La mentira como una de las Bellas Artes
Algo debemos estar haciendo mal cuando nuestro panorama político se ha convertido en un imán para la haraganería, el desecho de tienta, y variada bellaquería. La vocación de servicio brilla por su ausencia en un microcosmos donde el lema de “tonto el último” se lleva hasta sus últimas consecuencias. Atraídos como moscas por la miel, catervas de zascandiles; buenos para nada; mostrencos vocacionales y analfabetos de manual, se acercan al erotismo del poder con fines bastante dudosos. Donde hubo políticos de raza, ahora hay bastardía y mestizaje. Donde hubo honradez y compromiso, ahora está la mueca del pícaro, el juego del trilero, la mendacidad y el cinismo más vehemente. Lope de Vega, en uno de sus versos más famosos, dice que “quien lo probó lo sabe”, haciendo referencia al amor. Aquí, quien prueba no se marcha ni a tiros (que decían en mi pueblo). El erotismo del poder debe ejercer como poderoso seductor y crear una fuerte adicción. Una vez que prueban su pedazo del pastel quieren la tarta, luego el horno y después el obrador. Para ello no dudan en recurrir a las más taimadas de las artes. Han hecho de la mentira una de las Bellas Artes y de la falsedad una religión de la cual son Sumos Sacerdotes. Rodeados de monaguillos, acólitos y fervientes creyentes, como todo dogma que se precie. Se ríen en las barbas del ciudadano, manipulan, mangonean y cortan el bacalao a su aire. Pero no se van ni a tiros. La mentira, como tantas otras características humanas, es algo que se procesa con desensibilización sistemática. Cuanto más mientes, más colores va adquiriendo tu paleta cromática. Hasta convertirte en un verdadero pintor de falsedades. Un artista del tangue y el menudeo social. La timoteca nacional está llena de farsantes y no conoce límites. Son capaces de venderte un manojo de cenizas atado con agua y sonreír esperando agradecimiento. Son capaces de sodomizarte muy lindamente mientras te preguntan aquello de ¿gozas, vida? Pero no se van ni a tiros. La capacidad de negar la evidencia, de manipular el lenguaje, de eufemizar el entorno cambiando los conceptos, no deja de ser una patología ideológica. Un muro de intolerancia frente a las ajenas ideas y la libertad del otro. Emborricados en adorar su becerro de oro particular, tratan de convertir a su fe al resto de la sociedad, transmutarlos en creyentes que funcionen con el cerebro límbico y no procesen los pensamientos. Pensar es cosa de ellos. Muy mal lo hemos tenido que hacer para llegar a esta situación. Dónde deberían habitar ciudadanos capacitados, altruistas y equidistantes sólo encontramos haraganería, mendacidad y sectarismos. Personajes que hacen de la intransigencia bandera y se rebozan en la ignorancia. O peor aún, mienten con bellaquería supina y se ríen en nuestra jeta. Y además, no se van ni a tiros.