La Ilustrísima, de Marta Prieto
De cómo se planta la semilla del odio, y cómo debe irse regando a diario para que florezca esa mala hierba, trata esta primera novela, que no lo parece, de Marta Prieto. Quien apareció tiroteada en una pasarela de una ciudad que consideraba como suya, porque conocía todos sus secretos y concitaba en su persona todos los poderes posibles, tan odiada por todos, más por los de su propia formación política (el Partido de la Derecha), que cualquiera podía haber apretado el gatillo, resulta bien reconocible y la autora no se molesta en disfrazar la realidad. En nuestro partido tratamos muy bien a las chicas guapas. Más bien diría que nuestro partido solo tenemos mujeres guapas. Bueno, y la bicha de Rosario, que no es que no sea guapa, es que no es mi mujer. Es un machopirulo. Te has fijado que se toca el sobaco y luego se huele los dedos.
Rosario Llamazares, La Ilustrísima del título de esta novela espléndida, siembra la planta del odio a su alrededor, a sabiendas, con delectación, diría. La todopoderosa política era corrupta—Cuál ha sido, señora Presidenta, el coste de los tratamientos estéticos, en concreto depilaciones con láser, pagados con dinero público—, acaparadora de cargos (los tenía todos), de lengua viperina, tan malvada como el peor personaje que Bette Davis haya representado en la pantalla, y manejaba la información a su servicio porque conocía las debilidades de todos los que la rodeaban: En ese momento, la certeza de saberse dueña de los secretos y las miserias de quienes la rodeaban la excitó tanto que fue incapaz de seguir con la cena. Como buena gobernanta de su chiringuito político, no tenía compañeros de partido sino súbditos que acataban sus órdenes, como ese séquito de funcionarios atemorizados y ridículos que no rechistan sobre su estado de vasallaje: Silverio Ampudia y Genaro Paniagua, uno a cada lado, la acompañaban intentando aparentar tranquilidad. Longino, detrás, con un maletín de Louis Vuiton, a ratos aceleraba el paso para acortar distancias.
Como las mujeres de Puerto Hurraco, que durante años calentaron las cabezas de sus maridos y fueron la pólvora de sus escopetas, madre e hija, Encarna y Helena, damnificada por la Presidenta, incuban al mismo tiempo ese huevo de la serpiente que las convertirá en asesinas: Vivimos en una ciudad muy machista, Helenita. Mucho. Si tienes coño y eres guapa, vas bien. Bueno, bien hasta cierto punto. Bien para casarte con algún gilipollas de familia de gilipollas y a criarle unos hijos gilipollas mientras él se tira a la enfermera, a la secretaria o a la puta que lo parió. Helena, una exfuncionaria, es una china en el zapato de la Ilustrísima que la condena al ostracismo, que se cuida muy bien de que no la contrate nadie, que le hace la vida imposible como deporte malsano, un muñeco de vudú en el que clava todos los alfileres. Y en el instante en que con los dedos empezó a presionar la pulpa, la Presidenta pensó en Helena. Y Helena, con una teatralidad bien orquestada, hace recaer la culpa de todas sus desgracias y su amargor en la figura de esa presidenta de la Diputación que la tiene en el ojo de mira. Encarna, su madre, odia a la bicha con la misma intensidad que lo hace su hija y durante años ese odio se expande, se multiplica, se hace tan insoportable y tan venenoso que la única forma de librarse de él es librarse de la persona que lo provoca.
Marta Prieto narra con maestría y en paralelo el día a día de esas mujeres, Rosario Llamazares y Encarna, que se cruzarán en una pasarela de una ciudad de provincias en donde no pasa nada para que pase algo. La autora dibuja con precisión esa violencia larvada que se riega a diario para que implosione, describe los arrebatos de furia de la agraviada con precisión de entomóloga: Ni bien acabó de leer el mensaje, Helena lanzó el móvil contra la pared. Después lo recogió y luego volvió a lanzar. Y después, como si el desahogo no hubiera sido suficiente, fue hasta donde había quedado el aparato y lo pisó varias veces con el tacón del botín. Rehuye la autora la sorpresa y el suspense desde la primera línea por saber que el lector informado ya habrá sabido de esa historia bien mediática; la sustancia literaria de la obra es cómo se llega a ese final, los pasos precisos que hay que dar para ese desenlace sangriento. Esculpe la escritora a fuego a sus personajes hasta el punto de que el lector odie también a ese parásito social contra el que se va a hacer justicia y no precisamente poética.
Retrato lúcido de la provincia es esta La Ilustrísima, con las miserias y el cortoplacismo de sus políticos de reino de taifas, cuadro de un microcosmos en donde todos se conocen e impera la bajeza moral de unos actores atemorizados y mediocres que no rechistan para no perder sus privilegios. Con pinceladas austeras relata Marta Prieto el proceso, el antes de apretar el gatillo. Su escritura es un prodigio de austeridad y concreción: Ahí estaba el comisario, viviendo una vida tan muda como la letra hache. El marido de la asesina: una sombra. Frase corta, contundencia en el lenguaje, huída del adjetivo.
La Ilustrísima es un fresco negro de una determinada forma de hacer política que se puede extrapolar de la provincia a la capital del reino. Los apellidos perpetuándose desmoralizaban, lo mismo que las miradas por encima del hombro de quienes eran funcionarios de carrera. Novela de personajes femeninos retorcidos en la que los hombres resultan meros comparsas, acompañamientos grises, inconsistentes: Necesitaba pensar que mandar como ella mandaba en un mundo de hombres producía morbo. Los peores enemigos siempre son los más cercanos. Rosario Llamazares, la presidenta de la Diputación, la Ilustrísima, cuyo hobby era crearse enemigos, no sabía hasta qué punto estaba cargando las balas del revólver que acabaría con su vida: Empezaba a considerar un servicio a la sociedad librarla del veneno que inoculaba Rosario Llamazares.
Una madre agraviada fue la que apretó el gatillo, para darse el gusto y librarse de una persona indeseable y hacer justicia a su hija. En realidad fue su dedo apretando el gatillo de ese revólver un apéndice interpuesto de una ciudad que deseaba la muerte de esa mujer: Que aunque se cruzó con dos personas en la pasarela y tuvieron que ver a la Presidenta en el suelo, con seguridad no harían otra cosa que huir, porque nadie quiere meterse jaleos, y menos para defender a una persona tan odiada. Fuenteovejuna contra el comendador.
Retrato certero el que hace Marta Prieto de ese suceso luctuoso que le sirve para radiografiar una sociedad que no parece haber evolucionado mucho y adolece de los mismos males que retratara, allá por los años cincuenta, el genial Juan Antonio Bardem en películas como Muerte de un ciclista o Calle Mayor. El tiempo estancado; los odios que se enquistan, se heredan, se multiplican en los villorrios. Caciquismo femenino que en nada difiere del masculino. “Aquí murió un bicho”, pintó alguien sobre el escenario del crimen. Nadie vertió una lágrima en el entierro de La Ilustrísima.