«El miedo en el cuerpo», de Empar Fernández

JOSÉ LUIS MUÑOZ

La solidez narrativa de Empar Fernández (Barcelona, 1962) es incuestionable tanto en sus novelas de índole histórica—Mentiras capitales, Hotel Lutecia, Irina, La epidemia de la primavera (Finalista del Premio Espartaco) como en sus numerosas novelas de género negro escritas en solitario — Sin causa aparente, La mujer que no bajó del avión, La última llamada, Maldita verdad (Premio Tenerife Noir, Cubelles Noir y finalista del Premio Hammett— o a cuatro manos, junto a Pablo Bonell —Las cosas de la muerte, Mala sangre, Un mal día para morir o Líbranos del mal—, una autora galardonada con el Memorial Antonio Lozano del Festival Granada Noir en 2022 por el carácter social en toda su obra unido a su faceta sicologista dentro del género que no es muy habitual.

Cuando leí Será nuestro secreto (Alrevés, 2022) auguré que Mauricio Tedesco, inspector de los Mossos d’Esquadra, tendría continuidad, y no me equivoqué. El miedo en el cuerpo, finalista del premio Hammett de este año de la Semana Negra de Gijón, es la segunda entrega de una serie que se prolongará en el tiempo porque el personaje, extraordinariamente humano, lo merece. Mauricio Tedesco continúa aborreciendo pasar a negro sobre blanco el resultado de una investigación. No es hombre de letras, ni de números. El cuerpo le pide aceras, bordillos, esquinas, plazas, portales o tiendas de ultramarinos. Como Méndez, el mítico policía de barrio de Francisco González Ledesma con quien la escritora comparte empatía y cercanía.

Un niño de siete años que juega en una plaza del centro de Barcelona dando patadas a un balón rojo contra una pared, desaparece ante los ojos de su madre que se distrae un momento. Daniel no es un niño normal puesto que padece autismo y eso lo hace muy vulnerable. Daniel no conoce el barrio, solo ha estado un par de veces antes y nunca se internó en dirección al mar, nunca bajó de la plaza dels Angels. Va con su madre a todas partes. Nada sabe de las calles ni de sus gentes, y tanto le da una dirección que otra. No llora ni reclama entre sollozos la presencia inmediata de su madre. No se le pasa por la cabeza pedir ayuda. Es difícil saber qué es lo que a Daniel le pasa por la cabeza. El inspector Tedesco — Le pesan los años, los kilos y la incertidumbre, sobre todo la incertidumbre. — toma cartas en el asunto y ordena una búsqueda exhaustiva por toda la ciudad porque sabe que las desapariciones que no se resuelven a las pocas horas pueden devenir en algo mucho peor según las estadísticas.

Con ritmo cinematográfico, capítulos muy breves y distintos puntos de vista, la novela coral de Empar Fernández es de una agilidad asombrosa y transmite al lector la angustia de esa búsqueda contrarreloj. La autora consigue, mediante un estilo eficaz y directo que el lector transite junto a Daniel por una laberíntica Barcelona perfectamente descrita en sus calles y plazas y por unos personajes variopintos que van asomándose a sus páginas por su relación con el niño perdido, desde prostitutas maternales que quieren acogerlo — Nada en el diminuto salón ocupado en parte por una mesa central con un tapete en diagonal, una vitrina con un juego de café y su cristalería, y una cómoda repleta de retratos, permite adivinar que Soledad Belmonte se gana la vida vendiendo unos encantos que van inexorablemente a menos. —a sujetos con aviesas intenciones, los ogros de los cuentos antiguos que sí existen: Cuando el hombre lo ha empujado en absoluto silencio hacia el interior, a oscuras y Daniel Sainz se ha encontrado a solas con él, ha sentido tanto miedo que no ha podido evitar orinar de nuevo, involuntariamente.

La desaparición de Daniel es, quizás, uno de los momentos relevantes de la novela por la acertada utilización que Empar Fernández hace de la onomatopeya de ese balón que una y otra vez chuta contra la pared el niño protagonista: Bom… bom… bom y que oímos mientras leemos presagiando que nada bueno va a ocurrir: Pero Lucía no está. Hace mucho tiempo que no está, tanto que ya no sabe si debe esperarla. Horas y horas a solas, sin la mano de Lucía, sin su voz, sin su sonrisa. Horas eternas sin su aliento.

La autora de Mentiras arriesgadas se sirve de imágenes literarias brillantes para describir espacios —Un piso silencioso y viejo como un panteón relativamente acogedor— o personajes de su novela coral: Le gusta la mujer, toda ella, sus curvas, sus movimientos perezosos, su forma de sostener el cigarrillo entre el índice y el corazón y sus labios entreabiertos en torno al filtro. Sobre todo, sus labios, que dejan rastros de carmín en el pitillo, como sucede tan a menudo en las películas que le encandilan

Empar Fernández retrata a la perfección lo que es el autismo en su pequeño protagonista extraviado: Por eso no grita ni se golpea la rodilla con el puño, como hace cuando las cosas no salen como prefiere. Solo se mece adelante y atrás muy deprisa y con los labios apretados, como cuando se enfada con Lucía. No puede evitarlo. Y retrata ese mundo hostil, amenazante, con el que el niño debe enfrentarse sin la protección de su madre: Está cada vez más asustado. En su mundo, en el de todos los días, las mujeres no gritan, ni visten como si fueran de otro planeta, ni se pintan como piratas dispuestos al abordaje.

Muchas veces alabamos el papel de los secundarios en las películas de género negro, especialmente en las norteamericanas: son fundamentales, no son un simple adorno porque forman parte del paisaje. La habilidad con la que Empar Fernández construye esos personajes tangenciales en esos tres días estresantes —miércoles, jueves y viernes— es también uno de los puntos fuertes de la novela: Hoy el barrio entero la llama la Bocafuego, porque todo cuanto sale por su boca es un insulto, una obscenidad o una imprecación. Todo quema o hiede. Ahora dirían de ella que es una persona tóxica. Y es que, en su juventud, cuando se hizo cargo del kiosco, alguien la bautizó con ese apodo, y Tedesco siempre ha pensado que le encaja a la perfección.

Sigo enamorado de Tedesco, tengo que confesarlo, es una creación extraordinaria de la escritora barcelonesa. La humanidad con que dota Empar Fernández a su inspector, un émulo todavía más próximo que el comisario Maigret de Georges Simenon, que recientemente ha enviudado — No quiere jubilarse, pero, y, sobre todo, no quiere, no quiere envejecer. — es uno de los muchos atractivos de esta novela ejemplar y bien construida, y su encuentro con su hija, al final de la novela, uno de los momentos más tiernos y luminosos:  Marina llega puntual. Viste de negro y parece todavía más delgada y más alta, como si a sus treinta y pocos años, la bella, la adorada Marina Tedesco, continuará creciendo y acercándose al cielo. Perfecto para expresar el orgullo de padre. A por la tercera.

 

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