Nomadland, de Chloé Zhao
Enterremos el sueño americano, el american way of life, y aceptemos que en el llamado país de las oportunidades un vendedor de periódicos tiene tantas posibilidades de llegar a ser presidente como que un rico llegue al reino de los cielos. Invito a dar un paseo por esa América profunda, la de los que se quedaron sin trabajo como consecuencia de la estafa global del 2008, perdieron sus casas, viven en caravanas o casas prefabricadas ancladas en cualquier erial, rezan para no caer enfermos, y si es así morirse porque no pueden pagar la factura médica, se convierten en nómadas por necesidad y hacen una viaje a los tiempos pretéritos de sus antepasados pero sin la épica del Winchester y el caballo. Cuando viajo por Estados Unidos me sorprenden todavía esos buzones solitarios en las carreteras, sin ninguna vivienda al lado de referencia que debe de estar perdida en algún rincón de un bosque oculta a los ojos de los extraños. De todo eso, de ese territorio de nómadas que lo son también de sí mismos (esa forma de vida crea adicción y es difícil salir de ella), va esta película pequeña llamada Nomadland que muy probablemente sea la gran triunfadora en la noche de los Oscar.
Nomadland de Chloé Zhao (Pekín, 1982), una directora independiente curtida en el festival de Sundance, es el reverso del sueño americano, el dorso vergonzante de esa sociedad en permanente desequilibrio que no le interesa mostrar al capitalismo triunfante porque es el paradigma de su fracaso. No hay casas bonitas con jardines regados con aspersores automáticos, urbanizaciones idílicas en donde los vecinos comparten barbacoas, coches lujosos ni matrimonios felices con sus hijos en este film inspirado en el libro de la periodista Jessica Bruder País nómada: supervivientes del siglo XXI, firme candidato a hacerse con alguna de las cinco estatuillas a las que está nominado, sino desolación, desarraigo, pobreza extrema y desencanto. Bruder se pasó tres años acompañando a estos outsiders de la tercera edad que, jubilados, tienen que seguir trabajando para mantenerse y no pueden permitirse un alquiler, y menos una hipoteca, y por ello se convierten en nómadas sobre cuatro ruedas sin código postal que van de un lado a otro en vehículos que son sus únicos hogares.
Fern, una mujer de 60 años (Frances McDormand, antiestrella por antonomasia y firme candidata al Oscar a la mejor interpretación en un papel que parece dibujado para ella) no encuentra mucho sentido a la vida tras perder a su marido hace muchos años; cuando en 2011 cierran la fábrica de extracción de yeso en la que trabajaba en la población de Empire, en el desierto de Nevada, como consecuencia de la crisis financiera del 2008, se convierte en una nómada que hace de su furgoneta su casa y va de un lado para otro por el país, trabajando de cualquier cosa con contratos temporales y mal pagados (en Amazon durante las navidades, de empaquetadora; en una planta de azúcar que procesa la remolacha, acarreando sacos; camarera de restaurantes baratos; como mujer de la limpieza en un camping…), empleos que a duras penas le dan para comprar un mendrugo de pan. Linda (Linda May), una veterana a quien conoce trabajando en Amazon, le pone en contacto con una especie de tribu de longevos pobres desahuciados de la vida que reivindican el nomadismo y capitanea un líder llamado Bob (Bob Wells) contra la tiranía del dólar (y curiosamente Amazon, una de esas empresas tiránicas del nuevo capitalismo, ofrece su logo y sus gigantescos hangares al film) como una forma de vida en contacto íntimo con la naturaleza, lo que los aproxima a los primitivos pioneros que colonizaron ese país.
Film de escenarios grises y paisajes desolados (lluvia, frío, nieve) no exento de ternura y lirismo el de esta realizadora china que retrata con precisión ese segmento de la América profunda que es apeada por edad y escasez de recursos del sistema, se convierte en invisible y acaban siendo material desechable como los coches viejos que acaban en el desguace. Los personajes que rodean a Fern, la protagonista absoluta (el rostro devastado de la actriz de Fargo parece una modelo de Diane Arbus), arrastran todos ellos traumas (unos han perdido a sus parejas y lo que desean es reencontrarse con ellas; otros a sus hijos en las guerras que ha emprendido el país; los hay que son veteranos de la guerra de Vietnam y no se han recuperado del shock postraumático). Cuando Dave (David Strathairn), otro nómada que parece querer tener una relación sentimental con Fern, vuelve con su hijo James (el músico Tay Strathairn, hijo en la vida real del protagonista de Buenas noches y buena suerte), para ejercer de abuelo y le ofrece una vida cómoda en una casa decente, ella, como esos mendigos que están acostumbrado a dormir sobre el asfalto y odian dormir bajo techado, lo rechaza, regresa a la furgoneta y sigue su itinerario.
No hace muchas concesiones visuales la realizadora al espectador salvo algunas imágenes impresionantes de los gigantescos árboles del bosque Muir, ese río en la que se baña desnuda Fern o esos acantilados de Alaska a los que regresa la vieja trotamundos amiga suya para esperar la muerte y cerrar su ciclo. La fotografía mantiene un tono gris y apagado deliberadamente para que miremos por los ojos de la protagonista. El momento más luminoso de ese día a día es cuando Fern saca su silla de tijera al exterior de la furgoneta, para recibir los primeros rayos del sol en su cara, o cuando por las noches otea el cielo con un telescopio, momentos mágicos de los que no disfrutan los urbanitas, y esos instantes parecen paliar sus miserias cotidianas (defeca en el interior del vehículo en un cubo de plástico; limpia los retretes de un camping; mordisquea un bocadillo que deja a medias y guarda en una bolsa de plástico para más adelante; tirita de frío bajo el montón de mantas en su camastro de la furgoneta…). Una Fern que no es especialmente expresiva (se irrita con Dave cuando, inadvertidamente, por ayudarla, rompe unos platos que luego ella pega) ni habladora, una Frances McDormand que actúa desde el interior.
Nomadland refleja esa forma de vida libertaria, al margen del sistema, genuinamente americana e impensable en Europa, heredera del movimiento beatnik (también aparecen jóvenes en la película, desarraigados y anclados en la filosofía nihilista del no future), que abraza un amplio sector de la población que se ha quedado al mismo tiempo sin trabajo, sin recursos (las escasas pensiones no dan para tener una casa) y han perdido, como consecuencia de lo anterior, los lazos afectivos con los suyos en un país tan reciente en su formación y composición humana que nadie ha echado todavía raíces y se está asentando.
Un tono monocorde impregna todo el film rodado con una cámara neutra que recoge ese día a día repetitivo que acerca Nomadland al documental (muchos de los secundarios no son actores sino miembros de esa comunidad y responden por sus propios nombres) por su realismo. Nomadland es un film de silencios, miradas al vacío, y horizontes inmensos al que la banda sonora excelente de Ludovico Einaudi y algunas piezas country ayudan en su punteado. Fern celebra el año nuevo con una bengala que agita en sus manos y se pasea con ella por todo ese aparcamiento gigantesco de caravanas de los que trabajan en la temporada de invierno en Amazon, en cuyos interiores se cuecen dramas como el suyo, gritando Feliz año nuevo y nadie le responde: paradigma de esa enorme soledad.
Nomadlan, que podría ser perfectamente un western sin tiroteos, cabalgadas ni épica (sus personajes intercambian impresiones por la noche al calor de una fogata, como hacían los pioneros; las caravanas y las furgonetas son los modernos carromatos de estos longevos personajes), una revisitación crepuscular de On the road de Jack Keruac (Nos vemos en la carretera, suelen decir los personajes de la película al despedirse), o la puesta al día de Las uvas de la ira de John Steinbeck, hace un homenaje especial a Centauros del desierto del gran John Ford: Fern regresa a su abandonado hogar en Empire, ese vacío en el mapa de EE.UU que perdió hasta su código postal y en el que fue feliz con su marido, cuando ambos tenían trabajo y nada hacía suponer la miseria del presente, abre la puerta que da al exterior y se enfrenta a ese desierto nevado hasta el horizonte que vuelve una y otra vez a su memoria. Libre en su soledad asumida.