«Arde este libro», de Fernando Marías

JOSÉ LUIS MUÑOZ

Confieso que he tardado mucho tiempo en poder leer este libro que ha permanecido en la recámara de mis lecturas pendientes durante todo un año, que lo veía pero no me atrevía a abrirlo. Y cuando, por fin, me he atrevido a dar ese paso, no lo he leído yo, me lo ha leído Fernando Marías, o su fantasma, porque escuchaba constantemente su bien modulada voz radiofónica y teatral, lo estaba viendo a mi lado: los escritores no mueren, viven cada vez que uno abre sus libros.

Siempre supe que te embargaba la tristeza. Lo intuí, aunque dada mi respetuosa relación de amistad que mantuve contigo, jamás osé preguntar por su causa. Y que había un monstruo en tu vida, el alcohol, que a punto había estado de arrebatártela. Los bebedores llevan en su interior un monstruo al que liberan con mayor frecuencia a medida que aumenta la cantidad de alcohol ingerida. A veces, en aquellas cenas o comidas compartidas, en las que tú bebías agua, olías nuestras copas de vino, el corcho de las botellas y con ello te conformabas. Un día te pregunté. Ya me bebí toda mi cuota de alcohol, respondiste. Pero el alcohol estaba ahí, agazapado, en la sombra, para pasarte factura por persona interpuesta.

Te mató el alcohol y fui yo quien te enseñó a beber, pero en el camino yo pude dejar de beber y tú no fuiste capaz: a estas dos líneas se reduce todo. Arde este libro es varias cosas, además de una excelente pieza de literatura, como casi todo lo que escribiste desde La luz prodigiosa, a la que haces mención porque es el libro que ardió: Tu cuerpo incinerado y, junto a ti, aquel pobre libro que al arder trajo este otro libro que también arderá, si es que no está ardiendo ya. Una novela tan personal esta, en la que literalmente te desnudas sin ningún pudor, que es un exorcismo, una confesión, una expiación y, sin saberlo tú, o quizás sí, un testamento literario.

Te sentiste culpable durante toda tu breve vida (no fuiste inmune a esos religiosos en cuyos colegios te formaste y detestabas) de lo que ocurrió a la mujer que más amaste, a la francesa Veronique Lebrun, la que figura en la portada del libro, a la que yo jamás conocí porque ella seguramente no quería que la conociera, que no te acompañó a esas Semanas Negras de Gijón en las que coincidimos. Tu sencillez limpia. Esa eras, esa fuiste. Esa serás. Y la muerte, con todo su poder, no podrá cambiarlo. A ella dedicas esta novela que es un canto tristísimo de amor de quien ya no podrá responderte pero sabes que así, en cierto modo, vivirá para los que lean este libro: Sabido es que los muertos no mueren del todo hasta que quienes los recordamos también hayamos muerto.

Moriste el veintiuno de agosto de 2012 a los cincuenta y cuatro años de edad en la ciudad de Marsella. Y tú arrastraste durante buena parte de tu vida ese estigma de culpabilidad que se traslucía en esa mirada triste. Incitaste a beber a tu amor por esa necesidad que tienen todos los alcohólicos de beber acompañados. Cuando nos conocimos yo bebía y tú no. Luego, durante muchos años, bebimos juntos. Más tarde dejé de beber yo y tú seguiste. Bebiste con ella hasta literalmente morir, pero tú pudiste salir, tras esa resurrección, esa caída del caballo que se produjo en plena vía pública, y ella no, siguió bebiendo en un afán autodestructivo. Quiero saber por qué aquella muchacha inocente y dichosa que fuiste en 1980 se transformó en la mujer que veinte años después insistió en destruirse hasta morir mientras yo observaba sin entender ni actuar.

La fascinación irracional por el alcohol ya estaba en otras novelas tuyas, en El mundo se acaba todos los días, por ejemplo. Me refiero a beber de verdad, beber en serio, con esa alegría misteriosa de quien sabe que va hacia la propia muerte y le resulta indiferente e incluso seductor. Eres inmortal, joven bebedor. El alcoholismo siempre estuvo bien visto en nuestra sociedad, es una adicción socialmente aceptable, no como la heroína que provoca rechazo. Además tú, Fernando, que eras, eres, un mitómano, tenías in mente mientras bebías de forma desaforada, a Malcom Lowry, Poe, Faulkner, Scott Fitzgerald, todos esos santos bebedores que además eran grandes escritores. El alcohólico reparte toda su energía entre beber y negar que bebe, no hay fuerzas para nada más.

Hablas de los escritores que se conjugan en presente frente al resto, que se conjugan en pasado. La importancia del verbo utilizado. Los demás escritores, junto a nuestros libros, seremos antes o después conjugados en pasado e incluso borrados de la memoria colectiva. Pero tú eres presente, a pesar de tu modestia, vivirás cada vez que un lector abre este libro u otro cualquiera tuyo. Inmortal hasta la destrucción de las librerías, o de este mundo que conocimos. Ganaste el Nadal, el Biblioteca Breve, fuiste Premio Nacional de literatura Juvenil… No te puedes quejar.

Tu novela póstuma, duele escribir esas tres palabras, que quizá lo supieras, lo sospecharas, no es un monólogo como esa genialidad tuya que interpretabas en los escenarios disfrazado de Fernando Marías, Esta noche moriré, sino un diálogo, contigo mismo y con Verónica Lebrun. Escribo sobre ti y eso significa que sigues aquí. Los muertos no se van hasta que hablas con ellos… en donde siempre, a cada párrafo, te estas reprochando algo, el abandonarla a su suerte en el último fragmento de la vida de ella cuando ya estaba completamente rota, el haberla llevado a ese callejón sin salida del que tu pudiste salir y ella no. Cuéntame los días que transcurrieron hasta tu muerte y cuéntame los días posteriores a tu muerte. Como en La isla del padre, otra de tus novelas estremecedoras en donde relatabas tu relación con ese padre ausente cuya vida inventabas, dialogas con los muertos, con la muerta: Para mí no es nuevo el diálogo con los muertos.

Una vez escribiste un relato fantástico como si fueras Richard Matheson en donde un vivo en un mundo dominado por zombis se angustiaba por no ser uno de ellos y así dejar de luchar por sobrevivir. Has escrito un libro sobre la muerte, esa que siempre te fascinó por tu afición a lo siniestro, con la que fantaseabas en tus piezas literarias, la ajena de esa Verónica Lebrun, y la tuya: Mi muerte me ha dado señales de vida, por eso admito con naturalidad que habrá para mí un trayecto en metro que será el último, igual que habrá un último paseo ante el mar, una última vez que me sentaré frente a la pantalla del cine, un último orgasmo, un último día de lluvia recia… Un último libro: este. Y escribiendo este libro, en esa casa que comprasteis a medias para un hipotético retorno que no se produjo, lo escribes para concitar su fantasma: Una casa adquirida a medias por la culpa y por el ansia de redención: el antihogar, pensado para que un día la habitaran espectros. Así es la casa en la que vivo y escribo. E intentas comprender esa pasión autodestructiva que llevó a Verónica a su final irremediable lejos de ti: Quien desea morir morirá. Es más, quien desea morir debe morir. El mayor acto de amor posible es caminar junto a él sin preguntar, acompañarle hasta el aliento final. Pero eso no lo hiciste y lo tenías, lo tienes, clavado en el corazón: Si pudiera echar el tiempo atrás y cambiar una única cosa elegiría volver al día de tu muerte para tomar aquel avión que no tomé y estar junto a ti en el momento final.

En el lugar donde debió crecer una pareja excavamos un abismo. Pero esa vida fallida fue lo que supimos construir y nada importa ya lo que pudo haber sido. No hubo entre vosotros dos momentos de felicidad plena más allá de ese viaje a Costa Rica que cierra tu confesión literaria, abundaron las tormentas, me atrevo a decir que viviste una relación tóxica y adictiva con ella. Ojalá no existiese este libro, si con ello las tragedias que contiene no hubieran acontecido. En un momento del libro confiesas tu alivio porque ella marchase a su Marsella natal, para que ya no estuviera bajo tu cuidado y responsabilidad, porque era de locos que el abstemio en que te habías convertido conviviera con una alcohólica: Sin abandonarte mi vida no podía continuar.

Soñabas con el cine, querido amigo. El cine: mi droga y mi lupa. Dos de tus novelas se llevaron a la pantalla. Y ahí estaba tu adicción a los westerns, al Sam Peckimpah de Grupo salvaje o Perros de paja: No puedo saber si te pareció raro, o hasta inquietante, que tu devoto amante te regalara en vez de flores o versos un maratón cinematográfico de asesinatos, violaciones y destrucción moral. Recuerdo una charla memorable en la que también estaba Empar Fernández, cerca de la Puerta de Alcalá, en la que llegamos a la conclusión de que el mejor western de la historia del cine era Centauros del desierto de John Ford, porque nos conocimos y trabamos nuestra amistad a través del cine, pero soñabas con dirigir alguna vez sabiendo que tu vida con Verónica Lebrun era el guion de esa película que nombras de Blake Edwards, seguramente un exalcohólico como tú, Días de vino y rosas: tú eras Jack Lemmon y Verónica Lebrun Lee Reemick. Esa escena aterradora fue filmada en 1962, cuando tú y yo, con cinco y cuatro años, éramos niños inocentes incapaces de imaginar que un día de mucho tiempo después la reproduciríamos al detalle como si hubiéramos buscado mimetizarla o amplificarla, en la realidad trágica de nuestro propio desenlace. Volví a ver la película, hace tres meses, e imposible no revivir tu vida mientras la veía.

Triste esquina de la vejez, ser testigo lúcido de la muerte de los amantes, saber que ha muerto y por tanto ya no es nada de carne que soñó a nuestra carne para regalarnos un instante de inmortalidad. Pero no llegaste a viejo para seguir atormentándote con su ausencia. He invertido tres largas noches en leer tu último libro sabiendo que no habrá más. De noche, como homenaje a esas noches interminables de vino y rosas en las que artificialmente erais dos almas dichosas en el Madrid de la Movida con esa Verónica a la que por fin pongo cara gracias a la portada de tu libro. Las noches largas de los amantes jóvenes sin techo ni cama que tan bien retrató José María Nunes en Noches de vino tinto, otro amigo desaparecido, que no sé si viste. La amábamos. Amábamos aquella noche. Era nuestra familia, nuestra casa y nuestra amante más sensual. Yo reconocía su caliente oscuridad protectora al salir del portal y, con ella abrazada a la piel, me sentía a salvo de los males del mundo. La noche me hablaba, me instaba a seguir persiguiendo mis sueños. Imagino que después de poner la palabra fin al final de esta novela tan especial descansaste, te sacaste ese gran peso de encima, esa deuda literaria que le debías a tu amante francesa antes de reunirte con ella si es que hay otras realidades más allá de este mundo.

Estás muerta desde hace siete años que van camino de ocho y luego irán camino de nueve y luego de once y de diecisiete y de treinta y ocho y así sin descanso hasta el gran cero final. El cero final se produjo a los pocos meses de publicarse esta novela tuya. Luego, cualquier día, cuando yo también me haya ido, la ceniza se esparcirá y todo volverá a ser nada.

Quiero creer que mientras escribías Arde este libro sabías que no iba a haber más porque no es casual que este sea el último párrafo de él, a no ser que lo hayas escrito desde el otro lado, que, conociéndote, podría ser, no lo descarto: Unos metros por delante de mí, fuera de la sombra protectora de los árboles de tronco doblado, bajo la llamarada de luz blanca, tú abres el camino. Y tú lo emprendes. Duele este libro.

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