Lost weekend, de José María Espinar-Moles
Novela urbana, existencialismo, realismo sucio y grandes dosis de provocación se esconden bajo el título de Lost Weekend, subtitulada Contestación a un poema de Walt Whitman, que se alzó con el Premio Iberoamericano de novela 2020 que convoca la Editorial Verbum. Su autor, un granadino cosecha del 74, aparcó después de 12 años la enseñanza para convertirse en entrenador profesional de boxeo y ese arte pugilístico asoma muchas veces a lo largo de la novela — Tomó un buche de su botellita de agua y ladeó con levedad la cabeza. En el instante en el que los macarras se le acercaban de manera irremediable, con la coreografía de un baile de cadáveres adictos a la heroína, le soltó una batería de puñetazos. Un cintillo de hostias. Aquello no duró ni diez segundos. Cayeron los tres desplomados. Mi Hércules desconocido volvió a sus ejercicios con la parsimonia del gato que mata ratones. —. José María Espinar Mesa-Moles es un autor bragado en el cuadrilátero literario con novelas notables y premiadas como El peso del alma (Premio Internacional de Novela Negra ciudad de Getafe 2016 y memorial Silverio Cañada de la Semana Negra de Gijón 2017), El secreto de Wadi-as, finalista del Premio Espartaco a la mejor novela histórica de la Semana Negra de Gijón 2018, y El asesinato de Lord Conan Whitehall premio Tiflos de novela 2019.
Milton Vértebra, hijo de papá (su padre es un alto magistrado) que lucha por no parecerlo, es el protagonista de unas jornadas caóticas que pasa con sus amigos dedicados a ahogarse en alcohol, practicar sexo y quemar cartuchos vitales en un viaje enloquecido para celebrar el fin de su etapa universitaria. José María Espinar Mesa-Moles habla por boca de ese controvertido personaje de puño fácil — He pegado miles de hostias a lo largo de los años, me han pegado las mismas o quizá más, pero nunca he temido el combate, y eso resulta fundamental porque hay dos tipos de derrotados: los que pierden sin rendirse y los que pierden porque se rinden. — que dirime con la violencia los conflictos: Las gotas de sangre de la herida de su cráneo, por las que la honra parecía escapar, dejaron en el suelo una mancha de confeti. Cuando las pisé se transformaron en gritos. Echamos encima un par de servilletas. El camarero, que era hijo del dueño, nos pidió perdón por la pesadez del cliente. — y anda perdido en su encrucijada vital, cuando acaba su etapa formativa y debe integrarse, o no, en la sociedad.
En esa semana orgiástica, detallada en una especie de diario, hay una sombra oculta en la nebulosa alcohólica en la que anda sumergido el protagonista sin querer salir de ella: Aquella vesánica noche en la que Iñaki marchó sin dejar rastro es mi demonio. ¿Marchó? ¿Fue asesinado? ¿Secuestrado? Una duda que el autor mantendrá hasta el final y que otorga tintes de novela negra a la narración.
Sorprende este autor con descripciones rotundas y rompedoras que obligan a detenerse: Es bonita. Huele bien, a perfume caro vertido con tibieza. De unos treinta años, rubia y blanca como la cerveza. Viste los vaqueros y una camisa ajustada. Sus pechos son grandes; sus labios sonrientes, de candente herradura, pintados con el carnaval del rojo. Abunda en el texto un cierto ánimo sentenciador: Un niño que domina las artes violentas es un adulto reducido por los jíbaro. / Provocar sonrisa en una mujer es el mejor asedio a una ciudadela que se resiste./ El gran problema de los drogadictos es que siempre buscamos toboganes más empinados y más largos.
Hay sexo y alcohol a borbotones en la novela, como si la hubieran escrito al alimón Henry Miller y Charles Bukowski: Acuclillado junto a la bañera puse mi lengua en la suya al tiempo que con una mano frotaba con la devoción del relojero su clítoris sumergido. La sequé como un alfarero que culmina su obra, deteniéndome en el nudo de sus rodillas, y la llevé a la cama. Milton Vértebra, protagonista absoluto y foco narrativo, es un cazador de mujeres que no esconde su afición: Para mí una novia siempre había sido un estorbo, pues cortaba de raíz la posibilidad de polinizar otras vaginas.
Y hay, entre tanta virulencia textual y testosterona a flor de piel — El verano de las mujeres siempre me ha resultado más atractivo que su primavera. El cuerpo de llanura arde a fuego lento mientras que la serranía de una jovencita estalla como la pólvora. Soy varón de fríos, no macho de ruido. No me gusta quemarme, me gusta abrigarme. — , un trasfondo moral: ¿Sabes por lo que sí deberías castigarte, Milton? Por todas las putas subsaharianas que te has tirado en los burdeles de carretera. Porque ellas se jugaron la vida para llegar a nuestro país, porque ellas representan la desesperación absoluta (la que tú no sentirás nunca en tu cómoda vida occidental), porque no dudaron en dejar su hogar. — y una entonación de un mea culpa: El machismo resulta despreciable, pero habita en cada varón como un Edward Hyde.
Texto poético, caótico, una liza pugilística en donde se propinan tanto ganchos que no se salvan ni los políticos de izquierdas — ¿De verdad hay diferencia entre el exabrupto que lanza el empresario borracho y el pensamiento secreto de un dirigente de Podemos? — y en el que la forma resulta tan potente — Llamaban a la puerta con insistencia, con la tozudez febril del leñador que adivina la congestión de su árbol./ Su garganta tragaba con la parsimonia de una boa que engulle un ciervo./ Málaga ocultaba la piel del cielo con una camisa negra. — que lo narrado, el argumento, pasa a un segundo término, se resiente. Se tiene a veces la sensación, según se lee la novela, que anda el autor más pendiente del efecto de sus sonoras imágenes y sus sentencias lapidarias que pierde el hilo narrativo, aunque seguramente lo haga a conciencia.
Lost weekend es un grito furioso de su protagonista a la sociedad, una pedrada lanzada al vacío, un texto provocativo que sacude al lector, y el autor de El peso del alma tiene la habilidad de meterse en la cabeza y en la piel de ese muchacho de veintitantos años, desnortado, que se deja arrastrar, sin poner freno, por sus impulsos (sexo, violencia y rock and roll), y narra como él lo haría, desde su desorden mental en esas seis jornadas maceradas en alcohol. Walt Whitman, sí, pero también Jack Keruak y William S. Burroughs están en el imaginario del autor. De la infinidad de frases por recordar, y una más, me quedo con esta: El arte no nos hace mejores personas. Ni de coña. Nos hace experimentar sensaciones sublimes, que es bien distinto. No puedo estar más de acuerdo.