Knight of Cups, de Terrence Malick
“Había una vez un joven príncipe cuyo padre, el rey de Oriente, lo envía a Egipto para encontrar una perla. Pero cuando llega, el pueblo le sirve una taza. Al beberla, se olvida de que era el hijo de un rey, se olvida de la perla y cae en un profundo sueño”. Con estas palabras en off, una fábula que parece extraída del Antiguo Testamento, empieza esta película de Terrence Malick.
No llegan los films del críptico texano por riguroso orden cronológico, ni se estrenan todos, especialmente algunos documentales. Quiere la pandemia, o los caprichos de la distribución, que en 2020 se estrenen dos de sus películas realizadas hace un lustro. Knight of Cups, una de ellas (la otra es Song to Song) es del 2015, se estrena ahora de milagro y puede quitar el mal sabor de boca que deja su último artefacto cinematográfico recientemente estrenado sobre un pacifista austriaco, la impostada y fallida Vida oculta. El estilo del cineasta texano ultrarreligioso es bien conocido y fácilmente identificable: rueda un sinfín de planos, en los que el actor se halla perdido, y luego trata de darles un cierto sentido en la sala de montaje.
Podemos decir de Terrence Malick que hace poesía visual del mismo modo que Ingmar Bergman practicaba el ensayo moral. Cada fotograma de Emmanuel Lubezki, el encargado de fotografía de buena parte de sus películas, es en sí mismo una joya fotográfica. El director de Malas tierras, película que se mantiene fresca pese a que han pasado casi cinco décadas desde su realización, prescinde de la narrativa, y por ende de la linealidad. Terrence Malick dinamita el concepto de escena, que para él no existe; su cámara, jamás quieta, capta con movimientos circulares y en grandes angulares a sus actores que declaman sus diálogos casi siempre fuera de cámara o bajo una solemne voz en off que parece la de Dios. Sus movimientos circulares, sin embargo, no son tan asfixiantes y reiterativos como los del cineasta húngaro Miklós Jancsó que abusaba de ellos y convertía al espectador en involuntario giróvaro. Malick, creador sensorial, transmite sensaciones, y el resultado es una sinfonía de secuencias troceadas, pero siempre contextualizadas, que enlazan con otras en una extraña armonía aunque lugar y tiempo no se correspondan, una serie de imputs visuales con el que el espectador puede armar un relato que será siempre incompleto. Y como fondo recurrente, la sacrosanta naturaleza, siempre bella, majestuosa, se imbrica en su no relato e impone la visión panteísta del autor como viene haciéndolo desde La delgada línea roja, poesía bélica en estado puro, la película que marcó un nuevo rumbo a su director.
Rick (Christian Bale) es un exitoso guionista que triunfa en Hollywood y vive en Los Ángeles una vida cómoda y hasta cierto punto disoluta. Lo tiene todo: dinero, un buen apartamento, un coche descapotable y un trabajo que le gusta. Goza de mujeres bellísimas, verdaderos ángeles alados con cuerpos de modelo de pasarela como Helen (Freida Pinto) o Karen (Teresa Palmer). Tiene una relación estable con Elizabeth (Natalie Portman), de la que parece muy enamorado, pero en su camino está también Nancy (Cate Blanchet), la mujer de su vida, su esposa con la que estuvo muchos años casado, temperamental y arisca. Rick frecuenta las bacanales vacuas del mundo del cinema que organiza Tonio (Antonio Banderas) en mansiones hollywoodienses sin encontrar sentido a su vida vacía, y en ella se cruza su atormentado hermano Barry (Wes Bentley) y su padre Joseph (el gran Brian Dennehy en uno de sus últimos papeles) que le retrotraen a su infancia feliz (imágenes, que a su vez, nos llevan a El árbol de la vida), y a las tensiones familiares. Las cartas del tarot (La Luna, el Juicio, la Alta Sacerdotisa, la Muerte, la Libertad), al que recurre Rick, marcan los sucesivos episodios del film.
Aunque en los títulos de crédito figure el nombre de Terrence Malick como guionista, lo cierto es que no hay guion en Knight of cups, como en casi ninguna de sus últimas películas, y no es la primera vez que se rueda un film sin libreto: Federico Fellini solía hacerlo y se jactaba tanto de ello que filmó Fellini ocho y medio sobre esta cuestión. En esa vorágine de imágenes enfebrecidas e hipnóticas que recibe en su retina el espectador, en sus sonidos cristalinos (el oleaje del mar, reiterativo, como fuente del que procede la vida), en sus monólogos en off mientras la cámara acariciante roza rostros masculinos y femeninos, pasa bailando entre cuerpos, sigue los movimientos de sirena de mujeres exquisitamente vestidas que se lanzan a piscinas de Beverly Hills, hace un contrapicado de las palmeras de Los Ángeles, hurga en las entrañas de la pecaminosa Las Vegas con tonos azules, no rojos, se recrea en el baile de las strippers y en el rostro y el cuerpo de Isabel (la australiana Isabel Lucas, también australiana en la ficción), una de ellas (por primera vez en el cine puritano del director texano aparecen desnudos, y no con una carga pecaminosa sino todo lo contrario), descarga Terrence Malick su discurso moral a través la voz rotunda de Ben Kingsley, narrador dios de la función que todo lo ve. Rick, el protagonista que no dice una sola palabra a cámara, que vive un terremoto en directo (magistral esa secuencia, por cierto) y deambula por las fiestas para ir libando de flor en flor, de chica en chica, sin obtener más que una banal satisfacción física puntual (las escenas amorosas son evanescentes y suaves), nos habla del vacío existencial que gobierna nuestro mundo huérfano de ideas e ideología que mejore la raza humana y beneficie al planeta que esquilmamos en vez de proteger.
Puede que esta película que no iba ni a estrenarse, estaba en el cajón de las obras olvidadas, sea la apuesta más radical del director de El nuevo mundo, la más extrema, sofisticada y glamurosa, menos cursi que To the Wonder, en la que si se entra sin prejuicios puede el espectador disfrutar de la poética de uno de los directores más originales que ha dado Estados Unidos, dejando aparte a David Lynch, tan aclamado por sus incondicionales rendidos ante su universo poético desatado, como detestado por quienes lo consideran un director tan amanerado como ampuloso que bucea en el vacío absoluto haciendo larguísimos spots. Pero, en realidad, lo que hace Terrence Malick durante los casi 120 minutos de película es rezar y toda Knigth of Cups puede verse como una espectacular plegaria y un acto de contrición cristiana.
Rick cayó en un sueño profundo, después de beber, y se ha olvidado del mandato de su padre de buscar la perla.