ANASTÉ. LA HECATOMBE DE TARTESO. «AL TARTÉSICO MODO»
Anasté bebe de las fuentes del homérico modo (como ya hiciera el autor en su Aquiles), pero sin desdeñar el sortilegio de los estilos místicos del áureo siglo (cerré en silencio puertas y ventanas) que podría haber salido de la pluma de aquellos contemplativos. Marino González Montero recrea la dramaturgia helénica en florido lenguaje, la reconstruye, la adorna de esas “morcillas” de un humor inteligente (plenamente British) que no rompe la lógica del texto y es capaz de incorporarse con fluidez entre la poética de molde clásico y el profundo lirismo de su metafísica. Es difícil no vislumbrar la leyenda genésica en este texto (los ollares aún tibios de estos caballos) o no visualizar todos los referentes de epopeya que forman parte de los clásicos a ultranza del mundo grecolatino. Es la primera vez que un texto sobre el casi desconocido mundo de Tartessos llega a las tablas. Y en clave de mujer.
Estamos ante una obra que solicita atención al espectador por la profundidad de su mensaje y la complejidad de su envoltorio. Algo que el público asistente al estreno pareció compartir desde el inicio, manteniendo un eclesial silencio (o profano) y atención al fértil discurrir del drama. La arquitectura dramática es soportada por las dos actrices como columnas jónicas (o tartesias) en una espinosa esgrima verbal que repasa las inquietudes y vulnerabilidades del ánima humana. Algún leve guiño a la cuarta pared cuando se dirigen al respetable en un par de ocasiones convirtiéndolo en involuntario cómplice.
Detrás del verbo, hay un arduo trabajo de arqueología que el autor utiliza para situar y definir personajes y objetos. Desde el uso de los sistros y dediles hasta la copa kylis y el cráneo de caballo de la hecatombe animal, pasando por las escaleras y el color ocre-rosáceo de las paredes del yacimiento de El Turuñuelo (pies de estatua incluidos). También están presentes Baal y Astarté en las invocaciones y oraciones.
El texto destila un humor sarcástico donde lo metafísico se mixtura con el diálogo de andar por casa (y yo con estos trapitos), pero abordando esencias fundamentales de la humanidad como la creación del mito, el conocimiento vivido como ansia fundamental o la génesis del hecho religioso desde la inocencia primigenia. Un humor que transforma al rey tartésico Angantonio en el pelele Barbantonio.
Una acertada y hermosa luminotecnia, de gran belleza plástica, dibuja tableaux vivants con las dos actrices, destacando la entrada de Nortia sobre el dintel de la puerta, el juego con los focos que se apagan y vuelven a encenderse en la misma postura estatuaria o el uso de la luz cenital. El profundo lirismo de algunas frases (la vida es que sucedas cada día) dota de dinámica emocional a los diálogos metafísicos entra la epicúrea Anasté y su alter ego divino, la diosa cotidiana Nortia.
Como una Eurídice inversa (una vez más el referente mitológico), la protagonista desea descender al Tártaro, en lugar de escapar de él. La búsqueda del conocimiento es su guía y sendero. Anasté es un ejercicio de sublimación (en concepto psicológico del término). El hombre como espejo de vicios que se atribuyen a los dioses, el juego de la doble moral, el espinoso libre albedrío, el eterno enfrentamiento entre fe y conocimiento, la barbarie. El sentido de la poética en el devenir del hombre. Todas estas preguntas surgen en los diálogos de las dos actrices, entremezcladas con notas de un humor vibrante y clarividente (quien tiene un fenicio, tiene un tesoro). El templado escenario recoge las tribulaciones del ser humano, representadas en las dos mujeres icónicas, que dialogan sobre las postrimerías, la omnipresente culpa o el castigo, con insertos de enorme agudeza (por mi grandísima culpa) de claras referencias religiosas. Todo un abanico; de hábil verbo, que navega desde el epicureismo a las nietzscheanas teorías, la zozobra judeocristiana o la relación entre helénico mito y realidad. Paseando por la pavesiana memoria atávica el mito.
La construcción dramática (ya habitual en el autor) obtiene una narrativa dinámica mediante la contraposición de tesituras, dosificando con sabiduría el instante de tragedia con el inserto de comedia. Una hábil maniobra que hace fluir con intensidad los espinosos temas que aborda el texto.
Áurea Mancha compone un personaje vital, metáfora de todas las mujeres que buscaron la sabiduría desde Safo hasta Hipatia de Alejandría. Una interpretación fresca y convincente, de gran dificultad, que utiliza canciones como progreso para la trama. Esas canciones por las que siente tanta querencia Marino González Montero. Asonantes, casi imposibles de musicar. El compositor Claudio Gutiérrez saca adelante el desafío con laureles. Insertar una partitura anacrónica (arpegios en guitarra eléctrica, etc.) en un espacio histórico no es tarea fácil. Ayuda, y mucho, la correcta emisión de la actriz, el hermoso timbre y la fluidez en el instrumento vocal. Los cantos étnicos que se escuchan en el exterior crean una acertada atmósfera de inquietud. Ana García muestra una delicada vis cómica, dotando de cuerpo a un personaje complejo, destacando su expresión corporal en la coreografía de los caballos sacrificados y su evolución hacia una mayor humanidad.
El autor destila en esta obra la homérica búsqueda del conocimiento, el origen del mito y su caída. Una propuesta de alto nivel que los amantes del teatro, la filosofía o el arte en general, no deberían perderse.
“Se admiten almas arrepentidas de tanto vivir”
Ayudante de Dirección: Jesús Manchón
Música Original: Claudio Gutiérrez
Fotografía: Nazaret Nova.
Escenografía: Mikelo
Iluminación: Nuria Prieto
Vídeo: Víctor González