“Blonde”: ¿Ha visto Andrew Dominik alguna película de Marilyn Monroe?
Cuando aún hay coletazos sobre la polémica en torno a la serie “Monstruo: La historia de Jeffrey Dahmer” y su aproximación al asesino (una vez más, las víctimas son algo secundario), Netflix añade más leña al fuego de las disputas con el estreno de la esperadísima (por lo prolongada y accidentada de su producción) “Blonde”, dirigida y escrita por Andrew Dominik.
O más bien cabría decir perpetrada, porque más que película, esto es un crimen.
Adaptando la extraordinaria novela homónima escrita por Joyce Carol Oates, quien conjugaba de manera magistral varios géneros literarios, donde mezclaba realidad y ficción, que se apoyaba en las palabras escritas por la propia actriz, ya fuesen surgidas de sus diarios, de sus cartas o de la poesía a la que era tan afecta, la película se adentra en esa misma búsqueda de aproximarse al mito que fue, es y será Marilyn Monroe, y hacerlo con idéntica valentía, honestidad y con una brutal veracidad, y pretende lograrlo con las mismas armas que la autora neoyorquina.
Pero se queda muy lejos de conseguirlo.
Y lo único que consigue es acabar exaltando lo que parece que busca denunciar.
Aunque sólo lo parece.
Porque Dominik se entrega a un atribulado sinsentido con continuos cambios de estilo, de formato, con un insoportable esperpento de supuestas proezas visuales que no llevan a ninguna parte, pasando del color al blanco y negro sin otra aparente razón que la de darle forma a una pesadilla de la que no hay escape posible, arrinconando al espectador sobre lo que debe sentir y pensar pues no hay otro margen que el que el director impone señalando tan sólo aquello que, en su disparatada aspiración autoral, pretende consolidar para adentrarse en la mujer asfixiada por su propio mito, pero que arranca de cuajo cualquier aproximación que se asiente en la verdad de quién fue Marilyn Monroe o Norma Jeane Mortenson. Baste señalar que en su intento de denunciar y despojarla de su hiper-sexualización, ha llenado Internet (y qué repugnante paradoja) del sinfín de desnudos injustificados de los que la película está abarrotada, y de “gifs” que parecen robados de cualquier baratura del “softporn”, tal es el desmán de gratuidades con la que está desbrozado el relato, y resulta imperdonable que ahora haya que borrar de la memoria alguna que otra obscenidad tan deleznable que mejor ni nombrarla. No hay en todo el metraje (que ronda las tres horas) ni un solo atisbo, ni la más mínima brizna del auténtico personaje al que quiere retratar. Ni se menciona su extraordinario talento como actriz (alabado por genios de la talla de Billy Wilder, cuya aparición en la película no puede ser más ridícula), ni su compromiso político que acabó por llevarla a ser investigada por del Comité de Actividades Antiamericanas en su rastrera caza de brujas anticomunista, ni su lucha contra la segregación, aunando su esfuerzo junto a ese otro mito llamado Ella Fitzgerald, y menos aún hacen hincapié en esas otras muchas batallas que tuvo que librar (se nos muestra la violación por parte de un productor, que algunos señalan como Darryl F. Zanuck, pero nada se cuenta de cómo acabó por enfrentarse a él). Y claro, ni mencionar el giro que fue tomando su carrera (ella creó su propia productora para desligarse de los proyectos a los que se veía abocada), como si su carrera acabase en “Con faldas y a lo loco”.
Ni que decir tiene que filma la icónica imagen de su la falda de su vestido alzándose por el aire que surge de las rejillas del metro de Nueva York, pero no para evocarlo, rendir homenaje o denunciarlo. Llega a ser insultante, y hasta cabe decir que insoportable, el nivel en el que se recrea, imposible saber el número de planos que le dedica, siempre de cintura para abajo, desde cualquier posición y desde cualquier ángulo, tan sólo le falta colocar la cámara dentro del sexo de la actriz (pero que nadie se alarme, que lo hace, que ese plano está en la película, hasta eso llega la impudicia del director, aunque no elija esa secuencia para deleitarnos con semejante barbaridad).
Parece una insensatez rescatar algo bueno de esta inmundicia. Pero es obligado aplaudir el trabajo de Ana de Armas, pese a que el margen de maniobra que tiene es tan escaso que termina anegada por la tiránica visión del director. Dejando a un lado (este es un tiempo de expertos en ser expertos) el hecho de que se critique que se nota su acento cubano, y ya hay que tener oído para detectar eso, o que se cuestione la decisión de ofrecerle el papel de una norteamericana a una latina, ella es lo único que en algún momento aporta reflejo y corazón a la hora de interpretar a alguien tan imposible de imitar.
Ojalá que lo notorio de su esfuerzo y dedicación no quede del todo empañado por la turbiedad y el cinismo del director y guionista. Es tan rastrero y miserable su retrato que la crítica Manohla Dargis, desde las páginas del “New York Times” llega a preguntarse si Andrew Dominik ha visto alguna vez alguna película de Marilyn Monroe.
Obviamente, la respuesta es que no.
Esperemos que le ocurra lo mismo a esta obra a la que personalmente me niego a llamar cine.