Un amor, de Isabel Coixet
JOSÉ LUIS MUÑOZ
Puede que nos encontremos ante una de las mejores películas de Isabel Coixet (San Adrián del Besós, 1960), cineasta acostumbrada a rodar en parajes lejanos y en idiomas ajenos de la que recuerdo buenas vibraciones en Mi vida sin mí, La elegida y Nadie quiere la noche frente a decepciones mayúsculas como La vida secreta de las palabras, Mapa de los sentidos de Tokio o La librería.
Adapta en Un amor la directora más internacional del panorama español una novela de Sara Mesa (ya había adaptado a Philip Roth en La elegida) que tiene que ver con la desmitificación de la vida rural, el deseo femenino, el machismo enraizado en la sociedad y la redención personal. Nat (Laia Costa), intérprete de una ONG que recoge mujeres violentadas de África, huye de sus demonios personales alquilando una desvencijada casa en la España profunda a un casero (excelente y sencillamente odioso en su personaje Luis Bermejo) que desde el primer momento le muestra su manifiesta hostilidad. Cuando la casa materialmente se le cae encima por sus numerosas goteras, recurre a un tipo hostil, Andreas (Hovik Keuchkerian) al que en el pueblo le llaman el alemán, sin serlo, que se ofrece a arreglar la casa a cambio de favores sexuales. Para su sorpresa Nat encuentra una enorme satisfacción personal en su relación con ese hombre tosco y parco en palabras que también es un animal herido.
A veces situarse lejos del mundanal ruido no es una arcadia para los urbanitas que lo idealizan. Ahí está As bestas de Rodrigo Sorogoyen también, con resultados más violentos y desoladores, con la diferencia de que en Un amor los que acechan son los forasteros y no los lugareños. En los pueblos todo se sabe, le dice Piter (Hugo Silva, algo histriónico en su papel), el artista vitral pedante y sencillamente estúpido, a Nat, reprochándole que se acuesta con Andreas y no con él. Isabel Coixet acentúa ese ambiente arisco hacia la forastera con una fotografía feísta y eligiendo un pueblo de montaña con escasos encantos paisajísticos.
Sorprende, para bien, las numerosas escenas de sexo, bien rodadas y explícitas (precisamente porque Isabel Coixet siempre huye de ellas en sus películas y no en esta), que se inician con esa frase que le dirige Andreas a Nat Te puedo arreglar las goteras si me dejas entrar un poco en ti, que ilustran a la perfección esos deseos ocultos de la protagonista. La sordidez que preside su primer encuentro, tétrico, oscuro, hasta sucio (Nat se limita a bajarse las bragas y Andreas a acoplar su gigantesco corpachón), deja paso a una pasión desbocada en los sucesivos. El alemán, corpulento, con tripa cervecera, está muy lejos del prototipo de belleza masculina y, sin embargo, colma a la protagonista sexualmente hablando hasta el punto que desarrolla en ella una pasión enfermiza y dependiente.
La vida rural como purgatorio de esa urbanita que finalmente la deja atrás con actitud liberadora porque el infierno y el paraíso lo lleva cada uno consigo. Isabel Coixet cierra su historia con un baile ritual, como los de los derviches giróvagos, de la protagonista de oportunidad discutible, pero la película, cruda, arisca, deja muy buen sabor de boca.