Entrevista de Ginés Vera a José Luis Muñoz a propósito de «Malditos amores»

En Malditos amores reúnes casi cincuenta relatos con un tema común. Siendo tu séptimo libro de relatos quería preguntarte por las motivaciones o la decisión de aparcar tu faceta de novelista y sacar a la luz una antología de textos más breves.

Quisiera reivindicar el relato, que no tiene la misma consideración que la novela, sobre todo en nuestro país. Hay pocas editoriales que se deciden a publicar libros de relatos. Hay pocas publicaciones o revistas que los incluyan. El relato, la historia breve, siempre ha estado presente en la literatura universal, desde Chaucer o Bocaccio hasta Borges, Cortázar, Chejov o Carver. El relato, por su brevedad, tiene que enganchar desde el primer renglón y ser perfecto en su resolución. No valen las digresiones que se aceptan en las novelas. En Malditos amores reúno un sinfín de cuentos, algunos publicados en las revistas Interviú, Payboy y Penthouse, escritos a los 18 años, a los 30, a los 40 o anteayer, con ese vínculo en común de las relaciones interpersonales y ese extraño sentimiento al que llamamos amor en muchos de ellos.

Titulas a este libro Malditos amores. Me ha evocado a una canción del mexicano Vicente Fernández. Como humilde escritor me cuesta mucho poner título a los relatos, por eso quiero aprovechar para preguntarte por ese bautizo de tus obras. Encontramos, por ejemplo, dos con nombre de mujer: Nora y Pilar. También dos que me han evocado a dos escritores: Retrato de mujer con perro (al célebre de Chejov, La mujer del perrito) y Me gusta tanto Aída (al de Cortazar, Queremos tanto a Glenda).

Son inconscientes esos títulos, pero ahí están, por supuesto. Y me alegro, porque tanto Chejov como Cortázar son autores de cabecera a los que he leído con intensidad. Las mujeres, en casi todos ellos, tienen un papel medular, porque alrededor de ellas giran los relatos o son sus protagonistas. Muchos de los relatos del conjunto son tristes, hablan de amores fracasados, desamores, o que no se materializaron, o se pudrieron por el uso y el tiempo. Otros están llenos de nostalgia, por los amores que fueron y ya no son porque terminaron. Hay otros decididamente humorísticos en los que exploto esa vena, la del humor, que es muy tangencial en mi obra novelística. Los hay que son muy eróticos, porque el erotismo es fundamental en la vida, y porque los escribí, precisamente, para que fueran publicados en las revistas Interviú, Playboy y Penthouse con las que colaboré más de quince años. Me pongo en la cabeza de todos mis personajes, sean masculinos o femeninos, e intento razonar y reaccionar como ellos, que es una de las cosas apasionantes que te ofrece la literatura.

 

Entre estos relatos descubrimos que no todos son inéditos, algunos ya fueron publicados una o más veces, incluso participando en concursos. O que unos son breves, de una página, frente a los de 14, 16 o 22 páginas -en el caso de Corazón. ¿Por qué este curioso maridaje?

Estaban en mi ordenador, necesitaban reunirse en un libro todo lo que había escrito en formato corto relacionado con el amor, la pasión, el deseo. En efecto hay un par de microrrelatos, uno de ellos humorístico y el otro fantástico, que no llegan a un folio. Corazón, como dices, es el más largo y dio pie a una novela ya publicada titulada El corazón de Yacaré; no es la primera vez que considero que un relato merece convertirse en novela. Curiosamente, por su temática sacrificial, Corazón también podría estar relacionada con El centro del mundo.

“Porque amar es el empiece de la palabra amargura”, cantaba Ana Torroja en Una rosa es una rosa (Mecano). ¿Quizá por eso el adjetivo de estos amores en el título? ¿Qué tiene el amor que ha inspirado a tantos artistas llevándoles incluso a la locura, levantado palacios o empujando a guerras?

El amor apasionado es un delirio, una enfermedad de la mente, ese sinvivir pensando en el ser amado que no genera felicidad, porque casi nunca existe una justa correspondencia sino frustración en la mayor parte de los casos. El amor está detrás de crímenes, suicidios, guerras pero también inspira novelas, ópera, cuadros, esculturas, o monumentos como el Taj Mahal. Su presencia en el arte es importantísima. Lo que no veo muy claro es que el amor sea algo positivo si lleva a la locura o a la obcecación, pero desde luego sí es literario, como todo conflicto. En el día a día uno prefiere esos amores cómodos y serenos, que también los hay, y son muy gratificantes porque no producen grandes alteraciones, pero sobre ellos no escribo, no me interesa. Pero esos amores apasionados que todos, quien más quien menos, hemos sufrido en alguna etapa de nuestras vidas, y algunos varias veces, son como un chute de adrenalina para el cuerpo, como escalar el Everest sin oxígeno, hay que experimentarlos para sentirse vivo, aunque duelan, porque el dolor forma parte de la vida también.

No podemos hablar de amor, del amor que recorren los relatos de Malditos amores, sin mencionar a los celos. “Los celos son en realidad una consecuencia del amor: os guste o no, existen”, decía Robert Louis Stevenson. ¿Qué opinión tienes de los celos a la luz de las nuevas generaciones, de las y los jóvenes y su manera de establecer el límite entre el amor y los celos?

Pues veo que no hemos avanzado mucho, la verdad, y ahí siguen con su carga de negatividad. Por educación, yo pertenezco a la generación del mayo del 68 que en España llegó con un año de retraso, en el 69, a la cultura hippie y al anarquismo militante. En nuestro dogmatismo, considerábamos los celos como sentimientos pequeño burgueses a erradicar. Intentábamos no tener celos cuando la chica que nos gustaba estaba en brazos de otro. Lo asumíamos mentalmente, pero a nivel emocional no funcionaba lo teórico, aunque nos aguantábamos. En teoría, si realmente amamos a alguien y deseamos su felicidad no debería importarnos que estuviera con otro si eso iba a satisfacerle. El amor se interpreta como un intercambio: tú das pero exiges recibir a cambio. Los celos existen, no nos engañemos, y funcionan como tortura y como desencadenante de conflictos muchos de ellos incontrolables y violentos. Y creo que en ese tema, como en otros, hemos retrocedido, que muchos jóvenes consideran a sus parejas como propiedades, las marcan, son suyas.

Me siento muy unido al relato La camarera. No solo por la timidez compartida con el protagonista. Aunque extraigo una curiosa afirmación del personaje femenino que le da título. Ella le asegura que las mujeres se enteran antes que los hombres de si uno le gusta a una. ¿Crees que es así? ¿Nos condiciona de algún modo nuestra forma de amar según nuestra genética o condición sexual?

Ese es un relato delicioso y me alegra de que te haya gustado. Por lo general las mujeres tienen la sartén por el mango, aunque hay excepciones a la regla, claro. Muchas veces nos hacen creer que ligamos con ellas cuando en realidad son ellas las que ponen los puentes para que eso se produzca, toman la iniciativa de una forma sibilina. El comportamiento masculino es mucho más simple, testosterónico, frente al femenino que suele ser más racional.

Creo que un guiño manifiesto es el que le haces a un paisano -también escritor, Alfons Cervera-, en tu relato El dedo perdido en el aire. Coméntanos esa alusión, pues leemos que todas las novelas de Cervera hablan “de la memoria, de la desdibujada del pasado, y de la devastadora sensación de derrota de los perdedores”.

Alfons Cervera, aparte de amigo, es uno de los mejores escritores, o quizá el mejor, de este país. Hace muchos años que nos conocemos y nos respetamos, y lo leo siempre que puedo. Es el escritor de la memoria, y lo fascinante es que lo hace a través de su familia, lo más cercano, para crear sus novelas. Ese relato, reflexivo, es muy reciente, por cierto. Habla de un estado de ánimo, de amigos que ya marcharon, de nostalgia por el pasado a través de un itinerario urbano. Es un escrito muy personal que habla de la insalvable distancia entre un hombre y una mujer que en un momento dado se amaron. Ese dedo perdido en el aire es una sensación tan personal que no sé si he sabido transmitirla al lector.

Me gustaría que nos comentases una frase extraída del relato El dedo perdido en el aire. “Nacemos y morimos un montón de veces hasta que morimos en el recuerdo de quien alguna vez fue importante, y ahí se acabó todo”.

Es un concepto sobre el que constantemente doy vueltas, que vivimos un montón de vidas a lo largo de la vida, que el niño que fuimos, el adolescente, luego, casi no lo reconocemos desde nuestra perspectiva de adulto, es como un ser extraño que recuperamos, en parte, cuando miramos nuestras viejas fotos y se activan los recuerdos en nuestro cerebro. La vida es, también, las decisiones que tomamos y las que no tomamos, los trenes que dejamos pasar y que ignoramos adónde nos habrían conducido. Yo he experimentado a lo largo de mis casi 70 años todas esas transformaciones mentales que han acompañado a las físicas. A todo ser vivo que razone le cuesta admitir el no estar en un momento determinado, el dejar de existir, y uno se plantea qué sentido tiene venir a este mundo si es algo temporal, y nos irrita lo mal que aprovechamos eso tan breve y preciado que es la vida que muchos literalmente dilapidan. Algunos se perpetúan con los hijos, porque la naturaleza nos pone esa trampa agradable para que procreemos, y en ellos podemos reconocernos; otros a través del arte. Yo aspiro a perpetuarme a través de los hijos, lo más importante, de los que me siento enormemente orgulloso, y con mis libros. Pero también vivimos y morimos en los recuerdos de otros. Mis padres, que fallecieron para mi desgracia hace muchos años (tenia 24 cuando me quedé sin padre), siguen vivos, de alguna forma, en mí, y morirán conmigo.

 

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