La Bruja. El miedo habita en nosotros. Robert Eggers. 2015
La Bruja (The Witch) 2016, es un paseo visual (y conceptual) por el gótico americano. Desde el puritanismo reflejado en la obra de Nataniel Hawthorne, su universo crepuscular y el concepto de la culpa (La Letra Escarlata), hasta la alegoría de represión macarthista de los años 1950 que representó “El Crisol” de Arthur Miller (Las Brujas de Salem) o la bergmaniana “Gritos y Susurros”. Aunque en “El Crisol”, la vertiente sociológica cobraba más importancia que en “La Bruja”, donde el microuniverso familiar es reflejo de una sociedad enferma de fanatismo y superstición, El interés crematístico llevó a presentar el tráiler de este film como si de una cinta de terror al uso se tratara. Nada más lejos de la realidad. Los palomiteros compulsivos, amantes de sierras mecánicas, cuerpos eviscerados y demás parafernalia, fueron los más decepcionados.
Lo verdaderamente perturbador de este film, procede del interior de los seres humanos. De esa naturaleza cruel y desoladora, de la excelente fotografía desaturada de Jarin Blaschke; desnuda y fría; con influencias de la pintura holandesa, donde yermos ocres desasosegadores y la luz de las velas, condicionan la vida. Incluso el claroscuro de Caravaggio (véase “Los Discípulos de Emaús”) aparece en la escena de la cena familiar, orando antes de cenar. Sin obviar las influencias fotográficas del Barry Lindon de Stanley Kubrick. A lo largo de la cinta es fácil rastrear constantes que nos remiten al aislamiento protector de la comunidad cerrada de “El Bosque” (2004), al proceso de hundimiento en los abismos de la locura de “El Resplandor” (1977), o “El Demonio” (1963), dónde ya se mezclaba el drama costumbrista, el fantástico rural, el poder de la superstición y la demonización de la mujer, como expiación de problemas colectivos de otro nivel. Con el miedo provocado por la superstición como motor de su mundo, la familia; aislada; comienza un proceso de degradación y desestructuración moral.
El drama culmina con un proceso de insanía fanática, provocado por el desconocimiento y el desasosegador mensaje del credo calvinista. Deudora de los conceptos de Jacques Tourneur sobre “insinuar y no mostrar”, el guión de este repaso a la mitología de la América colonial, opta por la economía en recursos narrativo. El tempo a fuego lento, incluso con diálogos teológicos (basados en coloquios puritanos reales), que nos van introduciendo en el mundo sellado y hermético de esta familia. De no ser por las tomas de exteriores y el pictoricismo flamenco, estaríamos ante una malévola pieza de cámara apta para representarse sobre un escenario. El verdadero terror de este drama bergmaniano se encuentra en los conceptos fanáticos, la hechicería y los miedos que la ignorancia sembraba en las mentes de esa época. Una superstición que hace desfilar por este hogar asfixiante, todos los pecados capitales, que se acrecientan con la sexualidad naciente de Thomasin, convertida en doncella menstrual (clara asociación con lo demoníaco). En el extremo de tener que clasificar esta obra inclasificable, podría encajar dentro de un terror minimalista de cintas como “Babadook”, o ese subgénero de “terror folk” británico, que se alimenta directamente de los ritos paganos europeas, de las tradiciones y de la mitología de la era precristiana.
La temática habitualmente se desarrolla en naturalezas rurales, campestres, muy alejadas de las grandes urbes y de todo lo lo que tenga relación alguna con progreso y tecnología. (El Hombre de Mimbre, Arde, bruja, arde). El mismo director aclara que se trata de «Una historia del folclore de Nueva Inglaterra». El diseño de producción apuesta por el costumbrismo y lo cotidiano como herramienta para introducir al espectador en la endogamia mística, la mentira, el despertar sexual y las decepciones que van cultivando los protagonistas hasta que explotan. Hay retazos de “Otra Vuelta de Tuerca” en los juegos maliciosos e impropios de los niños con el carnero al que apodan Phillip the Black y en sus terribles cancioncillas. Un “Phillip the Black” que remite sin duda a aquella rareza hablada en esperanto (Incubus. 1965) con clímax final donde aparece un carnero similar
«A crown grows out his head / Black Phillip, Black Phillip /to nanny queen is wed /Jump to the fence post, / Running in the stall. / Black Phillip, Black Phillip / King of all. (…)
La iconografía de la cabra está extraída directamente de la pintura (con permiso del Goya de la época negra), ya que es una animal perteneciente a la mitología ibérica. Los animales relacionados con el “Maligno” en el folklore anglosajón son gatos, aves, perros, etc. No hay cabras en la tradición de Nueva Inglaterra, salvo excepciones como el cuadro de Hans Baldung: “The Witches Sabbath”, dónde la bruja cabalga sobre un macho cabrío. La América colonial no era dada a estos rumiantes de amplia raigambre en el misticismo europeo.
La versión original hace uso del inglés arcaizante, que introduce aún mucho más en la dureza, hábitos y modos de pensamiento de la época. También permite disfrutar la voz del patriarca (Ralph Ineson (en una naturalista y gran interpretación, que se dispersa un poco hacia el histrionismo al final de la cinta. En los títulos de crédito se aclara que muchos diálogos han sido entresacados de cuentos, relatos y archivos judiciales de brujería reales del siglo XVII. El hachazo definitivo a la familia llega con la pérdida de la pureza del niño en brazos de una bruja, (Sarah Stephens, modelo de Victoria’s Secret), de hermosura terrible. El árido paisaje respira como un personaje más, latente. Acechando como un dantesco “locus horridus”.
El bosque aparece como un personaje más en la amplia tradición oral. Un lugar de olvido en las narraciones arcanas como Pulgarcito, la versión de Perrault, y Hansel y Gretel. En ambas obras se repite el motivo del abandono de niños en la espesura. Un lugar horrible y peligroso donde habita lo desconocido. Casi palpitante. Con referencias al primer Peter Weir y la naturaleza como una presencia acecharte de “Picnic en Hanging Rock”. Destacar la interpretacion de la bisoña Anya Taylor-Joy, (Thomasin), que envuelta en fotografía tenebrista, con querencia del pintor Vermeer, compone un personaje complejo y de clara evolución narrativa. También el portentoso papel de Harvey Scrimshaw (Caleb), sin olvidar a los pequeños e inquietantes Mercy y Jonas. La bruja de referencia, existe. Es real, no una creencia supersticiosa en el imaginario de la superstición. Pero es más un catalizador del verdadero terror del ser humano. El que anida en el egoísmo, la intolerancia y la ignorancia. Este si que causa terror. De ese lado, oscuro y perturbador, hay mucho en esta película. Y nos produce mucha más inquietud que las brujas del Pandemonium, poco recatadas y retozando “a póil” con sus hongos alucinógenos y su retorno a la naturaleza. Atávicas, libres de corsés culturales y ropa. ¿O es acaso Thomasin la que ha ingerido cornezuelo de centeno para escapar a la realidad, y sus conversaciones con el astado son imaginarias? Quien sabe….
Banda Sonora
El soundtrack de Mark Korven (Cube, La Dimensión Desconocida) echa mano de graznidos, grillos, etc. No existe un leitmotiv asociado a la bruja, con corales para los aquelarres y partitura experimental polifónicamente. No es una obra musical complaciente. Es áspera e incómoda como la película donde habita, con temas de aire feérico como “What Went We” O Caleb´s Seduction de carácter atmosférico y claramente descriptivo a nivel psicológico, donde la polifonía experimental (con sintetizador) alcanza cotas casi irritantes. “Foster the Children”, es un llanto de notas largas. Pueden rastrearse influencias de húngaro György Ligeti y de sus obras “Lux Aeterna” & “Requiem.”
Lo mejor: El pictoricismo de Ontario, homenajeador y pleno de referencias. Las potentes interpretaciones. Su simbolismo de los terrores del subconsciente.
Lo peor: Que se acuda a verla como una película de terror, debido a la estrategia engañosa de la distribuidora.
Curiosidades. En aquella época los cultivos se veían afectados por unos hongos que acusaban efectos alucinógenos en los consumidores. El cornezuelo del centeno acababa mezclado con la harina, provocando convulsiones, visiones, delirios ¿brujería?
El personaje misterioso que habla con Thomasin viste ropa de un soldado español de la época.
Algo tan trivial como probar el sabor de la mantequilla le es ofrecido a Thomasin como posible regalo. En aquella época sólo las clases acomodadas podían probar tales alimentos.
Thomasin escribe en el Libro de las Sombras para eliminarse del Libro de la Vida.
La grafía del cartel está realizada imitando panfletos de brujería jacobinos de la época donde la W se escribía VVitch.
La minuciosidad en el diseño de producción, llevó al director a reproducir un plano de una cabaña de la época.