Las ausencias: Françoise Hardy
Posted on 15 junio, 2024 By José Luis Muñoz Actualidad, Grandes Divas, Música, Opinión
Creo que fue mi padre quien me descubrió quien era Françoise Hardy. Tenía una mente muy inquieta mi progenitor y cualquier novedad discográfica o literaria le llamaba la atención. En su biblioteca, el santuario de la casa con unos cuantos miles de libros que se amontonaban en los anaqueles y devoraban las paredes empapeladas, tenía un tocadiscos Philips que también era radio y disponía de unos altavoces aceptables. De cuando en cuando, se retiraba a esa parte de la casa a escuchar música. Algunas veces, en silencio, yo le acompañaba y cerraba los ojos como hacía él para sentirme transportado por la música. Así es que creo que fue una tarde de esas cuando escuchamos a Françoise Hardy los dos. Tous les garçons et les filles. Me sentí transportado a París. Luego fui. Fue una odisea.
Además de bellísima (lo continuó siendo a lo largo de toda su vida), la cantante francesa casada con Jacques Dutronc (al que envidiaba en secreto) lucía un porte extraordinario (recuerdo todavía ese traje de láminas metálicas de Paco Rabanne en el que se enfundó y con el que causó furor) y tenía una voz cálida y melodiosa. No eran bailables sus canciones. Había que escucharlas abrazado a una persona amada, en un día lluvioso, preferiblemente en una cafetería con cierta solera, y en la mesa una novela de Françoise Sagan, por ejemplo: Bon jour, tristese. Había profunda tristeza en sus canciones, como las había también en las Georges Moustaki, a quien en mi época de hippy adoraba. ¡Qué voces! Y Mireille Mathieu, arrumbada en no se sabe qué lugar olvidado, de quien no sé nada.
Uno lleva un tiempo perdiendo a todos sus referentes y sin conectar con lo nuevo que sale (Taylor Swift, por ejemplo). No hace mucho tiempo que se fue otra cantante exquisita llamada Jane Birkin, que también fue hermosa hasta el final, tenía voz de ángel y lo era. Casi todo el mundo recuerda sus suspiros y sus melodiosos orgasmos convertidos en canción gracias a su marido Serge Gainsbourg. Apenas hace un mes se nos fue Paul Auster, otro mazazo para los que amamos la literatura y gozábamos de sus libros. No digamos los astros de Hollywood, aquellos que me hicieron soñar con mundos más apasionantes cuando era un chaval de pantalón corto. Resucitan cada vez que los veo en la pantalla. Me producen la nostalgia de mundos soñados, recuerdos infantiles.
Uno no entiende este mundo con estas matanzas salvajes que suceden ante nuestros ojos sin que nadie las pare, retransmitidas mientras desayunamos café con leche manchado de sangre. Los alemanes comían salchichas y chucrut mientras gaseaban a mansalva a los judíos. Echo en falta esa juventud revoltosa, melenuda, inconformista, luchadora y con valores y ganas de cambiarlo todo para mejorarlo, que se manifestaba contra la guerra de Vietnam que sentían suya, a Jane Fonda, Angela Davis y a ese Conh Bendit que luego se aburguesó, los buscadores de playas debajo de los adoquines que volaban y se estrellaban contra los cascos de los policías. Nos quedaba París. Ahora ni eso. Hoy ser facha, xenófobo y machista es guay cuando antes era vergonzante. Lo llaman cambio de paradigma. Perdemos todos nuestros referentes, culturales y éticos (¿Dónde está José Luis Sampedro, Manolo Vázquez Montalbán?), y no entendemos este mundo que se nos impone a velocidad de vértigo, acrítico, tramposo, digital (que quiere decir que perdamos un montón de tiempo), que impone la estafa global sin que nadie se alce en contra, diga basta.
Una amiga, a propósito de la desaparición de Françoise Hardy, un icono para mi generación que trasciende a su condición de cantante (era una forma de vivir y pensar, un estilo, una estética), me ha dicho algo que quizá tenga mucha razón y que comparto: “Cada vez me parece menos interesante lo que queda. Quizá, cuando llegue el día, me importe menos partir”.
Cuando ya no conectas con lo que hay, cuando ya no entiendes el mundo en el que vives, es que te toca marchar de él y bajar el telón. Y hacerlo como Roy Scheider en Al That Jazz, mejor. ¿La muerte es blanca como Jessica Lange? Pregúntenle a Françoise Hardy.
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