El poder del perro, de Jane Campion

Mucho ha llovido desde El piano (1993), la película extraordinariamente bien musicada por Michael Nyman que nos descubrió a la neozelandesa Jane Campion (Wellington, 1954). Tras ese film icónico que pervive en la retina a su directora le ocurrió algo similar que a su diminuta protagonista Holly Hunter: desaparecieron. Bien es cierto que ambas han seguido con sus carreras, pero no descollaron en ninguna película. Jane Campion adaptó la novela de Henry James Retrato de una dama con la australiana Nicole Kidman, que resultó ser una película plúmbea; realizó un thriller erótico con Mark Ruffalo y una Meg Ryan alejada de sus interpretaciones edulcoradas, En carne viva (2003); y se perdió su rastro tras Brigh Star (2009), film sobre los amores del poeta John Keats, entre películas anodinas y producciones para televisión. Sorprende, por tanto, encontrarla doce años después de su último largometraje al frente de este neowestern titulado El poder del perro (adaptación de una novela de Thomas Savage que tiene el mismo título que la novela negra de Don Winslow, por cierto) rodado para la plataforma Netflix y que se estrena en pantalla grande y tiene reminiscencias de Gigante de George Stevens, Pozos de ambición de Paul Thomas Anderson, Brokeback Mountain de Ang Lee o de la serie de Taylor Hackford para la Paramount Yellowstone.

El poder del perro (el perro es una sombra que se forma entre las montañas que rodean el rancho y solo ven dos de los personajes de la película) es un western atípico sin disparos, cabalgadas, ni más indios que unos tratantes de pieles y una larvada y subterránea relación homosexual que no acaba de consumarse y que en algunos detalles (la protagonista viuda que carga con un hijo, en vez de una hija, para casarse con un potentado al que apenas conoce, y que aquí toca, mal, el piano) retrotrae al espectador al valorado film de Jane Campion.

Phil Burbank (Benedict Cumberbacht) y George Burbank (Jesse Plemons) administran un enorme rancho heredado de sus ancianos padres que viven en la ciudad. Mientras Phil es rudo, George es sofisticado. La relación entre esos dos hermanos tan dispares se tensa cuando George se casa por sorpresa con Rose Gordon (Kirsten Dunst), la viuda dipsómana de un suicida que regenta un restaurante en donde comen los vaqueros, y se viene a vivir al rancho junto a su afeminado hijo Peter (Kodi Smit-McPhee) que es objeto de todas las burlas, sobre todo de Phil. Pero la aversión que se tienen el rudo hermano y la que él considera una intrusa que se introduce en la familia para medrar socialmente (antológica esa escena en la que Rose intenta tocar, sin conseguirlo, una sencilla melodía en el piano de cola que su marido le regala, y Phil, desde el piso superior, la interpreta sin esforzarse con su banjo, para humillarla) toma un giro cuando el rudo vaquero y el delicado joven que estudia medicina empiezan a congeniar (le enseña a montar, lo lleva a cabalgar por el monte) y la madre a perder la influencia que tenía sobre su hijo.

Jane Campion maneja con sutileza los conflictos humanos que generan madre e hijo al introducirse en ese mundo rudo y hostil del rancho, nos describe el día a día de esos vaqueros que huelen peor que las bestias que montan (Phil siempre va desaseado, incluso cuando invitan a cenar al gobernador interpretado por Keith Carradine y a sus ancianos padres; sólo lo afeitan y asean en una de las últimas secuencias del film), personajes incrustados en la naturaleza, terrosos y ásperos. Phil es un personaje zafio, infeliz, envidioso y frustrado. con estallidos de violencia que paga con su caballo y una pulsión homosexual reprimida (ese escondrijo entre árboles en donde guarda una maleta con revistas de hombres desnudos; sus baños de barro solitarios y los juegos masturbatorios con el pañuelo de Bronco Billy, el cowboy que lo adiestró y por el que siente una veneración desmedida que se traduce en limpiar una y otra vez la silla de montar que le dejó como recuerdo), pero quien desmonta todo ese entramado social, que viene de muchas generaciones atrás, resulta ser el advenedizo Peter y su aparente inocencia y debilidad que ocultan una enorme ambición y una fría determinación (no captura un conejo para tenerlo como mascota, como parece dar a entender, sino para diseccionarlo).

El poder del perro, que podría ser definido como un western crepuscular, intimista y psicologista en el que la acción es sustituida por las tensiones interiores de sus protagonistas, por lo que no se ve pero se intuye, discurre lentamente entre paisajes grandiosos de una Nueva Zelanda filmada por drones, que pasa por la Montana de 1920, y las paredes de esa rancia mansión anclada en medio de la nada con cabezas de ciervos mula en las paredes en la que conviven todos estos seres infelices que no acaban de encajar. Jane Campion ofrece planos exquisitos, sugiere más que muestra, adopta toda la iconografía del western para desprenderlo de su masculinidad primigenia y ofrecernos esta historia de enfrentamientos entre personajes que se ven obligados a compartir el mismo techo y sorprende con un final inesperado que es una vuelta de tuerca. El odio al progreso, su desconfianza hacia él de unos hombres que ven amenazada su tradicional forma de vida, quedan patentes en esos planos recurrentes de George, el hermano sofisticado, alejándose del rancho a bordo de su automóvil bajo la mirada torva de su hermano Phil que lo observa desde la caballeriza: el coche sustituirá al caballo y el cowboy dejará de tener su razón de ser.

Si bien todos los interpretes están soberbios en sus papeles (Kirsten Dunst borda su papel de madre dipsómana, posesiva y sexualmente insatisfecha), destaca, entre todos ellos, Benedict Cumberbacht inmenso en una interpretación muy alejada de las suyas habituales que borda al atormentado e infeliz Phil Burbank, una composición que seguramente le va a situar en la carrera del Oscar. El poder del perro es un film con un sinfín de capas que el espectador va descubriendo una vez abandona la sala de proyección, un film notable que crece en la distancia y supone la vuelta a la primera fila de la realizadora neozelandesa Jane Campion.

 

 

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