de una mayor porción de porvenir? Sí, es cierto, pero para un joven el porvenir es algo lejano, abstracto, irreal, en lo que no acaba de creer. Fabula su propia muerte, en medio de un entorno natural, en la aséptica y silenciosa nieve: Ya lo tiene. Salir del hotel, ir muy lejos, muy lejos, naturaleza adentro y en algún lugar apartado, tumbarse en la nieve y dormir. La muerte vendrá mientras duerma, muerte por congelación, muerte dulce sin dolor. La relación que existe entre el tiempo y la muerte: Si este tiempo no tuviera límites, ¿sentiría Josef tanto apego por su mujer difunta? Nosotros, a quienes nos tocará morir muy pronto, no lo sabemos.
Josef regresa a la patria, se ve reflejado en un escaparate — Luego se da cuenta de que lo que ve no es tan solo su rostro vagamente reflejado, sino el escaparate mismo de una carnicería. Un costillar colgado, piernas cortadas, una cabeza de cerdo con un morro amistoso y conmovedor—, se reencuentra consigo mismo después de años de ausencia —Hablaba como si volara y, por primera vez durante su estancia, era feliz en su país, lo sentía suyo—, se excita sexualmente con las palabras del idioma olvidado que de repente cobran fuerza en su interior, porque es algo telúrico, compartido por sus ancestros —Por primera vez en veinte años, él vuelve a oír en checo esas groserías y de golpe se excita como jamás lo había estado desde que abandonó el país, porque todas esas palabras groseras, sucias, obscenas, solo ejercen poder sobre él en su lengua natal. La lengua de su Ítaca. Ya que solo desde ahí, desde las raíces más profundas, asciende en él la excitación de generaciones y generaciones—, hace el amor con una antigua amante, acepta y disfruta de su cuerpo decadente, como un cuadro de Lucien Freud, reemprendiendo con ella ese viaje de regreso al país natal del que emigraron hace veinte años y del que tienen una visión y unos recuerdos muy diferentes: Le encanta aquella celulitis, como si expresara la habitabilidad de una piel ondulante que se estremece, que habla, que canta, que se agita, que se exhibe. Cuando ella se inclina para recoger la bata caída en el suelo, él no puede dominarse y desnudo, recostado en el diván, le acaricia las nalgas magníficamente orondas, palpa esa carne monumental sobreabundante.
Hacia el final del ensayo novelado que es La ignorancia, puede que uno de los libros más políticos de Milan Kundera, hay un homenaje al origen del mundo: Él seguía mirándole el sexo, ese reducidísimo lugar que con una admirable economía de espacio garantiza cuatro funciones supremas: excitar, copular, engendrar, orinar.
El porvenir no le interesaba. Deseaba la eternidad. La eternidad es el tiempo detenido, inmovilizado. El porvenir hace imposible la eternidad. Deseaba aniquilar el porvenir. La eternidad con la que elucubraba constantemente Milan Kundera, el novelista pensador, hasta en los títulos de sus libros (La inmortalidad), a la que tiene derecho a un año de su desaparición sin haber recibido, como tantos otros (Paul Auster) el premio Nóbel. No tienes porvenir, porque has muerto, y por ello eres eterno, Milan Kundera.