El hombre que vendió su piel, de Kaouther Ben Hania
Demasiados mensajes para tan poca película. Demasiada trascendencia impostada en este film tunecino, seleccionado para los premios Oscar a la mejor película de habla no inglesa, bajo una patina de modernidad y aires de epatar. Brilla tanto la forma que se desvirtúa el fondo, y mira que hay fondo.
Sam Ali (Yahya Mahayni), refugiado sirio en Líbano, acepta convertir su espalda en obra de arte y para ello deja que el famoso artista plástico Jeffrey Godefroi (Koen de Bouw) le tatúe el visado Schengen para que pueda entrar en la Comunidad Europea y reencontrarse con su amor perdido Abeer (Dea Liane). Sam Alí como obra de arte, como la creación artística en que se ha convertido su espalda, podrá atravesar fronteras y ser exhibido en museos, cosa que no podría hacer si ese artista plástico no hubiera convertido la piel de su espalda en obra de arte. Pero, ¿y si muere? Habrá que arrancarle esa piel lienzo de su cuerpo. Y ahí entran otros factores, los aseguradores de obras de arte, por ejemplo.
Propuesta original, como verán, la de El hombre que vendió su piel (pero no tanto ya que mi amigo y colega José Carlos Somoza ya imaginó años atrás esta trama en una novela titulada Clara y la penumbra en donde un pintor grababa en las pieles de sus musas sus obras de arte y estas permanecían expuestas horas y horas en los museos), pero que no obtiene el resultado anhelado. Demasiado virtuosismo fotográfico, un guion que avanza dando tumbos (la trampa del terrorismo, al final, resta muchos puntos a la verosimilitud de la historia) y unos personajes que no son creíbles (empezando por esa aparición estrambótica de Mónica Bellucci de rubia platino y chica mala) hacen que las muy buenas intenciones de la cineasta tunecina Kaouther Ben Hania (Siri Bouzid, 1977) naufraguen a pesar del rosario de denuncias que el espectador encuentra a lo largo de sus cien minutos de metraje: los límites de la obra de arte; el sinsentido de las fronteras cerradas para los seres humanos pero abiertas a las mercaderías; la cosificación del cuerpo humano; la aversión europea a admitir refugiados árabes…
Parece, a medida que avanza la película, que Kaouther Ben Hania está mucho más pendiente del aspecto formal de su film que de su fondo que queda diluido en un carnaval de bellas e impactantes imágenes que restan dramatismo y verisimilitud a lo que se dice. Una ocasión desaprovechada para hacer una denuncia en toda regla de, precisamente, las fronteras Schengen y su preciado visado que abre todas las puertas, ese que lleva tatuado el protagonista en su espalda, ese que niegan a los sirios pero sin embargo conceden a los ucranianos en una visibilización del sentido clasista de los refugiados de primera o de tercera clase.
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