El callejón de las almas perdidas, de Guillermo del Toro

La última película del realizador mexicano afincado en Estados Unidos Guillermo del Toro (Guadalajara, 1964) es, en realidad, dos películas. Fiel a su estilo granguiñolesco, su fascinación por lo monstruoso, su devoción genérica y su amor por el cine del pasado (La forma del agua, inspirada en el clásico La mujer y el monstruo; El laberinto del fauno, híbrido entre el fantástico y el drama bélico; Mimic, terror con presencia de insectos) en El callejón de las almas perdidas, título hermoso donde los haya, marida el género negro (todas las escenas son nocturnas, oscuras, beben de los clásicos noir del los años cuarenta / cincuenta con el subrayado de una fotografía expresionista) con el fantástico. La película del director de El espinazo del diablo es un remake de lujo del título homónimo de 1947 de Edmund Goulding protagonizado por Tyrone Power.

¿Dos películas? Pues sí. Las andanzas de Stan (Bradley Cooper), un impostor con un oscuro pasado que entra a trabajar como feriante con el empresario Clem Hoately (Willem Dafoe), que tiene en su despacho un nonato monstruoso encerrado en un frasco de formol, se apropia de las enseñanzas de su mentor, el mentalista Pete Krumbein (David Strathairn), y seduce a la virginal Molly (Rooney Mara), la mujer que se autoelectrocuta en su atracción de feria, el tramo inicial de la película, son sencillamente farragosas y aburridas, capaces de echar al espectador del cine porque no entra en la historia. Pero la película, para los que no han desertado de ella o no se hayan dormido, da un vuelco espectacular en cuanto vemos de nuevo a Stan, mucho más sofisticado y años después, exhibiendo junto a Molly sus dotes de mentalista en salones de la burguesía neoyorquina y entra en escena el personaje de la psicóloga Lilith Ritter (una espléndida Cate Blanchet) con la que sella un oscuro trato. A partir de ahí, los personajes juegan al ratón y al gato y Stan resulta ser el cazador cazado en un tour de force entre malvados.

Un diseño de producción sencillamente apabullante, una ambientación perfecta de sus dos tramos (barro, tormentas y relámpagos en la primera parte en contraste con el lujo de los escenarios art decó de la segunda parte, sencillamente exquisitos: atención al despacho de Lilith Ritter y sus detalles ornamentales); una fotografía magnífica de Dan Laustsen; una banda sonora de primera a cargo de Nathan Johnson y un reparto de lujo en el que podemos ver a Ron Perlman como Bruno, el forzudo feriante, a Mary Steenburgen como la suicida Miss Harrington (una de las escenas de impacto del film), o a Tim Blake Nelson, hacen que olvidemos esa prolija y plomiza primera parte rodada sin el más mínimo brío y nos centremos en su segundo tramo que renace cuando el film está a punto de abismarse en el tedio más absoluto, en cuanto aparece la icónica actriz australiana haciendo de femme fatal con look a lo Tamara de Lempicka y desaparecen los feriantes.

En esa parte final el ritmo se vuelve trepidante y Guillermo del Toro nos obsequia con algunas secuencias antológicas por su planificación como el doble crimen en el jardín nevado o el epílogo en el que Stan, con el monstruo nonato en frasco de formol incluido, vuelve a sus inicios, bucle de oro a una fábula moral en la que el mal no obtiene recompensa, como en los clásicos de los años cuarenta / cincuenta, por culpa del código Hays, de los que el film del mexicano es directo deudor.

 

 

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.