La casa Gucci, de Ridley Scott
A sus 84 años anda Ridley Scott tan beligerante como activo. Estrenar dos películas de alto presupuesto en un mismo año pocos realizadores lo consiguen. Y si, además, las dos crean polémica, mejor todavía, aunque hablen mal de él, pero la cuestión es que hablen. Y las dos películas tienen dos puntos en común; el protagonista, Adam Driver, el actor de moda, y empezar ambas por el final.
Con El último duelo, una de sus mejores películas, ha cargado el octogenario realizador británico contra los filmes de superhéroes y la generación de adictos al teléfono móvil para hacerlos responsables de su fracaso comercial, y eso que esa versión de Rashomon ambientada en la brutal Edad Media francesa tenía todos los números para ser un éxito de taquilla. Con La casa Gucci, las cosas no han ido mejor; a una tibia, cuando no negativa recepción del producto por parte de la crítica (la misma que ha alabado El último duelo) se une una posible demanda de los herederos de los Gucci que están indignados por como el director de Blade Runner los retrata.
Creo que el principal problema de la última película de Ridley Scott es que ni críticos ni espectadores han sabido verla adecuadamente, o les ha molestado el tono paródico y extravagante del film muy cercano a las películas de Paolo Sorrentino. Para contar este drama familiar de una de las más importantes marcas de diseño, el director ha echado mano del trazo grueso y la hipérbole más acentuada. El film se centra en la relación que entabló Patrizia Reggiani (una Lady Gaga muy metida en su papel), contable de la empresa de transportes de su padre, y Maurizio Gucci (Adam Driver), uno de los herederos de la familia, hijo del elegante Rodolfo Gucci (Jeremy Irons) que lo deshereda en cuanto se entera de que se casa con una mujer de una clase social más baja. Aldo Gucci (Al Pacino), tío de Maurizio que desprecia a su extravagante hijo Paolo (un irreconocible Jared Letto), lo reintroduce de nuevo en la familia, pero la relación de la pareja se deteriora en cuanto los miembros del clan advierten el papel de intrigante de Patrizia, una arribista que quiere hacerse con el control de la empresa familiar y se siente más Gucci que los propios Gucci.
La casa Gucci es un folletín de intrigas familiares protagonizado por personajes esperpénticos. Podría ser una película de clanes mafiosos, al estilo de El Padrino, si hubiera en el escenario más sangre de la que hay. Ridley Scott narra con imágenes vintage y una fotografía apagada, que recuerda a las viejas películas italianas (podría haberla rodado en italiano y con actores de ese país y el resultado hubiera sido más satisfactorio), las luchas fratricidas que marcan la decadencia de un emporio financiero que acaba finalmente en manos foráneas, como suele suceder siempre. La casa Gucci es una comedia extraña y siniestra sobre una aristocracia podrida (evasión de capitales, desfalcos, falsedad documental, los crímenes que acompañan siempre a las grandes fortunas) que ni siquiera es glamurosa, y de ahí el enfado de los descendientes de los Gucci. A la película le sobran minutos, pero se compensa con las interpretaciones de gran guiñol de todos sus protagonistas.