Oppenheimer
Es Christopher Nollan uno de esos cineastas con vocación de autor, capaz de poner en marcha grandes superproducciones y que se note que él está detrás del proyecto y que ese acabe teniendo un sello muy personal. Su cine, salvo en Memento, un thriller sobre la desmemoria protagonizado por Guy Pearce, que fue su carta de presentación, e Insomnio, un policial ambientado en Alaska con un Al Pacino de policía y Robin Williams de psicópata, la más convencional de sus películas, ha basculado entre la ciencia ficción, la fantasía y la física cuántica de la que es un devoto entusiasta como se demuestra en muchos de sus filmes, algunos completamente fallidos como la caótica y laberíntica Tenet que resultaba tremendamente aburrida por ininteligible, o deslumbrantes como Interestellar u Origen, pero el director londinense también ha sido capaz de salir airoso en sus incursiones en la franquicia Batman y en el cine bélico con Dunkerque.
Oppenheimer es muy fiel al tipo de cine que se espera de Christopher Nollan, un espectáculo audiovisual a costa del biopic del inventor de la bomba atómica que interpreta uno de sus actores fetiche, Cillian Murphy, que podría conquistar el Oscar con su interpretación. Cabía el riesgo de que el espectador hubiera de enfrentarse a un film plomizo, que dura nada menos que tres horas, y árido que se iba a perder entre elucubraciones científicas. Nada más lejos de eso porque los ciento ochenta minutos de metraje pasan volando gracias a un montaje tan frenético como ágil, continuos saltos temporales, unas interpretaciones de lujo de todos los actores invitados a este espectáculo colosal, unos diálogos tan brillantes como sustanciosos, efectos especiales visuales y acústicos (atención a las vibraciones del suelo cuando J. Robert Oppenheimer debe responder al comité que investiga la lealtad de su conducta y extiende la sospecha de que está pasando información a los rusos) de primer orden, estar musicada de principio a fin, sin que perturbe, y tenga una puesta en escena sencillamente apabullante. Además, por si fuera poco, el científico de origen judío y colega de Albert Einstein (Tom Conti) tiene una vida sentimental atribulada y compleja con el corazón dividido entre la sensual miembro del partido comunista Jean Tatlock (Florence Pugh), con quien sigue viéndose después de casado, y su esposa Kitty (Emily Blunt), es llevado a juicio por culpa de las artimañas torticeras de Lewis Strauss (Robert Downey Jr,), secretario interino de Comercio de los Estados Unidos que preside la Comisión de Energía Atómica, tiene una relación complicada con el general Leslie Groves (Matt Damon), el comandante del complejo de Los Alamos, la ciudad que crece en medio del desierto para fabricar y probar el mortífero artefacto, a cargo del proyecto Manhattan, y en el último tramo afloran los conflictos morales al comprobar el efecto devastador que tienen las dos bombas atómicas lanzada sobre Hiroshima y Nagasaki y se pone en tela de juicio la responsabilidad de los científicos en esas atrocidades (mientras los suyos lo vitorean por el poder destructor de los artefactos atómicos lanzadas sobre el Japón, Oppenheimer visualiza sus víctimas abrasadas).
Es aquí, precisamente, en donde la película no es lo suficientemente valiente, y autocrítica, al no denunciar claramente que esa ignominia, que los estadounidenses vendieron y compraron como el punto final de la Segunda Guerra Mundial, fue el mayor acto terrorista de la historia de la humanidad, una masacre en toda regla que borró esas dos ciudades del mapa de Japón y provocó una mortandad espantosas durante los años subsiguientes. Christopher Nollan salva la papeleta en esa rápida y tensa reunión de Oppenheimer con el presidente Harry S. Truman (un irreconocible Gary Oldman), que reivindica con orgullo haber tirado las dos bombas atómicas y presume de que será recordado por ello, secuencia en la que el mandatario, cuando el científico se levanta para abandonar el Despacho Oval, oye a sus espaldas: “No quiero volver a ver más a ese llorón”. Para buena parte del pueblo norteamericano esas doscientas mil personas inocentes sacrificadas fue el precio que hubo de pagar la nación para evitar una carnicería de los suyos cuando desembarcaran los marines en las costas de Japón para tomar las islas. La realidad es que Japón ya se iba a rendir y el lanzamiento de los artefactos fue una prueba para amedrentar al mundo con su poder destructor, uno de los muchos actos viles que se cometieron en esa contienda por el que Estados Unidos no pagó ningún precio, ni siquiera moral.
Para el espectador quedará, sin duda, como secuencia modélica la explosión controlada de ese primer artefacto en el desierto de Nuevo México, la brutal llamarada y hongo que ciega a los que asisten a la prueba resguardados tras un parapeto, ese silencio luminoso que precede a la atronadora explosión que viene luego: el respeto a las leyes de la física es muy importante en la mejor película de Christopher Nollan por el momento, uno de los directores más interesantes del actual cine espectáculo.