La forma de las almas grises, de María Victoria Embid
No es nueva en el arte de narrar esta escritora madrileña licenciada en Psicopedagogía por la Universidad Complutense de Madrid que ha realizado diversos cursos de relato y técnicas narrativas. Su anterior libro de relatos Radicales libres, publicado en 2018, había dejado muy buen sabor de boca por la temática de las narraciones seleccionadas y por su forma. No decepciona, sino todo lo contrario, su segundo libro La forma de las almas grises publicado también por Bohodón Ediciones, 20 narraciones o capítulos, precedidas por poemas y fotografías de su hija Lidia Domingo Embid. El relato corto, contra la opinión generalizada, resulta muy complicado, nace de un fogonazo de inspiración de su autor y esa misma intesidad la tiene que recibir el lector para que el resultado sea satisfactorio.
Existe un sentimiento de derrota y horror en La media luna, relato ambientado en la postguerra inmediatamente posterior a la guerra civil española, con esos fusilamientos masivos con los que el Dictador quiso borrar esa España ilusionada con la República a la que cercenó la libertad. Cada lágrima de mi madre y de todas las madres caían en la tierra, como haciendo un agujero, un gran socavón que parecía nos iba a engullir a todos.
Una mujer maltratada es la protagonista de Remando alas, pero la autora opta por lo elíptico, por sugerir, más que mostrar, el maltrato físico. Siempre había soñado con una casa con vistas al mar, pero fuera había viento y lluvia. Nunca imaginó que, en esta orilla donde el tiempo es cálido y acaricia la brisa, todo se hubiera vuelto violento y cada día las olas golpeasen los atardeceres tranquilos.
La huida de la miseria y el afán de superación habitan en el relato titulado El cerebro de las ratas, en donde los personajes tienen siempre referencias literarias (un perro llamado Rulfo, como Juan Ruldo; una hija llamada Carlota, como Charlotte Bronte; una amante llamada Margarita, como Margarite Duras) Cada día, con su espalda encorvada, sus huesos doloridos y ese aire oloroso que respiraba, se dejaba resbalar por un tobogán de sueños despiertos con los que rellenar, una y otra vez, todos los huecos que se quedaron por el camino.
En Murmullos del otro lado, una de las piezas más comprometidas del libro, está el mal en su estado puro personificado en la brutal represión de la larga noche del franquismo a través de un relato contado por su protagonista y víctima desde el más allá: Fui lanzado desde una de las ventanas hasta el patio interior de la Dirección General de Seguridad, prosiguió. Dijeron que fue un suicidio, pero no lo fue. Describe María Victoria Embid, sin recreaciones morbosas, la vesania de la tortura: Sumergieron, una y otra vez, su cabeza en una bañera de aguas sucias y nauseabundas. Y termina con un canto a la memoria, a no olvidar los crímenes execrables de esa dictadura que duró cuarenta años: Es cuando comprende que el amplio momento se va acercando como cámara lenta para saber que hoy es el primer día de una vida infinita y eterna en ese lugar en donde todo es flotante, donde se agitan las almas fantasmales de todos los torturados muertos, donde surgen voces como gritos ululantes de aves diurnas que a través de ellas piden justicia.
En A través del cristal el protagonista es un crío depresivo y aislado del mundo por cuya cabeza ronda con frecuencia el suicidio. Soy una frente pegada en un frío cristal, eso dice mi madre. Para ella soy un idiota, no la culpo, porque así es como me encuentro la mayor parte del tiempo, pegado en el frío cristal del balcón de la salita o del cuarto del que nunca salgo y desde donde veo la gente pasar.
En Flor de edelweiss, uno de los relatos más poéticos y sensoriales, la naturaleza, la del Pirineo más feraz, se funde con su protagonista en un proceso de sanación. En otoño, me gustaba mirar la caída de sus hojas y el remolino que formaban, que como en hermandad, se juntaban y desaparecían, quizás para nunca más volver. Y el interior del habitáculo en donde vive la protagonista adquiere tintes dramáticos, casa y persona se fusionan. Mi cuarto sigue vacío. Mi casa sigue vacía. Ya apenas queda leña en su interior. Desde la ventana observo los estorninos. Son vuelos altos, de peregrinaje. Me gustaría atraparlos, pero sé que deben volar, por encima de mis ojos, por encima de las montañas. El fuego de la chimenea se enfría, ya solo quedan unas pocas brasas. Su luz se va volviendo tenue, casi imperceptible. Salgo al porche y recojo unos cuantos troncos húmedos, tan húmedos que solo pueden formar un hilillo de humo. Un humo negro que se extiende por la estancia como un mal presagio.
Un accidente terrible de avión centra el relato Desde Comala —El pánico que se apoderó de mí al ver aquel cúmulo de cuerpos amputados, carbonizados o entremezclados con el metal y descubrir en todo aquello la fragilidad del ser humano. —y le sirve a la narradora para reflexionar sobre el miedo a la muerte— Muchas veces, me había preguntado cómo sería el color del miedo. Aquel día lo vi. Vi que tiene un color parduzco, entre gris y ocre. El miedo les traspasa los cuerpos como una corriente colectiva, germinando más miedo en cada uno de ellos. —y sobre la propia existencia —Quizás tan solo formo parte de un sueño fractal de alguien que me estás soñando, junto a los pájaros de acero y, en ese sueño, quizás hay nubes y quizás hay aviones que caen, una y otra vez, porque no pueden desplegar sus alas.
En La cicatriz de Ulises la autora madrileña se refiere a la ejecución por garrote vil del apátrida Heinz Chez el mismo día que en la prisión Modelo de Barcelona moría, por ese mismo sistema, y tras una agonía insoportable, el anarquista Salvador Puig Antich, un doble crimen que se produjo en los estertores de la dictadura. El humo negro se mezcla con los sudores del ejecutor y ejecutado, ambas ansiedades mezcladas, hasta conformar un todo, el todo del horror más cruel. La ansiedad como mecanismo adaptativo, la ansiedad como relación de no poder luchar o no poder salir huyendo. Un fuerte latido se agolpa en las garganta, el circuito de sus sangres recorriendo sus cuerpos. Un sentimiento que germina en forma de más angustia y más miedo.
En Icaria hay una bellísima referencia al autor de Rayuela e inventor de cronopios y famas. El día que murió Cortázar, un manto de mariposas cubrió todo el cielo. La gente miró hacia arriba.
La ansia por conseguir la perfección, poética, y su consecuencia letal— Como las mareas que hacen chocar las olas, hay muchas maneras de morir.—, están en Síndrome de Cotard o la voz de la poeta muerta: Cuando sus palabras evocaron un mundo donde los humanos no tienen acceso. Cuando tuve la revelación de que ya no podría salvarla, salvo ser testigos de su muerte, porque comprendí que, irremediablemente, era esa perfección la que la estaba matando.
En Desalmada, uno de los últimos relatos de la recopilación, María Victoria Embid se permite elucubrar sobre la triste vida, según ella, de la reina Leticia. Y ya sabes su histórico: su hija entró de becaria en Televisión Española, se fue de corresponsal a Nueva York y, a su vuelta, termino presentando los noticiarios, primero los semanales y después los diarios, y para colmo, ya sabe usted del resto de la historia, porque si dejó toda aquella carrera tan prometedora, fue para convertirse, nada más y nada menos, que en miembro de la mismísima realeza europea.
En El coleccionista de libros entra en juego la delirante e inquietante fantasía. Toda mi biblioteca estaba infectada por un mal que comenzada amputando a todos mis libros sus desenlaces, hasta convertir, poco a poco, todas sus páginas en blanco.
Hay más relatos notables en este conjunto, lo dejo al libre albedrío de sus lectores, pero hay un denominador común a todos ellos y es la exquisitez de su escritura, próxima a la prosa poética, lo sugerente de sus tramas y lo que no se dice, porque está entre lineas. Sin duda María Victoria Embid hace literatura con mayúsculas y es una excelente narradora que consigue emocionar con esos textos poblados por personajes inadaptados con la realidad y en lucha constante consigo mismos.