Blonde, de Andrew Dominik
Puede que a Blonde película le pase factura el estruendo mediático que está generando desde su estreno en la plataforma Netflix, algo que no ha ocurrido con Blonde libro. Andrew Dominik, admirador de David Lynch, ha construido una película sobre la icónica figura de Marilyn Monroe, la única que puede hacer sombra a Ernesto Guevara, que o se ama o se odia y ante la que no existe el término medio, inspirada en el libro homónimo de Joyce Carol Oates que no ha dudado en salir en defensa de la película ante la avalancha de detractores que la tildan de aberrante, vergonzosa y ridícula. Buena parte de la crítica internacional, muchos medios norteamericanos, la ha machacado y buena parte del público se ha referido a ella con epítetos de grueso calibre: pornografía del dolor, porno blando por los numerosos desnudos de la protagonista o la secuencia de la felación, ridículo supremo en la escena en que Marilyn Monroe habla con su feto, morbosa y escabrosa, obsesionada con la vagina de la protagonista y demás lindezas. El director de Mátalos suavemente o El asesinato de Jesé James por el cobarde Robert Ford huye del biopic hagiográfico al uso, porque no podía hacerlo tratando ese material, para centrarse en la cara oculta de una mujer frágil, mentalmente perturbada, exprimida como un limón y tomada y dejada como un simple trozo de carne a través de casi tres horas de metraje que tanto entusiasma espectadores como los irrita. Si la función del arte es, a mi modo de ver, no dejar indiferente al espectador, Blonde cumple con creces su objetivo.
El director de Blonde se encuentra con un problema crucial que solventa con una narración imaginativa y una puesta en escena rompedora a nivel visual. Quien más quien menos, porque la conoció cinematográficamente hablando, o fue coetáneo de ella, está al tanto de la tragedia de Norma Jean, la chica que estuvo toda su vida interpretando el papel de Marilyn Monroe hasta que se hartó de él, así es que el director opta por una narración deliberadamente fragmentada, que se centra en algunos aspectos de su vida —la infancia desvalida de Norma Jean niña (Mia McGovern Zaini) con Gladys (Julianne Nicholson), una madre perturbada que intenta ahogarla en una bañera; la irrupción en el cine pasando por las camas de los productores, incluida esa violación anal por parte del productor Darryl F. Zanuk (David Warshofsky); la relación triangular con los hijos de dos famosos, Cass (Xavier Samuel), vástago de Charlie Chaplin y Eddy (Evan Williams) de Edgar G. Robinson; su relación con el jugador de béisbol Joe DiMaggio (Bobby Cannavale), que la maltrata físicamente enloquecido por los celos, y el dramaturgo Arthur Milller (Adrien Brody), el intelectual que pudo haberla sacado del hoyo en el que siempre estuvo hundida: “De pronto nace en ella una sensibilidad lírica y poética que pocos conservan más allá de la adolescencia”; los sucesivos abortos, el primero voluntario, el segundo accidental y el último forzado (se insinúa que el último del mismo presidente Kennedy); el caótico rodaje de Con faldas y a lo loco de Billy Wilder (Ravil Isyanov), que estuvo a punto de abandonar porque no se presentaba a los rodajes, olvidaba el texto y obligaba a repetir una y otra vez las tomas; su relación tóxica con John Kennedy (Caspar Phillipson) que la trató de forma indigna (esa cruda secuencia de la felación mientras el presidente ve una película de marcianos por el televisor y atiende una llamada de sus asesores que le aconsejan ser más discreto con sus numerosas amantes); y su derrumbe final, una parte muy oscura sobre la que el film pasa de puntillas y con la que quizá debiera haberse extendido más—. Queda claro que Blonde no es una película con la que el espectador vaya a salir con buen sabor de boca.
Norma Jean se mira en el espejo, en una de las mejores escenas, tras tener un ataque de ansiedad, y no se reconoce con esa sonrisa impostada que se refleja y que sedujo a medio mundo y le abrió las puertas del cine, la misma que, en una proyección en un cine de la película Los caballeros las prefieren rubias no se reconoce en la pantalla: “Esa no soy yo”, dice Norma Jean, una muchacha con un coeficiente de inteligencia muy superior al normal y un bagaje cultural más que respetable que está harta de que la encasillen en los papeles de rubia tonta sexy que anda contoneándose y es lo que el público quiere de ella. La película subraya en su atormentada vida la búsqueda incesante de cariño, que no obtuvo por parte de nadie, y la del padre protector (Tygh Runyan) —las cartas de su supuesto padre que recibe constantemente y la hacen albergar la falsa esperanza de llegar a conocerlo—: a sus maridos los llama siempre “papá”.
Andrew Dominik (Wellington, Nueva Zelanda, 1967) no se limita a reproducir milimétricamente muchos de los momentos cumbres de Marilyn Monroe —la escena sobre la rejilla del metro de La tentación vive arriba, rodeada de un público masculino exultante que la violaba con la mirada (las caras de los cientos de figurantes, con las bocas dilatadas, parecen sacadas de esas pinturas flamencas en donde la plebe grita que Jesucristo sea crucificado) o la boda con Arthur Miller, al que la actriz adoraba y admiraba al mismo tiempo, un breve momento de felicidad— sino que se atreve a bucear en la mente laberíntica de Norma Jean, describirnos sus pensamientos, hacernos oír su interior tormentoso como si estuviéramos asistiendo a su diario íntimo. Esa Norma Jean, culmen de fragilidad y sensualidad, falsa rubia, cuerpo nada exuberante, quintaesencia de la ternura que tenía el don de devorar el objetivo con su mirada de miope (pocas actrices hay que hayan resultado ser tan extraordinariamente fotogénicas como ella) se pregunta con frecuencia en la película de Andrew Dominik sobre sus actos (cuando aborta para interpretar Los caballeros las prefieren rubias, que le parece una solemne tontería, y por la que cobra diez veces menos que Jane Russell, porque la Monroe no fue ni siquiera una actriz bien pagada y encontró la muerte en una vivienda muy modesta para ser una estrella de Hollywood).
Blonde obvia el personaje de Marilyn Monroe, su impostación glamurosa con la que conquistó a ese público que hizo de ella un icono sexual, para centrarse en el personaje de Norma Jean, la que aparece detrás de esa máscara en cuanto se rasca el maquillaje, la que, en un momento determinado de la película, se niega a seguir rodando con Faldas y a lo loco porque ya no puede más y está absolutamente rota por dentro. Hay quien dice que Marilyn Monroe tiene suerte de haber muerto para no ver lo que han hecho de ella en esta película que se ceba con su cadáver exquisito. Discrepo frontalmente. Yo creo que Norma Jean estaría satisfecha del doloroso retrato que se hace de su existencia en el film de Andrew Dominik. Blonde, y quizá muchos espectadores no se han dado cuenta de ello, no es un biopic de Marilyn Monroe sino de Norma Jean que acabó siendo asesinada por la primera y una sociedad profundamente machista de la que Hollywood era su reflejo.
Blonde no sería lo que para mí es, una película espléndida rodada a través de una serie de texturas cinematográficas originales —cambios de formato de pantalla, de cuadrada a panorámica; pase del blanco y negro al color; óptica deformante en la escena de amor triangular; plano desde el interior del inodoro cuando ella vomita tras hacerle una felación a John Kennedy, o ese otro, desde el interior de su útero, cuando los médicos se disponen a practicarle un aborto; planos cenitales de las masas esperando su llegada al estreno de sus películas— sin la presencia de Ana de Armas, metida de lleno en su personaje hasta el punto de ser Norma Jean e interiorizar en sus movimientos, miradas y gestos su sufrimiento. Sin alcanzar ese ángel especial de la original, que aunaba sexualidad, desvalimiento y ternura en la mirada, la actriz hispano cubana consigue meterse en uno de los papeles más complejos de su vida cinematográfica y aplica sobre sí misma el método Lee Strasberg, el profesor de interpretación que tanto marcó a Norma Jean y estuvo siempre a su lado. Ana de Armas brilla tan poderosamente en la cinta en una interpretación que ya suena para Oscar que hasta concita la admiración de los que detestan con toda su alma y toda su furia esta película compleja y controvertida que más que biopic es puro género negro con gotas de terror y toques oníricos y escenas surrealistas — Norma Jean entrando en esa casa en llamas —con las que explicita el estado mental y emocional de la protagonista. “En el cine te hacen pedacitos. Un corte tras otro. Es como un rompecabezas, pero tú no juntas las piezas”. Al final Norma Jean son esos pies descalzos que sobresalen de la cama y sobre los que se cierra el objetivo de la cámara. Blonde es una apuesta tan valiente como arriesgada no apta para todos los públicos que conmueve a unos mientras les resbala a otros.