Cerrar los ojos, de Víctor Erice

JOSÉ LUIS MUÑOZ

Para muchos creadores el mayor competidor es uno mismo. Se había puesto muy alto el director Víctor Erice (Karrantza Harana, 1940), justamente premiado en el festival de San Sebastián, su listón viniendo de El espíritu de la colmena, de la que se cumplen cincuenta años, y de la inacabada El sur. Había leído previamente una crítica de Carlos Boyero, demoledora (los críticos somos sumamente maniáticos en nuestras filias y fobias), y otra sencillamente estúpida de un medio llamado HuffPost titulada Cerrar los ojos, el mal envejecer, que trataba la película de viejuna y de que no salían personajes femeninos de envergadura, lo que ni siquiera es cierto (allí está Ana Torrent haciendo de Ana, cincuenta años después, con el director que la vio nacer, en uno de los momentos más conmovedores de la película, hablando con el director que dirigió a su padre), que viene a ser lo mismo que tachar a La montaña mágica de Thomas Mann de vieja y machista, porque no salen personajes femeninos, y además es muy lenta, y muy clásica. Hay demasiada estulticia en este mundo que nos sobreviene. Así es que fui a ver la película con prejuicios y temor, y pasó una hora, dos y tres y sencillamente no me enteré. Víctor Erice ha conseguido lo imposible, volvernos a hipnotizar, volvernos a ofrecer su tercera (no he visto El sol del membrillo, no puedo juzgarla) obra maestra que en nada desmerece de las anteriores.

Julio Arenas (José Coronado), un mítico galán de su época, 1947, la posguerra que marcó a tantos con su desesperanza, la misma época que la de El espíritu de la colmena, desaparece a mitad del rodaje de la película La mirada del adiós (título, y no casual, de un policial de Ross Macdonald) del director maldito Miguel Garay (un Manolo Soto sencillamente impresionante, de Goya) de la que se ruedan dos únicas secuencias, el principio (con la que empieza Cerrar los ojos, es su prólogo con claras referencias a Raymond Chandler y Marlowe) y el desenlace que se proyectará al final de la película como terapia para la recuperación de la memoria. ¿Suicidio (los zapatos del actor icónico aparecen al borde de un acantilado) o desaparición voluntaria? O asesinato como asegura el periodista sensacionalista de Interviú Tico Mayoral (Antonio Dechent) por sus líos de faldas con mujeres casadas. Tras cuarenta años sin noticias de Julio Arenas, un programa de televisión dirigido por la periodista María Soriano (Helena Miquel), una especie de Quién sabe dónde de Paco Lobatón,   entrevista al director Miguel Garay para dilucidar el misterio de la desaparición de su actor. Su amigo, ya retirado del cine y reconvertido en escritor y traductor, sospecha que Julio Arenas sigue vivo y no ceja en su búsqueda.

De nuevo, una vez más, Víctor Erice nos habla del pasado, de la memoria que se pierde (ese José Coronado desmemoriado sencillamente estremecedor en un personaje que es como el Kurtz de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, y el Marlon Brando de Apocalipse now de Francis Ford Coppola, esencial y siempre presente, protagonista aunque solo salga al inicio y final de Cerrar los ojos), del paso del tiempo y el lento camino hacia la muerte, del cine de las bobinas frente al digital, del de las salas, en comunión con el público, frente al de la pequeña pantalla solitario y onanista, y de la vida que es el cine y que hace milagros, a pesar de que estos se hayan acabado tras la desaparición de Carl Thedor Dreyer, dice el cinéfilo Max, el guardián de las bobinas de celuloide, como que Marilyn Monroe, por ejemplo, viva, baile, ría y ame a casi sesenta años de su muerte, o John Wayne siga cabalgando por las llanuras del Far West gracias a John Ford.

Cerrar los ojos es una película empañada por la mirada nostálgica de su director que es capaz de filmar lo inasible, el alma de las cosas y las personas, y abrir, a lo largo de sus ciento ochenta minutos, infinidad de puertas relacionadas con el arte de la creación y poner referentes tanto cinematográficos como literarios y autorreferencias. Víctor Erice, como su alter ego Miguel Garay, ha dirigido poquísimos películas, y, como el actor Julio Arenas, también desapareció voluntariamente de los fastos que siempre acompañan al Séptimo Arte y lo envuelven con su glamur.

Hay referencias, sin acritud, a su película inacabada El sur, que debería haberse llamado El norte, en ese viaje hacia Andalucía en donde vive el protagonista (luminosas y llenas de vida y gracia esas secuencias en donde el frustrado director de cine Miguel Garay, allí Mike, comparte risas, comida y canciones, e interpreta a la guitarra, como si fuera Dean Martín, Mi rifle, my pony and me de Río Bravo de Howard Hawks acompañado por los vecinos, los que se hacen cargo de su perro en sus largas ausencias, de su modestísima vivienda. una caravana anclada en una parcela de arena junto al mar del Cabo de Gata), y referencias a El embrujo de Shanghai, otra espina clavada en el corazón del director vasco, que no pudo rodar después de haber escrito su guion y fue una de las peores películas de Fernando Trueba, en esos dos fragmentos de la película inacabada La mirada del adiós rodados en la villa parisina Triste Le Roy (porque el rey es una pieza triste, torpe, prescindible, y en un guiño aparece el emérito en pantalla diciendo esa famosa frase de niño travieso: Me he equivocado. No lo volveré a hacer), homenaje borgiano a La muerte y la brújula del escritor argentino, rodaje del que huyó el galán Julio Arenas que interpreta de forma muy hierática a Franch, un detective chandleriano (fuma, lleva una corbata mal anudada, un traje barato, una gabardina raída) y es excusa para que Levy (un genial Josep María Pou), un judío obscenamente rico que bien podría ser Orson Welles, le encargue la búsqueda de su hija oriental cuyo rastro se pierde en Shanghai (seguramente Juan Marsé tenía in mente La dama de Shanghai cuando escribió la novela).

El escritor del Guinardó está por partida doble en el último trabajo de Erice (El embrujo de Shanghai es una obra suya) pero también el libro Caligrafía de los sueños, un recorrido sentimental por sus sesiones dobles de cine de barrio, que compra el director que ahora es escritor en la Cuesta de Moyano madrileña, en donde también adquiere esa única novela que publicó, dedicada a la actriz argentina Lola San Román (Soledad Villamil), que vuelve a sus manos para revivir una historia pasada y con la que comparte charla en su casa de Segovia (en un pueblo de esa provincia se rodó El espíritu de la colmena) al calor del fuego de una chimenea mientras afuera diluvia. Una matrioska que no tiene fin, como verán, el último y fascinante trabajo de Víctor Erice, un sinfín de vasos comunicantes a medida que seguimos el itinerario vital y sentimental de Miguel Garay.

El tiempo congelado en un fotograma de cine (la moviola fija una mirada de Julio Arenas en la película de la que desapareció, fotograma en el que se intuye su anhelo de huida). El cine de celuloide de las bobinas polvorientas cuyo guardián es Max Roca (Mario Pardo), amigo cinéfilo de Miguel Garay, en una de cuyas conversaciones con vaso de whisky se desvela el dolor del hijo perdido en un accidente, frente al digital. Las canciones de antaño que evocan momentos y unen personas, como la que cantan al unísono, compartiendo banco, Miguel Garay y ese anciano desmemoriado sin nombre en la residencia de las monjas. Y el broche final, cerrando el círculo en un cine abandonado de pueblo (The last picture show de Peter Bodganovich a la inversa, porque es una sala que resucita durante esos breves momentos, se ilumina su pantalla de nuevo), cerca de donde se rodaran tantos espagueti-westerns y ahora es un simple decorado polvoriento en el desierto de Tabernas, que es un puente nítido que une la primera película del director vasco (la proyección en el pueblo del cine ambulante de la película Frankenstein de James Whale) con la última, cuando aparece en pantalla el desenlace de esa película maldita e inacabada, la de El embrujo de Shanghai que no pudo rodar Erice y aquí se llama La mirada del adiós (por esa mirada congelada en la moviola que expresa el hartazgo de Julio Arenas y su necesidad de huida para construirse una nueva identidad, así es que el título se convierte en premonición), para que un vagabundo recogido en un asilo regentado por monjas la mire con la misma inocencia que la niña Ana (Ana Torrent) lo hizo cincuenta años atrás. Todo cuadra. Todo encaja en esta pieza de orfebrería meticulosamente armada.

Los que amamos el cine nos resistimos a pensar que este sea el testamento cinematográfico de un director genial y único. En Cerrar los ojos, extraordinariamente fotografiada, musicada, y no digamos interpretada (los diálogos son inteligentes, naturales, permiten un lucimiento de unos actores en estado de gracia, y ahí compiten José Coronado, estremecedor, Ana Torrent, soberbia, y Manolo Solo, entrañable) está todo el cine de género, el detectivesco, el de aventuras, el western… y la ficción que se imbrica en la vida, la enriquece, forma un magma indisoluble, es el alimento espiritual de muchos, fue tabla de salvación de toda una generación herida y huérfana que se refugió en las salas de proyección para huir de la miseria cultural y el páramo civil. Victor Erice recupera los clásicos fundidos encadenados y los pausados movimientos de cámara, ausentes del cine que se hace ahora, en este ejercicio de caligrafía cinematográfica exquisita y sublime, por lo que dice y oculta (el vasco sigue siendo el maestro del subtexto), sobre el que se podría escribir una tesis doctoral dada la multiplicidad de aristas de ese diamante que es su última película. Siento decir que Víctor Erice ha puesto su listón en la estratosfera.

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