La conferencia, de Matti Geschonneck

Parecería una reunión de un consejo de administración de cualquier empresa sino fuera por algunos símbolos que llevan en las bocamangas y pecheras los intervinientes. Se habla de gestión del producto, de optimización de recursos, tiempos, logística del transporte, ratios de producción (destrucción)… La economía manda, y la eficiencia alemana está por encima de todo en cuanto a la planificación. No son chapuceros sino muy responsables en su trabajo. De cuando en cuando, hacen un descanso, toman café o té con pastas, para seguir ajustando todos los detalles y que la operación, de una envergadura histórica, se encargan de recalcar, sea un éxito total y no quede un solo cabo suelto. Pero resultan que esos caballeros tan circunspectos, serios y educados, con los que uno se iría a tomar un café porque son gente de orden, están hablando del mayor asesinato masivo cometido por la humanidad, de cómo exterminar a once millones de judíos.

El Tercer Reich era muy ordenado, estaba muy burocratizado y no dejaba nada a la improvisación. Del mismo modo que se documentaban sus atrocidades en los campos de exterminio con fotografías, porque no consideraban que estuvieran haciendo algo malo, se recogían en negro sobre blanco los acuerdos de sus reuniones, una secretaria taquígrafa tomaba nota de todo lo que se decía, también en esta fatídica reunión que se celebró el 20 de enero de 1942 en una hermosa villa de Berlín, junto a un lago, en la que pasó a llamarse la conferencia de Wansee. A esa conferencia, promovida por el jerarca nazi Reinhard Heydrich (Philipp Hochmair) que, años más tarde, murió en Praga a causa de las heridas recibidas por parte de un comando de la resistencia checa (el escritor José Luis Caballero lo noveliza en El heredero del diablo), acuden diversos jerarcas nazis entre ministros, militares, gobernadores de las zonas ocupadas del Este de Europa, juristas, directores de transportes, industriales… Todos parecen buena gente, pero no les tiembla el pulso a la hora de decidir el exterminio sistemático de una raza maldita, la judía, a la que consideran la causante de todos los males, para purificar Europa y el mundo. En esa reunión de asesinos está también un viejo conocido que, muchos años más tarde, sin mostrar ningún síntoma de arrepentimiento (los nazis son los únicos criminales que no se arrepienten de sus actos), sería ahorcado en Israel, me refiero a Adolf Eichmann (Johannes Alimayer), que levanta el acta de la reunión y sugiere un método de exterminio más rápido, eficaz y barato que Rudolf Höss, el eficiente director del campo de exterminio de Auschwitz, ya está experimentado: el gas Zyklon, diseñado por la empresa Bayer (sí, la de las aspirinas, la de los medicamentos) para plagas (los judíos eran una plaga con menos consideración que las ratas). De la veintena de prohombres del Tercer Reich que intervienen en esa trascendental conferencia no hay una sola voz que ponga un reparo moral a lo que va a suceder, existe una férrea cohesión de pareceres y todos quieren ser más nazis que el propio Hitler como forma de medrar en la meritocracia del régimen. Hay ligeras discrepancias a la hora de planificar el exterminio, como desechar los fusilamientos masivos. Estamos hablando de un gasto de once millones de balas, en el caso de que no fallen los tiradores, se dice. Y eso sin contar con el estrés que provoca a nuestros soldados tanto ruido y tanta sangre, apostilla otro de los jerarcas nazis. Y ahí llega la solución limpia: el gas Zyklon. Se encalla la conferencia a la hora de a quién considerar judíos, si deben ser considerados judíos los que resulten del cruce de ario con semita, y allí se impone la tesis de Wilhem Stuckart (Godehard Giese), Secretario de Estado, Ministro del Interior del Reich, jurista que redactó la “Ley para la protección de la honra y la sangre alemanas”, sobre la cuestión judía que se niega a que se quebrante una ley de la que se siente muy orgulloso y consigue un acuerdo para la esterilización masiva de los mestizos, no su exterminio como pedía Heydrich y otros jerarcas. La cuestión del transporte es importante, y allí se decide que se haga en vagones de ganado, hacinados. Hay quien se queja del gasto que supone alimentar a tantas miles de personas en el periodo que va de la llegada a los campos a su sacrificio, y el Dr. Alfred Meyer (Peter Jordan) apunta a la solución: los que no sean aptos para el trabajo que vayan directamente de los trenes a las cámaras de gas y se ahorra su manutención y alojamiento. Es la economía, estúpidos. El gobernador de los territorios del Este de Europa, en donde se encuentra el complejo Auschwitz Birkernau, el doctor Josef Bühler (Sascha Nathan), Secretario de estado y delegado del gobernador de Polonia, ejecutado tras la derrota del nazismo en Cracovia, se queja del trabajo que van a tener sus hombres si a su territorio va a parar, cito literalmente, Toda la basura de Europa. Parece que el jurista Friedich Wilhelm Kritzinger (Thomas Loibl) tiene un rasgo de humanidad cuando hace un llamamiento a la cordura ante esa gigantesca matanza, pero lo único que hace es pensar en los traumatizados soldados alemanes que tendrán que trasegar entre cadáveres de hombres, mujeres y niños, y eso hay que evitarlo: lo harán los propios judíos. ¿Y los residuos? Ahí están los hornos crematorios. Rudolf Höss en Auschwitz consiguió una ratio extraordinaria: diez mil asesinatos diarios y un hedor a carne quemada espantoso que llegaría a media Europa, la que se tapaba los ojos, y las narices, ante el horror.

No es la primera vez que el cine afronta este episodio fundamental que precedió al Holocausto. En 1984 Heinz Schik rodó La conferencia de Wannsee para la televisión publica alemana y en 2001 el norteamericano Frank Pierson rodó La solución final para la BBC con un reparto estelar en el que estaban Kenneth Branagh como Reinhard Heydrich, Stanley Tucci como Adolf Eichman y Colin Firth como Wilheim Stuckart. La conferencia, rodada con austeridad con plano contraplano constante y dialogada de principio a fin, es una película tan fría como lo fueron los actores reales de esa espantosa matanza y transfiere al espectador el halo de inhumanidad total de sus protagonistas. ¿Cuál es el proceso psicológico para llegar a esa pérdida absoluta de empatía y piedad? ¿Hasta dónde puede llegar el fanatismo? La película de Matti Geschonneck (Postdam, 1952)   huye de todo maniqueísmo y recoge punto por punto lo que se decidió ese día infausto para la humanidad. Un film aterrador y necesario.

 

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