Fallen leaves, Aki Kaurismäki
JOSÉ LUIS MUÑOZ
Este exótico seguidor de Jean Luc Godard (su productora y distribuidora se llama Ville Alpha, jugando con el orden de las palabras de una de las películas del recientemente desaparecido cineasta de la nouvelle vague) lleva unos cuantos años fabricando artefactos cinematográficos indudablemente originales y recorridos por un humor, imagino que finlandés, tan enrevesado como ese extraño idioma nórdico que nada tiene que ver ni con el ruso ni con el noruego o el sueco.
Fallen Leaves, su última apuesta, es una historia nimia, como casi todas las de sus filmes anteriores. Ansa (Alma Pöysti), reponedora de un supermercado que es despedida por meter en su bolso un producto perecedero que iba al contenedor de desechables, y Holappa (Jussi Vatanen), un trabajador manual que es despachado de todos sus trabajos por su adicción a la botella, coinciden en un karaoke de Helsinki aunque no suban al escenario a hacer el ridículo. A partir de ese momento nace un romance entre esos dos desahuciados de la sociedad capitalista hermanados por el despido que tienen encuentros intermitentes (Ansa le da su teléfono en un papelillo que el bueno de Holappa pierde) y en donde no brilla la pasión por ninguna parte.
Todo es voluntariamente desangelado en la película de Aki Kaurismäki, sobre todos sus protagonistas que actúan como los zombis de esa película de terror que van a ver en un cine que no lo parece como Holappa está en un hospital que tampoco lo parece después de ser atropellado por un tranvía que solo oímos pero no vemos. Hay más fuera planos, como la detención del dueño narcotraficante del restaurante en donde Ansa friega platos. No se hablan. No se tocan. Apenas se miran. Comen, cuando chica invita a chico a su casa, una ensalada que produce tanta tristeza como los habitáculos en donde viven que parecen heredados del archipiélago Gulag de la Unión Soviética, y cada vez que ponen la radio los noticieros informan de las desgracias que la invasión de Ucrania por parte de Rusia produce (Finlandia hace frontera con esa potencia, está en la OTAN y recibió millares de desertores de la guerra de Putin). La única nota alegre la ponen las canciones del karaoke, incluida ese Mambo italiano y algún tango de Gardel que canta el compadre de Holappa Huotari (Janne Hyytiänen).
Podría ser muy bien una película del cine silente con subtítulos si los actores fueran algo más expresivos y menos neutros, casi robóticos, a la hora de recitar en tono monocorde los escasos e intrascendentes diálogos del guion. Hay, eso sí, mucha cinefilía de segundo plano (esos carteles de películas de la nouvelle vague en el tristísimo cine en donde ven la película de zombis) y un homenaje a Charlot (el perro vagabundo que recoge ella se llama Chaplin) dentro de un film que juega al minimalismo extremo y al feísmo como señas de identidad. ¿Humor? Debe de ser finlandés y no entro en él, lo mismo que en las películas de Wes Anderson.
El único momento hilarante se produce cuando dos sesudos espectadores de la serie Z de zombis se encuentran a la salida y uno le dice al otro que el brodio le ha recordado a Banda aparte de Godard y el otro opina que se parece a Diario de un cura rural de Robert Bresson. ¿Se ríe Kurismaki de sí mismo? Probablemente. Pero yo no me río con él en ningún momento.