Lo que piensan los hombres bajo el agua. Semidiario subacuático. Marino González Montero
Surge la propuesta de Marino González Montero directamente desde la Red. Un sendero atípico en la literatura de un autor que siempre apostó por la clásica edición y el acercamiento en papel hasta el lector. Atípica también es la apuesta, ya que Marino llega en inversa dirección desde el texto teatral, el cuento o el poema hasta el género en el que suelen comenzar los escritores. El relato de breve extensión o microrelato. El autor engarza (con precisión de orfebre) una serie de vivencias, percepciones y pensamientos que van avanzando con el personaje (que no es otro que el propio autor) en una aventura cotidiana. Un regreso a Ítaca, confesado por el propio literato.
Este Odiseo de piscina de barrio nos introduce en sus percepciones de la realidad con un humor claramente british, no en vano de confiesa como una suerte de “Bartleby del cloro”. Al modo del personaje de Herman Melville, este autopersonaje se reconoce anodino, sin particularidades, mientras calibra con el pie (metafóricamente) la temperatura del agua ¿o de la sociedad?
El heterónimo del autor se arma de valor (no es poca cosa) para cargar a sus espaldas con toda la parafernalia necesaria para acceder a una piscina. Nunca se nos apareciera tan aparatoso hasta este momento: bañador, gorro, gafas, chanclas, albornoz, tapones, gel, champú. El acceso a la piscina se convierte en un insondable problema vital para el personaje que descubre (asombrado) que la puñetera agua “está caliente”. Toda la fragmentada narración esta teñida de ese humor marinomostesco que el autor utiliza como coraza frente a la realidad y la adversidad de la existencia. Porque entre esas pinceladas de humor, lo metafísico; tan presente en su obra; se agazapa como un ave de presa. La ironía se encuentra al torcer la esquina, cuando el protagonista; tras lidiar con un grupo de insoportables niños; anhela el retorno de Herodes (o algún primo carnal).
Preñado de referencias “acuíferas”, desde el oceanógrafo Cousteau, al nadador David Meca o Greg Louganis, el casposo nadador va narrando sus cuitas en un viaje inciático, donde encuentra las dificultades de Stanley mientras localizaba a Livinsgtone en la selva. Sus experiencias con actividades acuáticas desgranan unas líneas de humor (preñado de neologismos verbales) hasta desembocar en la conclusión de que, tristemente, es tan solo un eccehomin, tratando de buscar una pueril venganza en Mr. Speedo, arrojándole el bañador a la piscina…
El uso del lenguaje coloquial, cotidiano, el juego de palabras y la reproducción lingüística de expresiones inglesas (en versión de a pie), la autoironía (incluso el sarcasmo) y el juego con situaciones reales (haciéndome un BREXIT), incluso la inclusión de él mismo como personaje contemplado desde fuera, convierten esta peripecia (nada homérica) en un divertido viaje iniciático donde el protagonista; posiblemente en situación de apnea; alcanza la iluminación viendo desfilar la historia del hombre, bajo el agua.
El siguiente foco de adversidad del Bartleby de guardarropía, es el centro comercial y sus postrimerías. Una vez más la hibridación entre lo coloquial y el referente culto producen notables efectos humorísticos (Tractatus de psicología dominical). Enfermo de televisiónfilia, pasea sus reales por las secciones de televisores de los grandes almacenes, desarrollando un extraño fetichismo. Tampoco tiene desperdicio su parafilia con los cuchillos o con los frigoríficos, donde alcanza el nivel olfativo (una especie de olfactofilia frigorífica) que le lleva a disfrutar del olor peuvecé que desprenden. El alter ego del escritor es un obsesivo-compulsivo que, además, goza con la sección de ferretería, el tacto fálico de los mangos, el sádico filo del cuchillo, para continuar con la patológica atracción por los perfumes (una suerte de Jean-Baptiste Grenouille) en un deleite olfativo, tan solo detenido (como de costumbre) por la mirada de la esposa airada que desmorona los castillos de arena que construye el personaje sin nombre.
A lo largo de las pequeñas narraciones imbricadas, se nos van detallando las peripecias con el papel higiénico, los taimados pañales o el exceso en el consumo de tetrabriks.
La tercera Saga del inciático éxodo nos conduce “de bares”: Una vez más las tribulaciones de un chino en china (que diría Verne). La peripecia vital navega entre la frustración porque la botella de whisky tiene dosificador y un verso, escrito en la puerta del servicio del bar, del que desearía ser el autor. Retornan las referencias culturales: la taberna de Moe (Los Simpsom), los homenajes fanáticos al Fari, los bares de palillos en el suelo…siempre preñados de esos juegos de palabras, esos retruécanos tan caros al autor y ese sentido del humor luminoso capaz de combinar lo cotidiano con lo metafísico.
En el epílogo, la narrativa se convierte en una humorada que juega con las realidades de las clases, la algarabía de los niños y las vivencias de padres, profesores o sherpamadres. Al regreso de las clases el alter ego se ve reflejado en un escaparate con el jersey del revés y comprende que es el momento de tomar otro sendero (la jubilación). El segmento dedicado al profe que ilusionado ha conseguido una plaza de enseñanza, deja la cartera en la puerta y se marcha, ante una clase “de verdad” deviene metáfora de la humana existencia. La tristeza de los finales de curso se apodera del párrafo. Esa tristeza gris y de hoja caduca. El pasillo vacío, metáfora de la existencia. El vacío…la jubilación. Aquí finaliza este Odiseo de barrio su búsqueda. El resto, es literatura.
Un ramillete de microrelatos realistas, que invitan a ser consumidos mientras uno se acoda en la barra de un bar, durante el trayecto en autobús o en el banco de un parque (a la sombra de los almendros en flor), no en vano todas las fantasías narradas se desarrollan en espacios comunes donde los hombres piensan “bajo el agua”.