El asesino, de David Fincher
JOSÉ LUIS MUÑOZ
Puede que sea David Fincher (Denver, 1962) uno de los mejores directores norteamericanos de la generación posterior a Martín Scorsese y Francis Ford Coppola, mano a mano con Paul Thomas Anderson. Su amplia y original filmografía incluye títulos como Seven, puede que su mejor película, El club de la lucha, El asesino del Zodiaco, El curioso caso de Benjamín Black, La habitación del pánico, El juego, Perdida y un largo etcétera. No había convencido mucho su último film en blanco y negro Mank, sobre el guionista de Ciudadano Kane, pese a haber obtenido el Oscar a la mejor película, así es que uno esperaba con cierta ilusión la vuelta del director al thriller y más aún la recuperación de ese extraño actor germano-irlandés llamado Michael Fassbender retirado voluntariamente del cine tras encadenar una serie vertiginosa de rodajes en apenas un par de años.
El asesino, versión cinematográfica de una historia gráfica de Alexis Nolent, tiene mucho de La ventana indiscreta, sobre todo la primera y estirada secuencia voyeurista del film, de Chacal, por la profesionalidad de ese artista mercenario de la muerte, de El silencio de un hombre, el prodigioso film del francés Jean Pierre Melville convertido en film de culto, por la personalidad de su siniestro y lacónico protagonista, de Promesas del Este por una pelea espectacular que recuerda la que tuvo Vigo Mortensen con los chechenos en los baños en el film de David Cronemberg, de Ronin de John Frankeheimer, en la persecución por las calles con escaleras de París, pero, sobre todo, es un experimento cinematográfico sobre el punto de vista gracias a la utilización de la voz en off por parte del protagonista, la fría dicción de Michael Fassbender en un film que parece diseñado para su lucimiento personal, y que obliga al espectador a seguir todos sus pasos, a acompañarle en sus monstruosas acciones.
Un meticuloso asesino a sueldo (Michael Fassbender), del que ignoramos su nombre (tiene tantos como pasaportes falsos, tampoco sabemos los nombres de los que va liquidando) y su pasado, falla en uno de sus trabajos (una prostituta se interpone en su línea de tiro) y eso no se perdona en su profesión. Magdala (Sophie Charolote), su novia, sufre una paliza que la lleva a la UCI cuando unos desconocidos asaltan la lujosa mansión que comparte con él en la República Dominicana. A partir de ese momento el asesino profesional llevará a cabo una venganza implacable y fría contra los que atacaron a su novia, presumiblemente los mismos que le contrataron para su último trabajo fallido.
Si de algo peca El asesino es de una excesiva estilización y de escasa verosimilitud en alguna de sus escenas —la pelea hiperbólica con El Bruto (Sala Baker) de la que apenas sale rasguñado el protagonista; la cena con La Experta (Tilda Swinton) en el restaurante de lujo neoyorquino, muy artificial; la irrupción en casa del Actor (Artiss Howard) que no se salda con un ajuste cuentas— y de algunas incongruencias al perfilar al protagonista: no cuadra su nerviosismo en el aeropuerto de Orly cuando huye de París, como tampoco que cada vez que deba apretar el gatillo le suban las pulsaciones porque se supone que está harto de matar y por ello es un profesional bien pagado.
El film de David Fincher, dividido en capítulos que se corresponden con localizaciones diversas (París, República Dominica, Nueva York, Nueva Orleáns, Chicago…) abusa de la voz en off, sobre todo en esa larga secuencia inicial de preparación del francotirador en ese ático abandonado de París desde el que tiene a tiro a su víctima, utiliza unos efectos musicales que desconciertan cuando se imbrican en los monólogos interiores del protagonista y no convence en ese final en la línea opuesta de El silencio de un hombre de Jean Pierre Melville.
El asesino, con un arranque algo crispante, gana según avanza y se acelera el ritmo gracias a un montaje eficaz. El atroz protagonista, para cometer sus asesinatos, repite antes de perpetrar sus crímenes el mantra “preparación, atención al detalle, repetición, repetición, repetición…”. y “la empatía es una señal de debilidad”. Michael Fassbender borda en esta película oscura, como todas las de David Fincher, su personaje gélido e inhumano, con el que resulta imposible empatizar a no ser que se sea un psicópata, que hace del asesinato su modus vivendi y no una de las bellas artes y carece de toda ética (mata hombres, mujeres y hasta podría liquidar niños sin pestañear cuando centra a uno de ellos en el visor de su rifle de precisión), las que sí tenía el silencioso ejecutor interpretado por Alain Delon en el film de Melville y fueron su perdición.
Celebra uno que no haya inclinación por lo gore, a pesar de las muchas escenas sangrientas, y utilice David Fincher la elipse (la desaparición de los cadáveres del abogado y su secretaria), que tampoco haya esas persecuciones de coches tan propias del cine americano (los seguimientos de sus víctimas los hace a velocidad normal, con calma), pero acaba la película sin que apenas sepamos nada del protagonista más allá de su profesionalidad indudable (en uno de sus monólogos interiores se insinúa que quería ser abogado) y su despiadada forma de actuar. Brillante es la escena en que se disfraza de empleado de la limpieza para manejar un enorme contenedor de residuos orgánicos en donde va a depositar, efectivamente, un residuo orgánico de tamaño considerable.
David Fincher mejora con respecto al film precedente Mank, pero no consigue superar a Seven: es lo que tiene haber hecho una película tan redonda en sus inicios y ser uno mismo el principal competidor que se puso el listón en la estratosfera.