«Nomadland»: Memorial de los ausentes


A finales de la primera década de este siglo, Estados Unidos sufrió una crisis económica con devastadoras consecuencias humanas, relegando al olvido a muchos que estaban a punto de jubilarse y que de repente se vieron privados de ese futuro inmediato y terminal, aunque algunos optaron por no caer derrotados o perecer ahogados en la insaciable ciénaga de la miseria. Gente que se ganó la inmediata afinidad de la periodista Jessica Bruder, la cual, tras recorrer más de 20.000 kilómetros durante tres años siguiendo esas rutas de nómadas, acabó publicando un libro en 2016 («Nomadland: Surviving America in the Twenty-First Century) donde recogía cuanto había visto, oído y vivido durante todo el tiempo que duró su estremecedor periplo por el alma de un país deslavazado, lleno de vidas rotas, entrelazadas por una íntima esperanza común que los alejaba de los sumideros en los que les deberían haberse extinguido para siempre. Personas entre cincuenta y setenta años (y de otras muchas edades, pero en su mayoría ya casi fuera del juego) condenadas al olvido en vida, que optaron por viajar sin apenas descanso en furgonetas o similares, marcando distancias con todo aquello con lo que el destino les había marcado. Y que han pasado a ser inolvidables gracias al trabajo de una periodista de hondo y profundo compromiso con su retrato de una realidad erigida muy lejos de los ojos de una sociedad a la que le gusta fingirse ciega.
Cuatro años después, ella misma se ha encargado de escribir junto a Chloé Zhao (también productora, directora y montadora del proyecto) su adaptación para la gran pantalla.
Y el resultado es tan desolador como fascinante.
Narra el viaje, y su vida en los distintos asentamientos donde aparca su furgoneta, de Fern (Frances McDormand), quien tras quedar viuda y ver como su pueblo desaparece tras el cierre de una fábrica (literal, el lugar se esfuma, hasta el código postal es borrado, sólo quedan casas vacías sin ni siquiera fantasmas del pasado) se suma a ese grupo de personas que, en situaciones muy similares a la suya, han decidido no gastar las últimas onzas de vida que les quedan intentando malvivir con pensiones tan escasas que son insultantes o de poder morir dignamente en un hospital, porque hasta ese trance se ha convertido en un carísimo lujo. Y han terminado por conformar un colectivo (con nombre propio, los «workampers»), que recorren el país de trabajo precario en trabajo precario (si quieren saber cómo funciona, por ejemplo, Amazon, pasen y vean), recorriendo el país de parte a parte, viviendo en sus caravanas, siempre alejados de núcleos urbanos en campamentos que improvisan y donde se establecen bellísimas afinidades partiendo de las más desgarradoras tristezas. Y esas figuras (junto con los grandes espacios abiertos y los paisajes interminables) acaban adquiriendo un aire no por desusado menos pertinente, como todos aquellos que en otros tiempos buscaban el amparo de las últimas fronteras, «outsiders», de ahí que «Nomadland» tenga a veces no pocos visos de western crepuscular (de hecho la luz del amanecer o del atardecer acaban por ser también protagonistas de esta soberbia película, como las montañas o los árboles milenarios, tan impresionantes como las personas que los recorren).
Tarde o temprano, hay que volver a la carretera.
Filmada con acertadísima lucidez al mezclar lo que hay de ficción con lo estrictamente documental (de hecho, muchos de los personajes se interpretan a sí mismos), de un modo en el que finalmente no hay manera de distinguirlos, Chloé Zhao, tan partícipe de este viaje como otro nómada más, no se permite la menor filigrana fílmica o estilística. Como todo en la película, ella también parece huir, permanecer escondida, eludir los pasajes poblados, escapar de lo establecido, renegar de lo trillado, hallar el modo de pasar completamente desapercibida, hallar sosiego y refugio en las confidencias y una soledad que no daña, que parece la aliada más fiable para no flaquear en el movimiento incesante y reparador. Cuánto más inabarcable resulta el paisaje, más acogedor resulta. Incluso renuncia a incluir una banda sonora original que pudiera aportar cualquier tono o visión distinta a la planteada y se limita a incluir piezas de Ludovico Einaudi, como un sobrio complemento a unas imágenes donde primeros planos y distancias infinitas tienen exactamente el mismo protagonismo.
Y para ponerle piel y alma a todo esto,
Frances McDormand. Tan sólo por ella, es una película imprescindible. No cuenta con grandes secuencias, ni apasionados diálogos, no hay escenas decisivas, ni momentos para el lucimiento. No tiene margen ni un mínimo asidero  Y sin embargo, es imposible apartar la mirada de ella. Cada gesto, cada movimiento, la manera en la que roza a los que están a su lado, cada frase, por breve o casi imperceptible que sea, acaban por conformar una interpretación que sobrecoge por su perfección a la hora de señalarnos hasta el más mínimo matiz de su personaje. Pocos silencios tan locuaces se han visto en pantalla. Darle pátina como otra de sus genialidades es quedarse muy lejos del alcance de su entrega. Y todo ese despliegue de asombroso talento rodeada en su mayor parte por actores no profesionales (aunque por ahí también aparezca un grande como David Strathairn, que siempre es más que bienvenido) sin que haya forma de establecer diferencias entre ellos. Como ya ocurriera con sus trabajos en, por ejemplo, «Fargo» o «Tres anuncios en las afueras», dejará un recuerdo imbatible en la memoria del espectador.
La película está dedicada a «aquellos que tuvieron que irse».
Ahora un giro creativo y vibrante nos permite reencontrarnos con ellos (casi todos tenemos a alguien que se ha ido) a este lado de la carretera.
Una oportunidad que sería muy amargo e injusto no aprovechar.

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