“Yo, capitán”, de Mateo Garrone
JOSÉ LUIS MUÑOZ
Realmente no se va muy lejos el director italiano Mateo Garrone (Roma, 1968), el de la película Gomorra sobre el libro de Roberto Saviano, de la que luego se hizo una serie terrible, por lo que se veía y contaba, porque de las costas de Libia llegan al sur de Italia, a la isla de Lampedusa, cientos de emigrantes clandestinos, los que no se ahogan en ese mar Mediterráneo que es una fosa común marina, después de un calvario por un sinfín de países.
Tiene aires su película, rodada casi toda en África y con actores nativos, de relato de aventuras, hasta en su aspecto formal con esa fotografía tan bella y brillante. Dos jóvenes senegaleses, Seydou (Seydou Sarr) y su primo Moussa (Moustapha Fall), sueñan con emigra a Europa porque su país se les queda pequeño: quieren ocupar un lugar en la esfera musical. Con el dinero que ahorran con su trabajo como peones, se costean un larguísimo viaje por todo el centro de África que los deja a las puertas del Sahara. A partir de allí, muerte y desolación, porque el desierto se va cobrando su tributo entre el grupo de viajeros clandestinos. Pero lo peor llega cuando llegan a Libia. Allí las mafias torturan hasta la muerte para conseguir el número de teléfono de sus familiares (y los que no lo tienen pasan a mejor vida) y los que sobreviven son vendidos como esclavos. El protagonista sobrevive a todo ese trayecto infernal, pero deberá superar una última prueba: conducir una barcaza por el Mediterráneo con un grupo de emigrantes a su cuidado sin tener ninguna experiencia en ello.
La odisea de los que huyen del hambre, las guerras, las persecuciones religiosas y étnicas genera películas tan bien intencionadas como Yo, capitán, que se ganó los favores del público en el último festival de Venecia y la del jurado con el León de Oro a la mejor dirección. En 2021 el español Marcel Barrena filmó Mediterráneo, sobre la vida de Óscar Camps, un empresario heroico que dedica su vida a salvar a las de sus congéneres en ese mar hostil que es la frontera natural entre el primero y el tercer mundo con su organización Opem Arms. La película de Mateo Garrone se ve bien, es entretenida, en alguno de sus tramos (cuando los emigrantes llegan a Libia) golpea la retina, pero se me antoja demasiado dulce y naif (incluidas esas escenas oníricas en las que los muertos resucitan y vuelan o el buenismo de ese amo que los libera de su condición de esclavos porque le construyen una fuente en su residencia del desierto) en su retrato de esa tragedia cotidiana a la que nos hemos acostumbrado como a las matanzas de Gaza. La realidad es todavía muchísimo más dura de la que Garrone nos muestra.