El amor en su lugar, de Rodrigo Cortés

 

De Rodrigo Cort (Pazos Hermes, 1973) recuerdo su notabilísima Enterrado, una experimental thriller claustrofóbico rodado en el muy reducido espacio de un ataúd sepultado en la arena del desierto iraquí, película minimalista donde las haya (un solo personaje, un único escenario casi siempre sin luz), experimento del que salió con nota muy alta este joven director. Down a Dark Hall y Poderes ocultos, thrillers y fantaciencia, con repartos estelares (Uma Thurman y Sigourney Weawer), son algunas de las películas más notables de este director con vocación de dar el salto internacional.

El amor en su lugar, una película ambientada en el gueto de Varsovia durante la ocupación nazi de Polonia, comparte con Enterrado la afición de su director por lo claustrofóbico aunque aquí las dimensiones no sean tan asfixiantes, o sí, como el ataúd de su primer éxito cinematográfico: el escenario y las bambalinas de un teatro y el propio gueto como cajas cerradas metidas una en la otra.

En medio de la miseria, el frío, la hambruna y la desesperanza de los cuatrocientos mil habitantes que malvivían en ese infernal reducto, de los que sobrevivieron apenas cincuenta mil al acabar la guerra, un grupo de actores sigue representando en el teatro Fémina, el único autorizado por los nazis tras el cierre de los cines, la comedia sentimental de Jerzy Jurandot El amor en su lugar para paliar con sonrisas tanto dolor. A lo largo de una de sus funciones, dos de los actores planean, mediante el soborno a guardianes de las SS, huir del gueto, pero las dudas a la hora de abandonar al resto de los compañeros de reparto se multiplican en las cabezas de esos dos prófugos mientras van representando esa comedia ante el público al que se deben.

El arte, en este caso el escénico, como válvula de escape y reducto de civilización ante la barbarie es el núcleo argumental y ético de esta película en la que, a pesar de los movimientos de cámara constantes, ese larguísimo primer plano secuencia del inicio, que parece sacado de Birdman de Alejandro González Iñárritu, los primeros planos de rostros, picados y contrapicados y los efectos de sonido, no consigue en ningún momento desprenderse de su carcasa teatral ni sumergirnos de lleno en el drama humano. Ernst Lubistch nos dio una lección magistral hace exactamente ochenta años con To be or not to be, con su humor delirante en plena Segunda Guerra Mundial, de cómo el teatro podía ser un arma transgresora contra el fascismo. Al film de Rodrigo Cortés, interpretado por actores con escaso carisma y con números musicales muy modestos, le falta chispa y se hace monótono y reiterativo. Buenas intenciones para un pobre resultado.

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