Un año, una noche (2022). Aquella noche en el Bataclan
El 13 de Noviembre de 2015, un grupo terrorista asalta el local Bataclan. Este drama de la vida real le sirve a Isaki Lacuesta para pergeñar una obra esplendente de la mano de actores en estado de gloria (Nahuel Pérez Biscayart, Noémie Merlant, Quim Gutiérrez y Alba Guilera) y dirigir su punto de mira más a la persona que al personaje. El referente genésico es un relato de matiz autobiográfico de Ramón González, donde vertía su experiencia en aquella noche aciaga llamado “Paz, amor y death metal”. El modo en que los actos de terceras personas pueden afectar a nuestras vidas y la de los que te rodean, es vertido en páginas y fotogramas de Un año, una noche (Isaki Lacuesta. 2022). Una noche fatídica en la que, el fanatismo y el terror, cambiaron el rumbo de la vida de muchas personas y acabó con más de ochenta víctimas. Francia ya conocía la tiranía del terror. Unos meses antes, la intolerancia había atentado contra Charlie Hebdo. Durante la obertura descubrimos que nos encontramos ante un cine que se convertirá en referente, una obra que respetará la inteligencia y la sensibilidad del espectador. Una vez que el horror ha entrado en las vidas de los protagonistas, el quebranto es imparable, el descenso al abismo; predecible; la herida anímica, incurable. Cuando la incertidumbre se apodera de nuestra existencia, nada vuelve a ser igual. El abismo que se abre entre los dos personajes es insalvable. Lacuesta muestra el descenso ad inferos en imágenes palpitantes y sangrantes, dibujando un drama universal catártico y malogrado.
Acierta en retornar con acertados flashbacks a la génesis de la tragedia, cuando podía suponerse que iba a recrear el deterioro posterior y la intrahistoria. La inclusión de los recuerdos es certera y dinámica, mantiene el ritmo y nos muestra el punto de vista de los que han sido heridos, de los malogrados. Los causantes del mal carecen de rostro. La realidad se muestra reconstruida, fragmentada, construida en dolorosas piezas de humano puzzle.
Un poderoso retrato humano se destila en distintas emociones y sentimientos, que se derraman a través de las excelentes interpretaciones: ansiedad, insomnio, depresión, comienzan a formar parte del resto de sus vidas. Juega con el tiempo, evoca, muestra retazos. El horror invade lo cotidiano, la presencia del pasado surge en los instantes más inesperados. La memoria de Ramón es un remanente de imágenes, un reservorio de vivencias infaustas, frente a la (aparente) desmemoria de Celine, solapando con palabras y actividad el recuerdo del pánico. La impostación de la memoria frente al letargo voluntario, la negación enfrentada a la herida sin cauterizar.
Ésta paleta de sentimientos es reflejada en juegos de miradas, en esos gestos diminutos y casi imperceptibles, en un fingimiento social para aparentar un estado anímico, que no es real, ante el resto del mundo. La desesperación se masca en esos primeros planos reveladores, casi psicoanalíticos, de las diversas emociones que se derraman desde los actores. Un paisaje donde la ambigüedad del discurso, frente a lo que realmente se siente, se puede palpar. El modo para acometer a la oscuridad que elige cada uno, es distinto. La misma negación, pero distintas formas de defenderse. Las incertidumbres de Ramón (Nahuel Pérez Biscayart), frente al intento de engañar que surge de la flaqueza recién descubierta por Celine (Noémie Merlant).
El modo de afrontar los traumas, la ignorancia del efectismo (los cuerpos nunca son vislumbrados), la actitud para navegar a través de la memoria, son las bases que conforman esta arquitectura visual sólida, construida con fragmentos de realidad. El dimorfismo de lo vivido convierte la misma experiencia en algo completamente distinto. La cámara convierte al espectador en voyeur emocional que se introduce en las pesadillas íntimas, en las heridas lacerantes, en los pequeños detalles físicos que revelan las pesadillas internas.
El rompecabezas añade piezas, aparentemente asfixiantes, para autocompletarse a través de las dos horas de metraje enrarecido y opresivo, casi agotadoras en su densidad. El sentido de la culpa planea también sobre las vidas de los que han conseguido sobrevivir, lo que no es sino un acto de pura casualidad, de caprichoso Demiurgo. Nunca culpa de los supervivientes. Como no lo es el temor a convertir el miedo y la frustración en algún modo de xenofobia, un odio similar al que sentían los perpetradores de la masacre. En este aspecto es fundamental el personaje de Quim Gutiérrez, que confiesa el miedo que siente ahora cuando viaja en un vagón y ve personas de las mismas características que los terroristas.
No importan los hechos desencadenantes, tampoco importan los actores de la violencia. Lo primordial es navegar por el drama humano, por la desesperación al descubrir otra realidad desconocida hasta entonces. Su espanto al procesar que los actos de otras personas; ajenas por completo a sus vidas; pueden arrasarlas. El trabajo actoral (y de dirección) lleva al espectador a palpitar con los distintos estados emocionales que puede causar un trauma de este nivel. El trabajo de dirección y guión evitan la elección de una historia exclusiva, la opción de una verdad absoluta, de un protagonista preferente.
A percibir esa tristeza honda, permanente, insondable, como algo propio. El juego visual bebe de un acento casi documental y utiliza como sendero sensorial lo anticronológico. Evita en todo momento los mecanismos extradiégeticos, centrándose en la intrahistoria humana de estas víctimas de la casualidad y el instante. Esa casualidad que convierte un concierto de Eagles of Death Metal en un descenso a los infiernos de Dante. Que convierte el goce de vivir en vulnerabilidad y cicatrices.
Un acercamiento latente y sinceramente desgarrador de la vida que nos queda…