Spencer, de Pablo Larraín
Curiosa resulta la querencia del chileno Pablo Larraín (Santiago de Chile, 1976) por los biopics que no acaban de serlo y por los títulos brevísimos de sus películas: Gloria, Fuga, No, Ema. El director de la vitriólica El club, una carga de profundidad contra los abusos de la iglesia, en realidad coge fragmentos de la vida de los que retrata y compone, a través de ellos, ácidas estampas. Primero fue Pablo Neruda (Neruda, 2016), luego fue Jacqueline Kennedy (Jackie, 2016) y le toca el turno a Diana de Gales (Spencer, 2021).
Mucho se ha escrito y mucho se ha filmado, series incluidas, sobre esta infortunada mujer que tuvo tan trágico y oscuro final no del todo dilucidado que ha dado pie a teorías conspiranoicas. Pablo Larraín sitúa a su personaje en unas jornadas determinadas, en las navidades del 90, cuando esa frágil víctima de la insoportable rigidez de la familia británica literalmente no puede más y se rebela contra todas las imposiciones para ser de nuevo una Spencer.
Con precisión de taxidermista, y la misma frialdad — la que se transpira en ese palacio cárcel de Sandringham, gigantesco, en Norflok, en el que la reina Isabel (Stella Gonet) se niega a encender la calefacción — , el chileno describe la relación de Lady Di (espléndida Kristen Stewart, clonando la particular y atropellada forma de hablar de la princesa del pueblo) con esa familia marciana durante las fiestas de Navidad que son todo menos entrañables. El príncipe Carlos (Jack Farthing) solo cruza palabra con ella para pedirle que no vomite la comida por una vez en su vida; la reina ni la mira ni la saluda, y el resto de la familia, salvo sus hijos, la ignoran. Lady Di, que siempre llega tarde a las comidas o a las cenas, que luego vomita debido a su bulimia, que se pierde en coche por la campiña inglesa, que tiene en su guardarropía inmenso los trajes que debe ponerse para el desayuno, la comida o la cena, sin que tenga elección posible, solo se comunica con Maggie (Sally Hawkins), la vestidora que está enamorada de ella, Darren (Sean Harris) el chef que rige con disciplina militar la cocina del palacio, y Alistair Gregory (Timothy Spall) que se convierte en su sombra, la sigue a todas partes, le recuerda sus obligaciones y, como advertencia, le deja encima de su cama una antigua biografía de Ana Bolena.
Pablo Larraín rueda con cámara subjetiva a palmo de nuca de su protagonista, la sigue por los pasillos desangelados de ese frío castillo tan gélido como los regios huéspedes que alberga y parecen literalmente disecados, carecen de humanidad, creando un entramado de imágenes muy de acorde con el estado emocional del personaje retratado. La película es un fresco alocado que transmite ese fin de semana navideño en el que el protocolo ahoga toda afectividad. Adquiere el film tonos surrealistas (Lady Di masticando las perlas del collar que le ha regalado su marido durante una comida), oníricos (Lady Di, linterna en mano, escapa de palacio para adentrarse en su casa paterna, que no dista mucho, tras romper las alambradas que la cercan, y revive su infancia feliz en unos vitalistas flash backs) y premonitorios en sus encuentros con Ana Bolena (Amy Manson) que le recuerda cual va a ser su final porque la historia se va a repetir y el príncipe Carlos es un moderno Enrique VIII.
El film de Pablo Larraín, no tan logrado como la excelente Jackie, pero igualmente desasosegante y perturbador, como todos sus filmes, deja un gusto amargo en el espectador. Lady Di vuelve a ser Spencer cuando interrumpe esa cacería de faisanes (un faisán muerto, en la carretera, es esquivado por el convoy militar que sale en la primera y chocante secuencia del film) y arranca a sus hijos de allí, y cuando, tras huir con ellos en su descapotable, pide ese pollo asado en un Kentucly Fried Chicken y lo come en compañía de ellos junto al Támesis como una ciudadana más, pero todos sabemos lo breve que será su libertad que terminaría años más tarde en el túnel del Alma de París.